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– ¿De veras? -preguntó Cribb-. ¿Cuál es su método entonces? Tendrá que explicárselo al tribunal, así que también nos lo podría explicar a nosotros.

Woolston dudaba. A un ilusionista le gusta guardar para sí sus trucos, pero la lógica de Cribb era irresistible. Y tampoco se podía resistir a la invitación de exponer su genio.

– Bien, caballeros. El truco se hace de la siguiente manera: ustedes entienden que el público ve el rostro y los pies de mi ayudante y se imagina así que ésta ocupa la parte central de la caja, y también que su cuerpo está de frente y expuesto por tanto a las espadas que clavo por la parte delantera.

– Eso pensaría yo.

El prestidigitador se inclinó hacia adelante confidencialmente.

– Suponga ahora, sargento, que lo que usted piensa que son los pies de mi ayudante que sobresalen de la caja son solamente sus botas vacías. Ella ha sacado los pies de las botas, que son varios números mayores a propósito, y ahora puede mover su cuerpo libremente dentro de la caja. Sólo se trata de girar a la izquierda sin mover la cabeza, de forma que el cuerpo está de perfil, como si dijéramos, mientras la cabeza permanece de cara al público.

– ¡Ingenioso! -exclamó Cribb.

– Sin embargo, el truco no consiste solamente en eso, -sonrió Woolston-. Si aparta usted, por favor, los codos de la mesa… -Cribb obedeció, medio acordándose de la promesa de ayuda del señor Blade, en caso de dificultades-. Ahora se lo demostraré, caballeros. Ven ustedes que esta mesa no es más que una tabla fijada a la pared con unas bisagras. Cuando está bajada, como ahora, forma una especie de repisa que soportan las dos cadenas, pero cuando la subo… así… se queda casi plana contra la pared. Incorporé esta idea tan simple a mi caja. Una vez fuera de las botas, mi ayudante soltaba una tabla secreta que había a su derecha. Giraba el cuerpo, pero no la cabeza, y se sentaba en el pequeño anaquel que quedaba. Ya comprenderán ustedes que cómodo no era, pero la sostenía para poder alzar su cuerpo por encima de los puntos por los que penetraban las espadas. Cuando el número se terminaba y sacaba las espadas, era muy sencillo volver a colocar la tabla y deslizar los pies dentro de las botas. Entonces yo abría la caja y mostraba a la chica sana y salva. -Se enderezó la corbata de lazo.

– ¡Maravilloso! -exclamó Thackeray.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó Cribb.

Woolston sacudió la cabeza.

– La tabla se rompió en cuanto Lettice apoyó su peso en ella. La primera espada, por fortuna, no alcanzó su cuerpo, pero la segunda fue directa a la parte gruesa de su pierna, ya me comprende…

– ¿Y ella no le avisó?

– Quizás lo intentó, sargento, pero es un momento de la actuación en el que ella se muestra alarmada mientras clavo las espadas. Si gritó, pude no haberla oído con el redoble del tambor que acompaña al clímax del truco. Claro está que me di cuenta de lo que ocurría cuando la segunda espada encontró resistencia dentro de la caja.

– Ya me lo imagino. ¿Y luego qué sucedió?

– Una confusión, sargento, una deplorable confusión. Corrieron la cortina y luego la descorrieron inmediatamente. Un policía subió al escenario y, de pronto, apareció un médico. Nadie se atrevía a abrir la caja por miedo a agravar la herida de Lettice. En mi angustia, no me di cuenta de que a todo el mundo menos a mí le parecía que la espada le había penetrado por el estómago. Pusimos la caja en posición horizontal y no se puede usted imaginar los gritos de los espectadores cuando una de las botas se soltó y cayó al escenario. Cómo se imaginaron que le había cortado la pierna, eso es algo que no puedo entender. Afortunadamente, alguien tuvo el buen juicio de bajar el telón y en seguida un cómico les hizo cantar canciones patrióticas mientras un carpintero aserraba la caja en la parte posterior del escenario. Se vio que Lettice tenía pinchada la pierna, y el doctor sacó la espada y se la llevó en un cupé al hospital de Charing Cross.

– ¿Y entonces le arrestaron?

