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Peter Tremayne

Absolución Por Asesinato

Nº 1 Serie Sor Fidelma

A Dorothea

NOTA HISTÓRICA

El presente relato transcurre en el año 664, durante el famoso sínodo de Whitby. Algunas costumbres de este período de la edad oscura pueden sorprender a muchos lectores. En particular, merece la pena señalar que, tanto en la Iglesia romana como en la que ha sido conocida como la Iglesia celta, el celibato entre los religiosos distaba mucho de ser universal. Ambos sexos convivían en abadías y fundaciones monásticas que recibían el nombre de conhospitae, o casas dobles, donde hombres y mujeres criaban a sus hijos en el servicio de Cristo. El monasterio de santa Hilda de Whitby, conocido en la época como Streoneshalh, era una de esas casas dobles. Incluso a los sacerdotes y obispos les estaba permitido contraer matrimonio, y no eran pocos los que lo hacían. El concepto de celibato, que originalmente estaba reservado a los ascetas, era visto con buenos ojos por Pablo de Tarso y muchos otros antiguos dirigentes de la Iglesia, y de hecho se estaba extendiendo en esa época. Sin embargo, no fue hasta el papado reformador de León IX (1048-1054) cuando se llevó a cabo un intento serio de obligar al clero occidental a aceptar dicho voto.

Capítulo I

No existe bestia más cruel que los cristianos en su trato con el prójimo.

Amiano Marcelino (330-395, aprox.)

Aquel hombre no llevaba muerto mucho tiempo: la sangre y la saliva que rodeaban sus labios crispados ni siquiera habían llegado a secarse. El cuerpo oscilaba de un lado a otro en la tenue brisa, suspendido al final de una firme soga de cáñamo atada a la rama de un roble enano. El horrible ángulo en que se doblaba su cabeza indicaba el lugar por donde se había roto el cuello. Sus ropas estaban desgarradas, y si había calzado sandalias, sin duda le habían sido arrebatadas por ladrones, pues en el cuerpo no había rastro alguno de tal prenda. Las manos retorcidas, manchadas de sangre aún húmeda, hacían evidente que no había muerto sin oponer resistencia.

Sin embargo, no fue la visión de un hombre ahorcado en el árbol de aquella encrucijada lo que hizo que el pequeño grupo de viajeros se detuviera. Ya estaban más que habituados a presenciar ejecuciones rituales y castigos en su viaje al reino de Northumbria a través de la tierra de Rheged. Los anglos y sajones que allí moraban parecían regirse por un código de severos castigos reservados a los que infringían sus leyes, que iban desde todo un compendio de mutilaciones hasta la ejecución por los medios más dolorosos jamás ideados, de los cuales el más frecuente, a la par que el más humano, era el ahorcamiento. La visión de otro desdichado colgado de un árbol ya no les causaba perturbación alguna: lo que había hecho que el grupo frenase el conjunto de caballos y mulas que les servían de montura era otra cosa.

El grupo de viajeros estaba formado por cuatro hombres y dos mujeres. Todos ellos vestían la túnica de lana sin teñir propia de los religiosos, y los hombres llevaban afeitada parte de la cabeza en una tonsura que los identificaba como hermanos de la Iglesia de Columba, que tenía su sede en la isla sagrada de Iona. Casi al mismo tiempo que se detuvieron para observar el cuerpo del hombre que pendía víctima de aquella horrible muerte de ojos desorbitados, la lengua de éste empezó a ennegrecerse y asomó entre los labios en lo que debió de ser uno de los últimos resuellos frenéticos en busca de aire. La aprensión tiñó de un tono lúgubre la cara de cada uno de los miembros del grupo cuando examinaron el cuerpo.

No era difícil discernir el porqué: la cabeza del cadáver también lucía la tonsura de Columba.

Lo que quedaba de sus vestiduras daba fe de que se trataba del hábito de un religioso, aunque no había indicio alguno del crucifijo, del cinturón de piel o de la taleguilla que habría llevado un peregrinus pro Christo.

