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Mackenzie la sujetó por la cintura con la mano libre.

– Ya te tengo. No pasa nada. ¿Hay alguien…?

– En el cobertizo no hay nadie. Ha oído tu coche y se ha ido.

Caminaron un par de pasos. Bernadette parecía a punto de desmayarse y se sentó en la hierba sujetándose todavía el hombro con la mano.

– ¿Quién se ha ido, Beanie? -preguntó Mackenzie.

– Jesse, Jesse Lambert -Bernadette hizo una mueca-. Maldita sea, esto duele. Por lo menos no es profunda.

– Déjame ver.

Bernadette negó con la cabeza con la autoridad de una mujer acostumbrada a mandar. Pero sus ojos, normalmente verdes claros, estaban oscurecidos y vidriosos por el dolor y el miedo.

– Dice que Cal morirá si yo… -se interrumpió e hizo una mueca de dolor-. Quiere algo que Cal le robó. No lo sé. No he conseguido entender la mitad de lo que decía.

Mackenzie vio algo, un papel, en la mano ensangrentada de Bernadette.

– ¿Qué es eso?

La mujer pareció confusa.

– ¿Qué? -pero apartó la mano del hombro y Mackenzie vio una fotografía-. Toma, míralo por ti misma.

La joven miró la imagen ensangrentada. Era la rubia de Cal. Sintió una punzada de ternura por su amiga.

– ¿Te la ha dado ése tal Jesse?

– Como si fuera un trofeo.

– Siento que hayas tenido que ver eso -Mackenzie volvió su atención a la herida, un corte a través de la carne del hombro que bajaba un poco por el cuello. Se quitó la chaqueta-. Aprieta con esto. Apriétalo todo lo que puedas, ¿vale?

– No quería matarme. Podía haberlo hecho, pero… -Bernadette se detuvo y apretó la chaqueta en la herida-. Puedo llamar a la policía.

– No puedo dejarte. Si vuelve…

– No se lo permitirás -Bernadette se levantó tambaleándose, apartó la mano de Mackenzie y miró el cobertizo-. Ese hombre, Jesse… tenía que haberlo reconocido.

Mackenzie se puso tensa.

– ¿Por qué?

Pero cuando Bernadette se volvió a mirarla, Mackenzie recordó la voz de su padre discutiendo con un hombre veinte años atrás.

– «Busque otro lugar para acampar, Jesse. Esto es allanamiento. Tiene que irse».

Ella estaba escondida entre los árboles jugando a los espías. Su padre y el hombre joven no sabían que estaba allí.

– Ahora te acuerdas, ¿verdad? -preguntó Bernadette-. Tu padre lo echó de la propiedad.

– Sí, me acuerdo -susurró Mackenzie-. Le preocupaba mi seguridad y la tuya.

– No fue culpa tuya -dijo Bernadette.

Mackenzie se obligó a salir del pasado.

– Eso no importa ahora. Andrew Rook está en camino. No creo que tarde mucho -vio que Bernadette tenía ya mejor color y parecía capaz de llamar a la policía-. Si llega antes de que yo vuelva, dile que venga al claro al que fuimos el sábado pasado.

– Mackenzie…

– Ahora no puedo explicártelo. Beanie, ¿seguro que puedes hacerlo?

– Sí -sonrió la jueza-. Sé que a los marshals no os gusta que acuchillen a jueces federales, pero, por favor, no te preocupes por mí. Vete. Haz lo que tengas que hacer. Y ten mucho cuidado.

Mackenzie esperó hasta asegurarse de que Bernadette no se iba a desmayar en los escalones del porche y se metió entre los arbustos con la pistola n la mano.

Una ardilla roja salió huyendo delante de ella.

– «Salga de aquí antes de mediodía o llamaré la policía».

No era una pesadilla, era un recuerdo. Pero sintió el tirón de la herida en el costado y se concentró en el presente. En buscar a Jesse Lambert, el hombre que las había atacado a ella, a la senderista y a Bernadette, que había intentado matar a su padre tantos años atrás y la semana anterior había conseguido matar a Harris Mayer.

Mackenzie sabía que tenía que encontrar a Cal porque, si le había robado algo a ese hombre, entonces Bernadette tenía razón.

Jesse lo mataría.