– ¡Sí! -dijo Woolston con indignación-. En su estado, la desgraciada me guardaba rencor y me acusó varias veces de haber preparado deliberadamente la agresión. ¡Es totalmente absurdo! Pensaba que nadie lo creería. Esa muchacha no estaba en sus cabales.

– ¿Hacía mucho que la conocía?

– Dieciocho meses -que es mucho para el teatro, sargento.

– ¿Se habían peleado ustedes recientemente?

– ¿Peleado? Bueno, casi peleado. Aquella noche habíamos tenido unas palabras, se podría decir.

– ¿Sobre qué?

– Sobre su tipo, sargento. Le dije que estaba engordando demasiado, y así era, ¡maldita sea! Bombones y pan de jengibre, ¿sabe? No tiene sentido engordarse cuando uno tiene que estar en una caja intentando evitar ser traspasado por media docena de espadas.

– ¿Le molestó lo que le dijo sobre su figura?

– Sin entrar en detalles, le diré que sí. Pero, no obstante, yo tenía razón, ¿o no? Parece ser que estaba condenadamente gorda para la tabla secreta. Pero es raro. Yo hubiese creído que podría aguantar mucho más peso. Regularmente compruebo las bisagras y los soportes.

– ¿Lo hizo aquella noche?

– Aquella noche no, sargento.

– Ya. ¿Cuánta gente conocía el secreto de su truco?

– Muy poca -dijo Woolston-. El carpintero que me lo hizo, uno o dos tramoyistas… y Lettice.

– ¿Y la chica anterior a ella?

– ¡Ah, sí!, Hetty. Y Patty antes que ella, ahora que usted lo dice.

Cribb suspiró.

– ¿Examinó usted la tabla después del accidente?

– En la confusión, no.

– ¡Lástima!

– No la podrá encontrar ahora, sargento. Ningún transpunte guarda madera inútil detrás del escenario. Todo el montaje debe de estar, a estas horas, convertido en leña para el fuego.

– Las pruebas no deberían ser destruidas -comentó Cribb-. Probablemente estará a salvo. ¿De qué se le acusó?

– De asalto. ¿No lo sabía? Pero se me dijo que se me imputarían otros cargos. ¡La condenada no está en peligro alguno!, ¿no? -añadió en un impulso.

– Creo que no -dijo Cribb. Estudió el rostro de Woolston.

– Usted no le habría querido hacer daño, ¿verdad?

El mago lo pensó.

– No en aquel momento ni en aquellas circunstancias.

Cribb arqueó una ceja.

– ¿Quizás en otras circunstancias?

Woolston calló por un momento, desconfiando de una trampa.

– Escúcheme, sargento. Soy un ilusionista profesional, conocido en todos los teatros de variedades de Londres, y esa chica era una ayudante de primera, bien proporcionada, una maravillosa expresión doliente y unas piernas que no le importaba enseñar. Pero a una chica hay que entrenarla, y el entrenamiento es una cuestión de disciplina, como cualquier forma de instrucción. Si no hubiese sido por mí, ella seguiría de comparsa en el Alhambra cobrando diez chelines por semana y aceptando bebidas de los soldados entre baile y baile.

– Ella estaba en el ballet, ¿verdad?

– Hasta que yo la saqué de allí, sí. Tiene mucho que agradecerme. No escatimé horas para enseñarle a moverse dentro de aquella caja. ¡Horas, caballeros! -Miró con detenimiento a los que le escuchaban para ver algún indicio de simpatía. Cribb permanecía inexpresivo y Thackeray simplemente consideraba que el meter a jóvenes en cajas no era trabajo alguno-. Al final -prosiguió Woolston sin alterarse- conocía los movimientos mejor que ningún paso de baile de los que había dado en su vida.

– Es una lástima que engordara -comentó Cribb, llevando la conversación al terreno que le interesaba.

– Pues sí. ¡Cabeza de chorlito!

– Y eso, ¿no pondría tan fuera de sí a un hombre de su dedicación que quisiera darle una buena lección?

– Sí, por Júpiter -exclamó Woolston entusiasmado-. Un rapapolvo no sirve de nada. -Después, sobreponiéndose, prosiguió-: Aunque no haría nada en el escenario. No pensará usted que yo arruinaría el número por una cerdita tonta que no puede mantener sus manos fuera de una caja de bombones.