El que iba a la cabeza de los viajeros había acercado su mula para observarlo con un gesto de terror en su blanco rostro. Otro miembro del grupo, una de las dos mujeres, condujo su montura algo más cerca y dirigió al cadáver una mirada firme. Cabalgaba sobre un caballo, lo que quería decir que no era una religiosa corriente, sino una mujer de posición. Sus rasgos pálidos no reflejaban ningún asomo de miedo, simplemente una mezcla de repulsión y curiosidad. Se trataba de una mujer joven, alta pero bien proporcionada, un hecho que apenas ocultaba su vestimenta oscura. Por debajo de la toca asomaba algún que otro mechón de su cabellera pelirroja. Los rasgos de su blanco rostro no carecían de atractivo; sus ojos eran brillantes, y no era fácil discernir si eran azules o verdes, pues tendían a cambiar de color con facilidad según su estado emotivo.

– Alejaos, sor Fidelma -murmuró agitado su compañero-. Ésta no es una visión digna de vuestros ojos.

La mujer a la que se había referido como sor Fidelma hizo una mueca de disgusto ante el tono preocupado de esta afirmación.

– ¿Y de quién es digna, hermano Taran? -repuso. Entonces, acercando su caballo aún más al cadáver, observó-: Nuestro hermano no lleva muerto mucho tiempo. ¿Quién puede haber hecho algo tan horrible? ¿Eh, Robbers?

El hermano Taran meneó la cabeza.

– Estamos en un país extraño, hermana. Ésta es sólo mi segunda misión aquí. Han pasado ya treinta años desde que empezamos a traer la palabra de Cristo a esta tierra olvidada de Dios, pero todavía quedan muchos paganos que profesan poco respeto a nuestro hábito. Deberíamos marcharnos lo antes posible: quienquiera que haya hecho esto debe de andar por los alrededores. La abadía de Streoneshalh no puede estar muy lejos, y tenemos la intención de llegar antes de que el sol se esconda tras aquellas colinas. -Se estremeció ligeramente.

La joven seguía con el ceño fruncido, mostrando su irritación.

– ¿Seríais capaz de continuar vuestro camino y dejar a nuestro hermano de esta guisa, insepulto y sin haber recibido una bendición? -Su voz era aguda y denotaba enfado.

El hermano Taran se encogió de hombros. Estaba asustado, y eso le confería un aspecto algo ridículo. Ella se volvió hacia sus compañeros.

– Necesito un cuchillo para bajar a nuestro hermano -les dijo-. Debemos rezar por su alma y hacer que reciba cristiana sepultura.

Los otros cruzaron miradas incómodas.

– Quizás el hermano Taran tiene razón -repuso la otra compañera en tono de disculpa. Era una muchacha larguirucha, y se hallaba sentada de manera torpe en su montura-. A fin de cuentas, él conoce este país… Igual que yo. No en vano viví aquí varios años como prisionera cuando me hicieron rehén en la tierra de los cruthin. Será mejor que apretemos el paso en busca del refugio que nos ofrece la abadía de Streoneshalh. Una vez allí, informaremos a la abadesa de esta atrocidad. Sin duda ella sabrá cómo ha de actuar al respecto.

Sor Fidelma frunció los labios y suspiró contrariada.

– Al menos podríamos satisfacer las necesidades espirituales de nuestro difunto hermano, hermana Gwid -replicó tajante. Tras un momento de silencio volvió a preguntar-: ¿Ninguno de vosotros tiene un cuchillo?

Uno de sus compañeros, reticente, se acercó a ella y le tendió una pequeña daga.

Fidelma la tomó, desmontó y se dirigió a la rama donde se encontraba atado el dogal, una de las más bajas del árbol. Había levantado el cuchillo con la intención de cortarlo cuando oyó un grito estridente que le hizo volverse en la dirección de donde procedía.

Del bosque que se hallaba al otro lado de la carretera habían emergido media docena de hombres a pie. Estaban encabezados por uno a caballo, fornido, con el cabello largo y despeinado, cuyos rizos asomaban bajo un casco de bronce pulido y convergían hacia una gran barba negra y espesa. Cubría su torso con un peto bruñido y se comportaba de manera autoritaria. Sus compañeros, arracimados a su espalda, blandían todo tipo de armas, sobre todo estacas y arcos cargados con flechas, aunque no habían llegado a tensarlos.