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– A la gente del FBI no os importará que eche un vistazo por aquí, ¿verdad? -preguntó.

Rook se encogió de hombros.

– ¿Serviría de algo?

Mackenzie no contestó. Pensaba en las últimas palabras de Cal. Encontró el potro de aserrar en la parte de atrás y lo arrastró hasta el centro del cobertizo, cerca de las manchas de sangre de su padre, que aquel día no había estado distraído y su tragedia no había sido un accidente. Jesse había saboteado la sierra e iniciado una reacción en cadena que su padre no había podido parar.

Había sido uno de los primeros actos de violencia intencionada de Jesse Lambert.

Mackenzie estaba segura de que había habido más a lo largo de los años. No habían vuelto a empezar con el ataque a la senderista y a ella ni con Harris. Habían sido algo continuado.

En lugar de contar a las autoridades que Harris le había echado encima a Jesse, Cal se había unido a ellos para beneficiarse. Cuando se dio cuenta de que estaba tan metido que ya no podía salir, no había ido a las autoridades para intentar negociar y confesar, sino que había decidido presionar a Harris para que lo ayudara a sacar a Jesse de sus vidas de una vez por todas. Y si su plan fracasaba, quería dejar respuestas donde Bernadette pudiera encontrarlas.

Rook se subió al potro y levantó las manos hacia las vigas.

– ¿Qué es lo que busco? -preguntó.

– ¿Dinero? Y lo que puedas encontrar que no debería estar ahí.

Él se agarró a una viga y metió la mano en otra.

– Ah. ¿Un paquete seco guardado entre las vigas? -la miró-. Creo que esto era lo que buscaba Jesse.

Le pasó el paquete. Mackenzie lo dejó en el suelo de cemento, apartó la cuerda que lo ataba y se asomó dentro.

Encima de todo había un papel amarillo de rayas doblado y sujeto a una especie de carpeta. Levantó la carpeta y tomó el papel.

– Mac -Rook se dejó caer a su lado.

– Lo sé, no llevo guantes. Tendrán que separar mis huellas de las demás, si es que importan las huellas -desdobló el papel-. Porque me parece que no -reconoció la letra larga, escrita con un rotulador negro-. Es de Caclass="underline" «Querida Bernadette, si me ocurre algo, dale el contenido de esta bolsa al FBI. Lo siento, Cal».

Rook dejó otro paquete grueso en el suelo.

– Hizo un trato con el diablo, sí. Harris y él no deberían haberse metido a chantajistas.

Mackenzie abrió la carpeta y hojeó los papeles.

– Direcciones, hojas de cálculo, un índice con el resto de los contenidos de la bolsa. Parece que Cal se dedicó a investigar a Jesse y encontró muchas cosas sobre él. Eso ayudará a los fiscales -devolvió la carpeta y la nota al paquete-. ¿Qué hay en la otra bolsa?

Rook la abrió y soltó un silbido.

– Dinero. Mucho dinero.

Mackenzie respiró hondo.

– Si Cal nos hubiera traído esto a nosotros… a Beanie… -no terminó-. Siempre se creía más listo que nadie. La información era su fuerte. Ahora esto nos ayudará a averiguar qué es lo que ha hecho Jesse. O a descubrir a otras víctimas y socios, ¡quién sabe! -miró las manchas viejas de sangre de su padre-. ¿Te apuestas algo a que hay más crímenes violentos en su pasado?

– Cal y Harris quizá no se dieron cuenta de que trataban con un hombre violento hasta que ya fue tarde.

– Tal vez.

Mackenzie, intranquila de pronto, salió al exterior y bajó al lago. Los somorgujos se habían ido y ella se subió a una piedra con el viento en la cara.

Notó la presencia de Rook detrás de ella.

– Cuando me atacó Jesse la semana pasada, recordé sus ojos. Eran como algo que hubiera invocado en una pesadilla.

– Recuerdos reprimidos.

– Siempre he sabido que estaba en el bosque el día del accidente de mi padre, pero nunca he recordado los detalles -se volvió a mirar a Rook-. Creo que confundí lo que hice ese día, los hechos reales, con mis pesadillas y acabé por no poder distinguirlos.

Rook se subió a la roca a su lado.

