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– ¿Adónde vas? -preguntó Winter.

– Al aeropuerto -repuso Rook-, voy a volar a New Hampshire.

– Yo soy de New Hampshire y mi hermana Carine vive allí. Tiene un niño de ocho meses -miró a Rook-. Mackenzie Stewart y ella son amigas y esta noche han planeado un encuentro de «chicas» en la casa del lago de la jueza Peacham… para tostar malvaviscos y ponerse al día.

Rook guardó silencio un momento.

– No pienso ver a Mackenzie en New Hampshire.

– ¿Sabías que ha ido allí?

– Eso he oído -pero no se lo había dicho a T.J., aunque había planeado hacerlo de camino al aeropuerto-. No es la razón por la que voy yo.

– Tú buscas a Harris Mayer -dijo Winter.

No había razón para que conociera los detalles de la investigación preliminar de las insinuaciones de Harris Mayer, pero a Rook no le sorprendía que fuera así. Winter era uno de los agentes federales más capaces del país y no tenía deseos de enfrentarse a él. Pero suponía que ya lo había hecho, dado su comportamiento con Mackenzie y el modo en que la había plantado.

– Ésa es la razón principal -repuso-, pero también intento averiguar si es sincero conmigo.

– ¿E ir a New Hampshire te ayudará?

– Eso espero.

– Cal Benton pasó anoche a ver a Mackenzie. Le preguntó si había visto a Mayer últimamente.

Rook no mostró ninguna reacción.

– ¿Y lo había visto?

– No. Cal os vio a Harris y a ti en el hotel el miércoles.

– ¿Eso fue lo que le dijo a Mackenzie?

– No con tantas palabras. Ella no lo sabe, pero lo descubrirá pronto -Winter hizo una pausa-. Mi tío se quedará esta noche con el niño de Carine. ¿Debo buscar el modo de conseguir que Carine y Mackenzie cancelen sus planes en casa de la jueza?

– No es necesario. No sé qué se propone Harris, pero no veo qué peligro pueda suponer para una velada en un lago de New Hampshire -Rook miró su reloj-. Si no pierdo mi vuelo, puedo llegar al lago y marcharme antes de que lleguen Mackenzie y tu hermana. No tienen por qué enterarse de que he estado allí. No espero encontrar nada, simplemente estoy cubriendo todas las bases.

– ¿Dónde te hospedas esta noche?

– No lo sé todavía.

– Si tienes algún problema, llama a mi tío. Gus Winter. Será discreto.

– Gracias. Estaré en contacto.

Winter no se ablandó.

– Si no, yo estaré en contacto contigo.

Subió a su coche sin añadir nada más.

Cuando Rook entró en el vehículo de T.J. éste movió la cabeza.

– Winter te enterrará en el jardín de su tío si lo mosqueas.

– No. Demasiado granito en aquellas zonas Me arrojará al Potomac.

– En pedazos, Rook. En muchos pedazos.

Cinco

Mackenzie dejó una linterna nueva y un paquete de pilas en el mostrador de madera de Smitty, una tienda de Cold Ridge. Su dueño, Gus Winter, nunca había tenido mucha paciencia con ella, pero la joven le sonrió.

– No quiero correr riesgos si nos quedamos sin luz en el lago.

Gus miró la etiqueta del precio de la linterna. Era un hombre alto y delgado de cincuenta y muchos años, ampliamente respetado por su conocimiento de las Montañas Blancas y por el coraje que había demostrado primero como soldado en Vietnam y luego criando a sus sobrinos cuando los padres de éstos habían muerto en Cold Ridge, cuya cima colgaba sobre la ciudad y le daba su nombre.

Sacó una estilográfica de su funda.

– ¿Beanie no tiene linternas?

– De 1952.

– Siempre ha sido agarrada -él tomó una libreta y anotó los precios de las compras-. Carine y tú tendréis buen tiempo el fin de semana. Beanie vendrá a finales de la semana y se quedará hasta el Día del Trabajo, como siempre -gruñó-. Al menos este año no traerá a ese marido avaricioso con ella.

Mackenzie sonrió.

– Me parece que no eres neutral con Cal.

– Lo que yo piense no importa. Importa lo que piense Beanie -él levantó la vista de la libreta-. ¿No necesitas nada más? Puedes pagarme más tarde.

