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Thackeray fue detrás de Cribb, consciente de que la inspección no era el principal propósito de la visita. El sargento se paró brevemente tres veces, interrogando a los hombres a quienes conocía lo bastante como para nombrarlos. Satisfecho, completó la formalidad y le dio las gracias al señor Blade, añadiendo en voz baja:

– Hay que vigilar al cliente pelirrojo de la última fila. ¿Cómo dice que se llama?

– ¿El alto? Ése es Percy Crichton-Jones. Llegó esta mañana.

– ¿Se llama así ahora? Apostaría una guinea contra un chelín a que es Albert Figg, y si lo es, empleará el truco de las tres cartas antes de que se apague la luz esta noche. No hay un tipo más elegante en Londres. ¿Llegó alguien más esta semana?

El señor Blade examinó su pelotón con voz de revista:

– Esos dos de la primera fila, que vengan juntos: el carterista y su reclamo. El cuarto de la segunda fila es el asesino de Bethnal Green. El que mueve la cabeza… ¡quieto ahí…! es un condenado mago. Tenemos que vigilarle muy bien en el patio por si el maricón vuela por encima del muro.

– ¿Un mago?, ¿cómo se llama?, ¿Woolston?

– Creo que sí, sargento, aunque su nombre artístico…

– Quiero hablar con él.

– ¿Sí? -El señor Blade, aunque no había necesidad, levantó la voz-. ¡Woolston! ¡Dos pasos adelante, marche!

– En privado -dijo Cribb.

– Tendrán una celda para ustedes solos, sargento. ¡Woolston! Venga aquí en seguida y sígame. Y si alguien mueve un solo músculo…

Cribb siguió educadamente detrás de Woolston, y Thackeray detrás de Cribb, dejando a los guardianes Rose y Whittle frente a las filas. El cuarteto siguió a lo largo de la sala hasta un pasillo estrecho flanqueado por las puertas abiertas de una docena de celdas pequeñas.

– Ésta -indicó el señor Blade-, Siéntese aquí sargento. Iré a por otra silla para su compañero.

Cuando Thackeray se hubo sentado, el carcelero dirigió a Woolston una mirada amenazadora y añadió:

– Les dejaré con él, caballeros. Si diese algún problema, estaré cerca.

La potencial fuente de problemas estaba de pie delante de ellos vestido con frac y una corbata que una vez fue blanca, con una expresión de pacífica perplejidad en su rostro. Un hombre pequeño en todos los sentidos: era imposible imaginárselo haciendo milagros en el Royal, a pesar de su traje de ilusionista. Posiblemente la magia de la luz de calcio podría transformarle, pero con la violenta iluminación de una celda encalada aparecía pálido, con las mejillas aplastadas y tan misterioso como pueda serlo un suelo de asfalto.

– Levántese, Thackeray -ordenó Cribb-. El señor Woolston necesita la silla más que usted.

El prisionero dio las gracias a Thackeray con voz débil y se sentó frente a Cribb al otro lado de una pequeña mesa de bisagra sostenida, a la manera de un puente levadizo, por dos cadenas sujetas a la pared. La impedimenta de la vida carcelaria: la Biblia, el libro de oraciones y el libro de himnos, lámpara de gas, palangana, jarra, cuenco de hojalata y cuchara de madera, estaba colocada en los estantes a su alrededor. Con alguna dificultad, Thackeray consiguió una cómoda postura de pie, al final de la celda.

– ¡Tenga cuidado con el codo! -le advirtió Cribb-, si se desarregla la ropa de la cama, el señor Woolston tendrá que tomarse el trabajo de volverla a doblar.

Thackeray retiró bruscamente su brazo de un montón en el que estaban doblados el colchón, la estera y unas mantas. Las camas de las celdas en Newgate eran como hamacas suspendidas entre las anillas sujetas a las paredes. Los guardianes se preocupaban mucho de que las camas fuesen descolgadas cada mañana y dobladas de la única forma aceptable: cuadrada como los sellos de correos y con las correas y los ganchos dispuestos «al estilo de Newgate». Esta y otras indicaciones prácticas sobre la vida en la prisión estaban explicadas detrás de la puerta, en el Código de Disciplina del Oficial de Justicia.

– ¿Duerme usted aquí? -preguntó Cribb sin demasiado interés.

