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– Hace siglos que no veo a Harris -no se atrevía a decir que sabía que había muerto-. No sabía que se conocieran.

– Fue él el que me presentó a Cal.

Bernadette no respondió nada. ¿Qué otras cosas no sabía? El día anterior se había enterado de que Cal llevaba mujeres al lago y del asesinato de Harris.

– ¿No me va a preguntar de qué conocía a Harris? -inquirió él.

– No me importa. Dígame lo que quiere.

Jesse la señaló casi con regocijo.

– Conocí a Harris por usted.

– No comprendo. Yo no lo conocía hasta que nos presentó Cal.

– Lo sé. Es complicado. Pero Cal y Harris no tienen importancia ahora.

Sus palabras sobresaltaron a Bernadette.

– ¿Dónde está Cal?

Jesse ignoró la pregunta y miró el cobertizo.

– Me han dicho que atacaron aquí a una marshal.

Bernadette notaba que él disfrutaba con aquello. Retrocedió otro paso. Conocía el lago y el bosque que rodeaba la casa. Si conseguía alejarse de él, tendría una posibilidad de huir, de esquivarlo hasta que pudiera pedir ayuda.

Pero si tenía razón y él era el hombre que había atacado a Mackenzie, él conocía la zona tan bien como ella.

Su mejor esperanza era intentar llegar hasta el coche y hacerlo hablar hasta que pudiera actuar.

– ¿Por qué ha venido aquí? -preguntó.

– Soy como usted. No quiero que me perjudique lo que hace Cal.

Ella fingió una risa que le sonó aún más hueca de lo que esperaba.

– Es un hombre de negocios rico y respetado. ¿Cómo puede perjudicarle lo que haga Cal? Y él y yo estamos divorciados. A mí no me preocupa…

– Si usted coopera, él vivirá -dijo Jesse con brusquedad-. Si no lo hace, morirá.

Bernadette se quedó petrificada. Sintió que la sangre abandonaba su cabeza pero intentó obligarse a valorar objetivamente su situación. Necesitaba un arma y en el cobertizo había herramientas. Los pinchos que usaban para tostar malvaviscos estaban cerca de la chimenea. Y había también piedras.

Pero antes de que pudiera hacer nada, Jesse sacó un cuchillo de asalto y la apuntó con él.

– No la protege nadie, jueza -dijo-. Nadie puede salvarla. Tiene que lidiar conmigo y sólo conmigo.

– Está bien -a ella le sorprendió lo tranquila que sonaba su voz-. Dígame lo que quiere.

Él pasó el pulgar por el filo afilado de la hoja.

– Tiene a mucha gente a su lado, ¿verdad, jueza? Su amiga la marshal, para empezar.

Le brillaron los ojos y Bernadette comprendió con repulsión que se sentía atraído por Mackenzie.

– Ella sabe que la aprecio.

– Es muy buena en su trabajo. Es nueva todavía, pero tiene buenos instintos. Yo la he visto en acción. Casi me cuesta la cárcel.

– ¿Qué quiere? Si no me lo dice, no puedo saberlo.

– Quiero lo que me ha robado su ex marido.

Bernadette lo miró confusa. Intentó controlar el miedo. Aquel hombre disfrutaba de la sensación de poder sobre otros. Sobre ella. Tenía que aprovechar eso para hacer que siguieran hablando.

– No sé nada de eso -dijo.

– Piense, jueza. Concéntrese. Su ex marido está en un apuro. Si no puedo volver pronto hasta él, morirá antes de que lo encuentren. Hace buen día, pero él tiene frío, hambre y sed. También tiene miedo. Eso no le gusta, ¿verdad? ¿La idea de que tenga miedo?

– No sé nada de sus tratos con Cal. Si me cuenta algo más, quizá pueda ayudarle.

Él señaló la puerta abierta del cobertizo.

– Vamos a echar un vistazo ahí dentro. ¿Vale, jueza?

Bernadette sabía que no tenía elección. Pero también sabía que tenía que hacer todo lo que pudiera para retrasarlo.

– ¿Por qué?

– Porque intento ponerme en la mente de Cal y creo que habrá escondido lo que busco en un lugar que pueda relacionar en secreto con usted.

– Pero…

Jesse negó con la cabeza.