Parecía más gruñón que de costumbre y Mackenzie lo miró con el ceño fruncido.

– ¿Sucede algo?

– No pretendía ser grosero -arrancó su copia del recibo de compra y metió la de ella en la bolsa con las pilas y la linterna-. Ha desaparecido una senderista en las colinas encima del lago.

– ¿Hay equipos de búsqueda…?

– Voy a reunirme con el mío en cuanto termine de despacharte -Gus era experto en rescate de montaña y conocía mejor que nadie las cumbres que rodeaban Cold Ridge-. Con suerte, la mujer habrá vuelto antes de que salgamos. Es veinteañera y está en buena forma. Sus amigos dicen que han pasado la noche en un refugio pero que ella se ha marchado sola esta mañana temprano. No pueden localizarla por el móvil ni encontrar su rastro.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer?

Él negó con la cabeza.

– De momento no. Carine ha ido ya a casa de Beanie. Quizá la mujer haya conseguido bajar hasta el lago, no sabemos. Espera que recoja mis cosas y te llevaré allí.

El plan original era que Mackenzie se reuniera con Carine, una fotógrafa de la naturaleza, en su estudio y se quedaran allí hasta que Gus terminara de trabajar y pudiera hacerse cargo del niño. Luego ellas se irían al lago. Pero a Mackenzie no le importaba ir temprano. Esperó a Gus fuera, donde el sol brillante de la tarde caía con fuerza sobre el pueblo de Cold Ridge, situado en un valle en forma de tazón entre las Montañas Blancas.

Comparado con Washington, el clima era cálido y agradable, pero para Nueva Inglaterra, era una tarde de calor. Mackenzie se sentía rara sin coche, pero había ido en avión hasta Manchester y otro marshal del distrito la había llevado hasta allí desde el aeropuerto.

Gus se reunió con ella. Subieron a la camioneta y se adentraron en la pista de tierra que llevaba a la casa de Bernadette Peacham, construida cerca del agua entre pinos, robles y arces. Enfrente del lago, Mackenzie podía ver la casa de sus padres. Hablaba con ellos una vez a la semana en su casita de Irlanda y había visto varias veces a la pareja irlandesa con la que hacían intercambio. No sabía si Bernadette los había visto o si ellos habían visto a Cal y a su joven novia morena. Había pocas casas en el lago. Bernadette era propietaria de la mayor parte del terreno y no tenía planes para construirlo.

– ¿Necesitas una mano? -preguntó Gus cuando paró el coche.

– No, gracias. Voy ligera de equipaje.

– Te echamos de menos por aquí -él sonrió un instante-, agente.

Ella se sonrió. Gus Winter encabezaba la lista de todas las personas que no habían creído que podría superar el entrenamiento para ser agente federal.

– Nunca te acostumbrarás a llamarme así, ¿verdad?

Él se echó a reír.

– Claro que sí. Mientras tú seas feliz…

– Lo soy -ella tomó su mochila de detrás de su asiento-. Buena suerte con esa mujer perdida. ¿Quieres hablar con Carine?

– No. Si se hubiera tropezado con ella, habría llamado. Creo que volveré a tiempo de recoger al niño. Vosotras dos pasadlo bien -examinó un momento a Mackenzie-. Pareces estresada. Cuando eras profesora de universidad, nunca parecías estresada.

– Sí lo parecía. Pero tú no te fijabas.

– Quizá porque no llevabas pistola.

Gus se marchó en cuanto ella salió de la camioneta. Mackenzie siguió el camino de piedra hasta la parte frontal de la casa. Las contraventanas de madera de cedro necesitaban una mano de pintura. Y las persianas estaban tan rotas que seguramente habría que cambiarlas enteras. Como con casi todo lo demás en el caso de Bernadette, el problema no era el dinero. Tenía fondos de sobra para todo lo que quisiera. Lo que le faltaba era tiempo, inclinación y una tendencia a comprometerse.

El lago brillaba a la luz del sol de la tarde y Mackenzie agradeció el aire fresco y las vistas y sonidos familiares. Se dirigió al porche, donde había una mesa de madera que sabía que Bernadette tenía intención de pintar, en el mismo estado en que la había comprado en un rastrillo dos años atrás. La jueza decía a menudo que su vida estaba tan llena de urgencias que agradecía tener un proyecto sin una fecha de entrega. A la mesa le tocaría cuando le tocara.