Treinta y cuatro

Rook paró detrás de lo que asumió sería el coche de Mackenzie en casa de Bernadette Peacham. Salió de su vehículo y entró en la sombra de un arce alto cuyas hojas se movían en la brisa, algo más fría que la de la semana anterior. T.J. estaba en camino. Había hecho una broma sobre que todos los caminos llevaban a New Hampshire, pero ni Rook ni él habían tenido humor para reír. El registro de la casa de Jesse Lambert les había proporcionado información sobre un avión pequeño que estaba en ese momento aparcado en un aeródromo a una hora en coche de Cold Ridge.

Rook apreciaba el aire fresco y la vista del lago, pero estaba nervioso. ¿Por qué no había aparecido ya Mackenzie a preguntarle por lo que T.J. y él habían encontrado en Washington?

Caminó hacia la casa. Se abrió la puerta del porche y Bernadette Peacham bajó los escalones tambaleándose agarrada a la barandilla.

– Agente… -se llevó una mano ensangrentada al hombro-. Agente Rook, tenemos un problema.

Él corrió a su lado y la agarró por la cintura. Ella tenía las manos y la camisa manchadas de sangre, pero él vio que procedía de un corte en el hombro.

– Venga, siéntese -la sentó en un escalón-. ¿Dónde está Mackenzie?

– Tiene que ir detrás de ella. He llamado al 911. Ya viene ayuda en camino.

Rook oyó un vehículo en el carril detrás de la casa.

– Gus -dijo Bernadette. Intentó sonreír-. Reconozco el ruido.

– Dígame lo que ha pasado.

– Mackenzie ha salido en persecución de Jesse Lambert. Es…

– Sé quién es. ¿La ha apuñalado él?

La mujer asintió.

– Para sacar ventaja. Tiene a Cal prisionero en alguna parte. Creo que Mackenzie sabe dónde.

Gus Winter dio la vuelta a la casa.

– Beanie -miró las manchas de sangre y la cara pálida de ella-. ¡Ah, demonios!

– No te pongas histérico, Gus, por lo que más quieras -dijo ella cortante-. Estoy bien. El agente Rook y tú tenéis que ir con Mackenzie.

Gus se sentó a su lado en los escalones.

– Irá Rook. Va armado hasta los dientes. Yo me quedo aquí contigo.

Bernadette le tomó la mano con los ojos brillantes por las lágrimas. Miró a Rook.

– Ha dicho que vaya al claro…

– Sé dónde es.

– La policía llegará enseguida -dijo ella.

Pero Rook cruzaba ya el césped en dirección al bosque.

Mackenzie cruzó de un salto el arroyo de piedras y salvó el barro de la otra orilla sin problemas. Una pequeña victoria después del fallo del sábado anterior. Con la pistola en la mano, subió por el sendero escuchando por si oía algo fuera de lo corriente… el crujido de una rama caída, pájaros cantarines, ardillas… cualquier cosa que indicara que Jesse Lambert se había escondido cerca.

No le preocupaba que le disparara al estilo de un francotirador. A él le gustaban los cuchillos.

Y le gustaba verla sufrir. Pegarle un tiro no sería divertido.

Avanzaba con firmeza, familiarizada con las raíces que sobresalían y las piedras del sendero, concentrada en lo que tenía que hacer en ese momento… no en lo que había pasado veinte años atrás. Eso podía esperar.

Oyó un crujido en la espesura a su izquierda. Mackenzie pensó que no podía ser un pájaro ni una ardilla y se agachó detrás de un viejo arce situado a la derecha del sendero.

– Sal ya, Jesse -dijo-. Levanta las manos y déjate ver.

El hombre de la semana anterior, Jesse Lambert, saltó fuera de la protección de los árboles y aterrizó en mitad del sendero. Abrió las manos.

– ¿Lo ves? No voy armado -sonrió con chulería y despreocupación-. Sabía que vendrías.

Mackenzie permaneció cerca del árbol y lo apuntó con la pistola.

– Levanta las manos. Vamos. ¡Manos arriba!

– Mackenzie, Mackenzie… -sonriendo todavía, él mantuvo las manos abiertas y dio un paso hacia ella-. Aquí estamos de nuevo después de tantos años. Es el destino, ¿no lo ves?

Ella no hizo caso.