– Nada de tonterías, Beanie -movió el cuchillo con aire amenazador-. Entre ahí.

Bernadette entró delante en el cobertizo, sorprendida de su presencia de ánimo. Le temblaban las rodillas, pero esperaba que no de un modo visible. No quería darle la satisfacción de verla temblar de miedo.

Vio que las herramientas colgaban ordenadamente de ganchos y clavos, cada una de ellas un arma en potencia. No había atacado a nadie en su vida, pero sabía que podía hacerlo de ser necesario.

– He registrado el piso de Cal -dijo Jesse, situado entre ella y la puerta-. Y también su casa de Washington. No se dio ni cuenta, ¿verdad? Debería instalar un sistema de alarma. Ya no estamos en los años cincuenta.

A ella le golpeó con fuerza el corazón en el pecho, pero consiguió fabricar una sonrisa.

– Seguramente tiene razón. Oiga, si Cal le ha robado algo, no me extraña que esté enfadado.

Jesse no pareció oírla. Con la mano libre sacó algo del bolsillo de la camisa… un papel grueso doblado por la mitad.

Una fotografía.

La tiró al suelo delante de Bernadette.

– Recójala.

Ella vaciló. Se agachó despacio y la imagen del papel empezó a cobrar forma a sus pies.

Era una foto de Cal, el hombre con el que había pensado pasar su vida, en la cama con una mujer rubia guapa.

En su cama de la casa del lago.

El bastardo no había tenido ni la cortesía de llevarla a uno de los cuartos de invitados.

– ¿Usted hizo la foto? -preguntó.

– Fue bastante fácil. Si hubieran estado arriba, habría sido más difícil.

– ¿Me ha espiado a mí alguna vez?

– No estaba espiando. Recogía información que pudiera usar más adelante. Yo no creo ni por un segundo que Cal se sienta inferior a usted. Pero a usted le preocupaba eso, ¿verdad?

Bernadette lo miró.

– Yo… -no podía concentrarse en la conversación-. Jesse, por favor. Dígame por qué está aquí. ¿Qué quiere?

– Su ex marido es muy superficial. No cree en nada que no sea su cuenta bancaria y sus placeres. Ese tipo de cinismo es duro -la miró con atención, como si esperara ver algo en lo que no se había fijado antes-. ¿Por qué no es usted cínica, Beanie Peacham?

La voz… los ojos…

Bernadette se llevó una mano al pecho y se dejó caer de rodillas.

– ¡Oh, Dios mío!

Jesse sonrió y bajó el rostro hacia el de ella.

– Ahora me recuerda, ¿verdad?

Treinta y tres

La brisa fresca procedente del agua hacía estremecerse a Mackenzie, pero le sentaba bien. Estaba en casa.

Pensaba dirigirse al porche, pero vio la puerta del cobertizo abierta y cruzó la hierba. Si Bernadette estaba preocupada por la muerte de Harris y de mal humor después de las revelaciones de Gus, se entregaría a alguna actividad, a hacer algo útil. Segaría, arrancaría malas hierbas o pintaría por fin la mesa del mercadillo.

– ¡Beanie! -llamó, por si la jueza no había oído llegar el coche-. Hace un día precioso, ¿verdad?

Cuando se acercaba al cobertizo, reprimió un escalofrío e intentó controlar la sensación de pavor que la embargaba a menudo cuando se acercaba allí de niña e imaginaba monstruos en la oscuridad, como si la perspectiva de los monstruos mitigara los recuerdos reales de la sangre y los gemidos de su padre. Desde el día en que lo había encontrado allí, sus recuerdos de lo sucedido estaban plagados de pesadillas, traumas, miedo y confusión sobre cuáles de las imágenes de su cabeza eran reales y cuáles no.

Oyó un sonido, un gemido, e inmediatamente sacó la pistola.

– Beanie, ¿qué ocurre?

Pero no hubo respuesta. Mackenzie avanzó con cautela y abrió la puerta con el pie. Entrecerró los ojos y miró al interior.

– ¿Beanie?

– Estoy bien -la voz de Bernadette sonaba aguda, llena de miedo-. Se ha ido.

Salió tambaleándose, con el rostro ceniciento y la mano derecha en el hombro izquierdo. Entre sus dedos manaba sangre y le bajaba por la muñeca.