Alguien corrió un taburete al centro del escenario y Plunkett se subió a él y dio una palmada.
– Gracias, caballeros. Si se acercan todos, no tendré que gritar. La mayoría de ustedes me conoce, pero para aquellos que sean nuevos en el Paragon, les diré que soy el empresario. Ustedes son responsables ante mí. El trabajo que tengo para ustedes no es abrumador, en el sentido físico, pero es trabajo de responsabilidad y ustedes han sido empleados porque tienen fama de ser trabajadores responsables. La paga, ya lo sabrán, es generosa, por no decir más. Se lo ganarán llevando a cabo sus órdenes con diligencia, en silencio y sin hacer preguntas. Las cosas que puedan ustedes ver y escuchar esta noche mientras trabajan no son para que se hagan preguntas o las comenten, esta noche o más tarde. Soy muy exigente en cuanto a la lealtad entre mi personal y hay formas de parar en seco la palabrería. ¿Me han entendido todos?
Asentimientos y gruñidos coordinados indicaban que se tomaban en serio a Plunkett.
– Muy bien. Trabajarán en equipos de tres y cuatro bajo la dirección de tramoyistas experimentados y ejecutarán sus órdenes incondicionalmente. Yo estaré entre el público, pero sus capataces, para utilizar un término que les es conocido, me darán un completo informe antes de que se les pague al final de la noche. Pueden ustedes dirigirse ahora hacia la sala de los comparsas, que está en el lado del escenario frente a la concha del apuntador, detrás mío. Allí encontrarán sus uniformes para esta noche. Tienen ustedes que vestirse de lacayos… ¡ah!, ya veo las miradas de consternación entre ustedes, imaginándose el desprecio de sus compañeros artesanos cuando sepan que han sido ustedes vistos con medias y peluca. Pero permítanme que les recuerde que lo que sucede en el Paragon no debe ser el tema de conversaciones de bodegón. El recuerdo de su excéntrica aparición, que puedo asegurarles será perfectamente aceptada por el público, les ayudará a controlar sus lenguas. Tienen pues diez minutos para escoger un juego de ropas que les vayan bien, después de lo cual volverán ustedes aquí para dividirse en grupos de trabajo y recibir sus instrucciones. ¡Dense prisa!
Lejos de eso, los reclutados parecían pasmados, pero alguien se movió hacia el lado opuesto a la concha del apuntador y el resto le siguió arrastrando los pies con desánimo y sin protestar. Plunkett se bajó del taburete y se fue por donde había venido.
– ¡Fantástico! -exclamó Cribb en voz baja-. El primer golpe de suerte que hemos tenido, Thackeray. Quítese la chaqueta y los pantalones.
¿Lo había oído bien?
– Mi…
– Dése prisa, hombre. Quíteselos y espéreme aquí.
– ¿Dónde va usted, sargento?
Pero Cribb ya iba trotando abiertamente por el escenario vacío, y había tal aire de urgencia en sus movimientos que contagió a Thackeray y se encontró a sí mismo empezando a llevar realmente a cabo la absurda orden. Colgó su chaqueta de un clavo apropiado, se desabrochó el chaleco y aflojó los cordones de los zapatos. Una vez ahí, el decoro requería un alto hasta que aproximadamente un minuto más tarde Cribb volvió con un juego de ropa en el brazo.
– Los pantalones también, agente; no puede usted aparecer como un lacayo con una chaqueta de satén y unos pantalones negros de tela cruzada. Va usted a reunirse con la brigada de tramoyistas. Póngase esto rápidamente. Primero las medias.
¡Cielo santo! ¿El Yard con medias blancas de seda? ¿Se había trastornado Cribb finalmente?
– Sargento, realmente, yo no creo que esto sea conveniente para nuestra posición como oficiales. Usted como sargento…
– Está bien, Thackeray. Sólo es usted el que se va a disfrazar. Por supuesto que estaré entre el público vigilando la evolución. Pruébese los calzones ahora. Son los más grandes que pude encontrar. Tendrá usted que ajustar las hebillas a sus pantorrillas. No tenemos mucho tiempo, así que escuche atentamente. No hay nadie que pueda reconocerle, pero lleve puesta la peluca todo el tiempo, y, si sube usted al escenario, intente no mostrar su cara al público.