– Eras una niña -dijo-. Ese bastardo te manipuló. Se convierte en la pesadilla de la gente -guardó silencio un momento-. Eso era lo que intentaba decirme Harris.

– Debería haber sido sincero contigo.

Oyó un coche en el camino y pensó que serían más policías, pero cuando miró hacia la casa, vio que Carine la saludaba con la mano y echaba a correr.

– ¡Mackenzie!

Nate seguía a su hermana acompañado de su esposa. Mackenzie sabía que no estaba allí como agente federal sino como amigo.

Rook le guiñó un ojo.

– Hablas tú.

– Te da miedo Nate, ¿verdad?

Él sonrió.

– No lo sabes tú bien.

Treinta y seis

Después de que los distintos investigadores se marcharan, T.J. se reunió con Rook y Mackenzie en el lago.

– Es un lugar hermoso -comentó; se sentó en uno de los sillones de mimbre delante de la chimenea de piedra-. Nunca he visto un somorgujo, ¿sabes?

Mackenzie sonrió.

– Puede que oigas uno esta noche.

– Si consigo soportar los bichos y el frío.

Rook había hecho fuego y acercó su sillón a las llamas. La noche era fría pero Bernadette tenía mantas viejas de lana para esos menesteres. Mackenzie tenía una en el regazo.

– Un día largo -comentó.

T.J. se encogió de hombros.

– Para mí no. Yo he venido en avión y hablado con algunas personas. Rook y tú os habéis encargado de la parte dura -no sonrió-. Siento no haber estado ahí para ayudaros.

– Si Jesse hubiera conseguido salir de aquí, tú habrías impedido que despegara su avión.

– Lo teníamos -comentó T.J. sin orgullo-. Pero no a tiempo de salvar a Harris Mayer o a Cal Benton.

Rook echó otro tronco al fuego.

– Ellos hicieron su pacto con el diablo.

T.J. asintió.

– ¿Y la jueza Peacham?

– Los doctores la tendrán esta noche en observación -repuso Mackenzie-. Por si hay infección, pues la herida ha tocado el músculo. Ha dicho que podíamos quedarnos todos aquí, tostar malvaviscos y escuchar a los somorgujos.

Pero llegó otro coche y Nate y Delvecchio se acercaron al fuego.

T.J. silbó por lo bajo.

– Creo que los malvaviscos y los somorgujos tendrán que esperar.

– Bienvenido a la vida de un agente federal, Mac -dijo Rook.

– A mí me parece bien -ella sonrió a los dos.

El domingo, cuando le dieron el alta en el hospital, Bernadette insistió en sentarse en el porche. Hacía una tarde cálida, sin viento. Mackenzie se reunió con ella.

– New Hampshire no querrá entregar a Jesse -dijo la jueza-. Querrán juzgarlo aquí por el asesinato de Cal -su voz vaciló-. Es muy probable que tengas que declarar.

– No me importa -repuso Mackenzie.

– No será fácil tener que verlo, pero al menos sabrás que ya no puede hacer más daño -Bernadette se recostó en el sillón de mimbre con la cara cenicienta-. Todos estos años y no sabía que lo de tu padre no había sido un accidente. Me siento muy tonta.

– Papá y tú intentasteis echarlo de aquí.

– Lo intentó tu padre. Yo no hice gran cosa.

– Pero tú no lo ayudaste. No te atormentes ahora, Beanie.

La mujer miró el lago.

– He dejado que la gente se aproveche de mí.

– ¿No lo hacemos todos en algún momento?

Bernadette hizo una mueca.

– Yo lo he hecho repetidamente.

Mackenzie casi sonrió.

– No tiene nada de malo ayudar a la gente. Muchas personas a las que has ayudado, yo incluida, te lo agradecemos.

– Yo nunca… -era evidente que la jueza combatía las lágrimas-. Nunca me he sentido tan sola.

– Eres una mujer brillante y generosa y tienes buenos amigos, personas que te quieren y que no quieren sacarte nada -sonrió Mackenzie-. Por ejemplo, Gus Winter.

– Él siempre ha estado ahí, ¿verdad? Para todos nosotros. Su hermano y él venían al lago de adolescentes. Jill y yo éramos amigas.