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Dramáticamente, el inspector fingió la postura de un hombre atormentado más allá de su resistencia, inclinando la cabeza y hundiendo en su cabello los dedos llenos de tiza. Luego, se levantó para mirar a Thackeray, moviendo lentamente la cabeza.

– No dudo agente, de que, a su manera, es usted un concienzudo y leal miembro de la policía. Si se concediera un certificado de eficiencia por cualidades como ésas, probablemente nuestros caminos nunca se hubiesen cruzado. Desgraciadamente para ambos, los comisarios del Servicio Civil exigen la evidencia de otros logros antes de conceder un rango superior a un policía. Por eso es por lo que, para nuestra mutua desgracia, nos hemos encontrado en esta situación dos veces por semana durante cuatro años en varias comisarías de toda el área metropolitana.

Thackeray asintió apesadumbrado. No necesitaba que se lo recordasen. Dos peniques de su paga al mes iban a parar obligatoriamente al salario del inspector instructor. ¡Dos peniques al mes! ¡Una docena de pintas de cerveza Kop al año!

– Lo que más me deprime -prosiguió el inspector, volviendo sus ojos al cielo, como si apelara a una autoridad superior-, es que, dondequiera que me lleve el deber, y en cuatro años he dado clases en cuatro divisiones muy separadas entre sí, puedo estar seguro de que, antes de que pasen muchas semanas, entraré en una sala y me encontraré al agente Thackeray sentado en el pupitre de delante como una sólida manifestación del fantasma de Banquo. Me persigue, caballeros, y su ortografía es un tormento continuo. Me ha seguido desde Whitechapel hasta Islington, hasta Hampstead y ahora hasta Rotherhithe. -Sacó un pañuelo y se secó la frente-. Sin embargo, nunca he llegado a perder totalmente la esperanza y me esforzaré, si la providencia me concede la ocasión…

La llamada, entrada y saludo del policía de servicio proporcionó una clemente interrupción.

– Perdón, señor. Un mensaje urgente acaba de llegar en el coche de despachos.

– Entre, agente. -El inspector examinó la nota-. ¡Extraordinario! Parece, agente Thackeray, que alguien me pide que le libere de mi clase. No me negaré. Puesto que los aspectos más sutiles de la ortografía se le han escapado durante tanto tiempo, estoy seguro de que pueden esperar otra semana. Debe usted presentarse al sargento Cribb, quienquiera que sea, en Gran Scotland Yard lo más pronto posible.

Por una vez en su carrera, Thackeray bendijo sinceramente al sargento Cribb.

Un recorrido en coche y treinta minutos más tarde estaba sentado en una antesala de Scotland Yard. En el centro, como si se tratara de una isla, había una alfombra descolorida, con dos sillas, un pupitre, un perchero y una papelera. Alrededor de la isla, sin poner nunca el pie en la alfombra, se movía intermitentemente un desfile de empleados con cuello duro, haciendo caso omiso de los ocupantes, atentos sólo a pasar entre las dos puertas situadas a ambos lados de la sala. El sargento Cribb dirigió su pulgar hacia la puerta que había tras él.

– Sección de Estadística. Todas las hojas de cargo que haya escrito usted han pasado por ahí. Diarios, agendas de comisaría, informes matutinos de delitos. Impide que un pequeño ejército de chupatintas arme líos, por eso no lo juzgo mal. Y de vez en cuando aparecen con algo interesante.

Thackeray se dispuso a interesarse. Él sabía que Cribb pedía total atención. El arrastrar los pies y rascarse la barba podía pasar con el inspector instructor, pero no con el sargento Cribb.

– ¿Pasa usted mucho tiempo en teatros de variedades?, -preguntó de pronto el sargento. Podía haber sido el comienzo de una conversación adecuada, si no fuera porque Cribb era raramente educado y no daba conversación.

– Normalmente no, sargento -admitió Thackeray-, Soy más bien hombre de melodrama. -Añadió entendidamente-: Irving, en el Lyceum o Wilson Barrett, en el Princess’s.