– ¿Lo haría usted, vestido así? -preguntó Thackeray amargamente, de pie con sus pantalones de satén amarillo-. No puedo hacerlo, sargento.
– Tonterías. No va a ser usted distinto de los demás. Cogí estas ropas de la habitación en la que se están cambiando. Me tomaron por uno de la plantilla. Están equipados de amarillo como usted, y tan sensibilizados como usted por tener que parecer lacayos. ¿No lo ve, Thackeray? Usted estará perfectamente situado para observar lo que sucede. Esta noche puede solucionar este caso para nosotros. Estamos a punto de conseguir respuestas. Ahora póngase la chaqueta y la peluca. Sus compañeros llegarán pronto y yo debo haberme ido. ¡Espléndido! Eso le cae mejor que los pantalones. Ponga su esmoquin en aquella esquina. Cuando ellos se reúnan, usted simplemente se les une como si fuese uno de los reclutados. Haga lo que le ordenen, como los demás, pase lo que pase. Y, Thackeray…
– ¿Qué sargento?
– Me siento obligado a advertirle de que esta noche podrían suceder cosas extrañas.
Thackeray ajustó su peluca y miró fijamente sus pantorrillas de seda y sus zapatos con hebillas de plata. Cribb había bajado las escaleras de la cantina antes de que pudiese responder.
10
No hubo dificultades para la entrada de Thackeray en las filas de los tramoyistas.
– Es usted un tipo robusto -dijo el encargado-. Puede usted unirse al contingente pesado.
Tampoco hubo problema para identificar quiénes eran el contingente pesado: tres corpulentas figuras, algo separadas de los demás, de pie como los osos hambrientos de bollos en Mappin Terrace. Se les unió.
– Es dinero fácil -le confió uno, cuando los equipos se iban dirigiendo a sus obligaciones-. Sólo algunos cambios de escenas y algunos levantamientos, eso es todo. Sólo hay una cosa pesada, y es la escena de la transformación. Nunca nos sale bien, pero ¿qué esperan, si le piden a cuatro hombres que muevan media docena de decorados en el escenario y que sigan balanceando en el aire esa maldita cestilla al mismo tiempo?
– ¿La cestilla? -repitió Thackeray.
Su informante levantó los ojos. Por encima de ellos, en las cuerdas, suspendida por dos aparejos de poleas, y atada al telar, había una gran canasta.
– Esto es una sala manual, sin contrapeso; así pues, está todo controlado por nosotros. Hay un par de tipos ahí arriba en la galería de trabajo con las cuerdas, pero todo el trabajo muscular se hace desde aquí abajo. ¡Harry!
Una voz respondió desde la galería de trabajo, por encima de sus cabezas.
– Afloja tus cuerdas, ¿quieres, Harry?, y bajaremos la cestilla.
Se fue hacia un torno que había en los bastidores y empezó a girar la manivela vigorosamente. El cesto descendió lentamente, para posarse en las tablas.
– ¡Ahora lo veo! -dijo Thackeray-. ¡Una cestilla de globo!
– Así es, compañero. No parece mucho visto desde aquí, desde luego, pero cuando están dadas las luces y el viejo telón de escena brilla, te puedes sentar allí delante en la sala y creer que estás viendo a los aeronautas volando por encima de los jardines del Crystal Palace. ¡Ya lo tenemos aquí! Bajado y listo para que suba su señoría.
– ¿Se sube una señora ahí?
– De un momento a otro, amigo. Entonces nuestro trabajo es subirla otra vez con el torno y se está allí en las cuerdas del foro hasta que la bajamos para la escena de la transformación. Cuando veas a la que tenemos que subir esta noche entenderás por qué le dijimos al señor Plunkett que no queríamos lastre a los lados de la cestilla. «El realismo requiere sacos de arena», dijo. «Puede usted tener su lastre -le dijimos- o puede usted tener a la señora, pero las cuerdas no lo soportarán todo y no tendrá nada.» Eso es realismo, ¿no?