Desde luego, no se puede empezar una conversación con un prisionero hablándole del tiempo.

– No, en la sala. Pasé aquí la primera noche, pero cogí frío. Se está más caliente allí con los demás.

– Aquí en el Código pone que puede usted regular la temperatura de su celda.

– Sí -dijo Woolston-, Con el ventilador que está a su izquierda. Se consiguen tres tipos de temperatura: frío, muy frío y ¿quién se anima a patinar?

La jerga del music hall, sin alegría y sin expresión motivó en Cribb una oportuna sonrisa. Hubo un momentáneo parpadeo de agradecimiento en los ojos de Woolston.

– Ahora escúcheme -dijo Cribb una vez finalizadas las formalidades-. Soy un detective, aunque eso no debe preocuparle.

Woolston sacudió la cabeza.

– No sirve. Les he dado todo el dinero que traje a los carceleros.

– ¡Maldita sea, hombre!, no le estoy pidiendo que me soborne -exclamó Cribb-, Quiero que me diga usted lo que le trajo aquí.

– Una furgoneta de la policía.

Había respondido cruelmente de entrada y la conversación se estaba convirtiendo rápidamente en un doble acto.

– Muy bien -dijo Cribb-, Empecemos de nuevo. No creo que sea usted un pájaro de penitenciaría.

Woolston volvió sus ojos a la pared, como una vaca sin interés por las atenciones de su ordeñador.

– ¡Ponga las manos sobre la mesa! -le ordenó Cribb-, El prisionero obedeció, condicionado a responder cuando se le dirigían en aquel tono. Thackeray se quedó perplejo.

– Bonitas manos -continuó Cribb, manteniendo su genio bajo control-. Me atrevería a decir que hay pocos milagros que no pueda hacer usted manejándolas. ¿Cómo se llaman? Juegos de manos, ¿no? Me pregunto qué clase de juegos de manos hará usted en Wandsworth si le condenan. Se podría ver qué es capaz de hacer con una manivela, desde luego. La mayoría de los hombres consiguen unas cinco mil revoluciones por día, antes de que las ampollas les hagan reducir el ritmo. Después, les toca recoger estopa, para variar. ¡He ahí una ocupación para un hombre con dedos flexibles! Las ampollas que se le hagan en la sala de bombeo se curarán muy bien. Lo que se estropea en la barraca de la estopa son las uñas y las puntas de los dedos. Recuerdo un violinista que tocaba maravillosamente… recordaba a Paganini…

– ¿Qué quiere usted saber, por el amor de Dios? -saltó Woolston.

Cribb cambió de rumbo al momento.

– ¿Qué pasó con su truco en el Royal?

– Un puro y simple fallo mecánico -admitió Woolston-, ¿Lo ha visto usted alguna vez? Es una idea muy simple.

Como si se hubiera prendido una chispa, la vitalidad de Woolston se iba encendiendo según hablaba. Sus rasgos se animaron y su voz se volvió cálida y expresiva.

– La mujer de la caja, ya sabe. Se enseña a la audiencia una caja grande y vacía que se aguanta de pie, luego se invita a la bella ayudante a que se ponga de pie dentro de ella. En la caja hay aberturas arriba y abajo para su cuello y sus pies, de manera que los espectadores puedan estudiar sus reacciones. Se cierra la caja y se les enseña media docena de espadas afiladas o más. Sólo con verlas ya se estremecen. Después se hunden vigorosamente a través de una serie de pequeños agujeros que hay en la tapa de la caja. Parece imposible que no se haya hecho daño a la ayudante porque una espada parece haber penetrado por su pecho, otra por su cintura, otra por la parte superior de sus piernas y así sucesivamente. Pero ella ni chilla ni da muestras de dolor alguno. Entonces se sacan las espadas y se abre la caja y ella sale tan exquisita como cuando entró. -Casi hizo una reverencia en la celda.

– Creo que ya lo he visto, sargento -dijo Thackeray.

– Seguramente, mi querido amigo -dijo Woolston, casi efusivo en su locuacidad-. No es original. Se lo he visto hacer al famoso Doctor Lynn y a John Nevil Maskelyne, pero ellos no utilizan mi método. Y, desde luego, hay decenas de actores de provincias que utilizan espadas de goma o chicas contorsionistas.