– ¡Lástima! Pero, ¿habrá estado usted en un teatro de variedades, supongo?

– ¡Oh, sí, sargento! Tuve un servicio regular cuando estuve en la división E. Es sólo que el teatro de variedades no es mi…

– De ahora en adelante lo será -le dijo Cribb-, Mire esto.

Alargó un fajo de papeles al policía y tensó los muslos para hacer que la silla se balanceara sobre las patas traseras mientras esperaba, sin mucha paciencia, a que la información fuese digerida.

– Informes de accidentes -aventuró Thackeray al cabo de un momento-. De varias divisiones distintas.

Un silencio desdeñoso recibió la observación. Volvió a la lectura.

Cribb se levantó para mirar por la ventana a los coches de caballos que eran sacados fuera de la Oficina de Transporte Público, que estaba en el patio de abajo. Era un hombre alto, flaco, de movimientos decididos y poco habituado a períodos de inactividad, pero era vital para su propósito que Thackeray examinase totalmente los informes. Esperó como un halcón encapuchado.

– ¡Ya lo veo, sargento! -anunció Thackeray unos minutos después.

– ¡Fantástico! -Cribb casi saltó de nuevo a su silla-, ¿Qué conclusión saca usted?

– Bueno, sargento, si los leyera de uno en uno, los pasaría por alto como simples accidentes, pero seis en cuatro semanas es increíblemente difícil de creer. Realmente, no se pueden achacar todos a una coincidencia.

Cribb asintió.

– Puede haber habido más, desde luego. Estos informes han sido hechos por policías de servicio muy observadores. Otros pueden haber desviado la vista en el momento crucial, o simplemente no se han molestado en informar de lo que veían. En un distrito de policía, un único accidente puede no parecer extraño en absoluto. Reunidos todos aquí, en la Sección de Estadística, forman una muestra, y no precisamente agradable.

– ¿Quiere usted decir que hay alguien detrás de todo esto, sargento?

– Podría ser. Podría ser muy bien. Ordénelos, ¿quiere?

Thackeray puso los papeles en orden cronológico.

– Parece haber empezado el 15 de septiembre, con las hermanas Pinkus en el trapecio, en el Middlesex.

– ¡Ah, el viejo Mo!

– ¿Cómo dice, sargento?

– El Middlesex -soltó Cribb-. El viejo Mo. ¡Despierte, hombre! Está construido sobre la vieja taberna Mogul, en Drury Lane.

Thackeray sonrió tímidamente.

– Sí, mi sargento, debería haberlo sabido. Bien, allí es donde las Pinkus se quejaron al sargento Woodwright de que alguien había trucado su trapecio. Podía haber tenido consecuencias muy desagradables, creo. No obstante, tal como sucedió, las jóvenes tuvieron suerte. El sargento menciona a la señorita Lola Pinkus mostrándole un importante cardenal «ligeramente por debajo del hombro izquierdo», dice, pero eso parece ser todo lo que sucedió.

– Humm. Lo suficiente para los que son como Woodwright. Las lesiones femeninas es mejor creerlas sin comprobarlas. He oído que más de un tobillo torcido ha hecho perder sus galones a un buen sargento. ¿Cuál es el segundo informe que tiene usted ahí?

Thackeray examinó la hoja.

– Belloti, el que baila sobre barriles, sargento. El 17 de septiembre en el Metropolitan, en la calle Edgware. Termina su número con una especie de baile de marineros sobre tres barriles. En cuanto puso el pie en el del centro, cayó de bruces, se rompió el brazo y se le prendió fuego en el cabello al golpearse contra las candilejas. No es sorprendente, con el macasar que algunos de estos extranjeros utilizan. Creo que es inflamable. Bueno, la sorpresa fue que encontraron una línea del eje untada de grasa alrededor de uno de los toneles. En cuanto Belloti lo tocase con el pie, era seguro que se daba un trompazo.