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La hermana Fidelma ignoraba qué era lo que estaba gritando aquel hombre, pero no le cabía ninguna duda de que se trataba de una orden, y no era necesario adivinar mucho para saber que lo que pretendía era que ella desistiese de su propósito.

Miró al hermano Taran, que a todas luces estaba asustado:

– ¿Quién es esa gente?

– Son sajones, hermana.

Fidelma hizo un gesto de impaciencia:

– Eso lo puedo deducir por mí misma; pero mi conocimiento de su lengua es imperfecto. Debéis hablar con ellos y preguntarles quiénes son y qué saben de este asesinato.

El hermano Taran volvió grupas y llamó al cabecilla con aire contrariado. El hombre fornido del casco sonrió y lanzó un escupitajo antes de dejar escapar una retahíla de sonidos.

– Dice que se llama Wulfric de Frihop, jefe de clan al servicio de Alhfrith de Deira, y que éste es su territorio. Su casa se encuentra tras aquellos árboles. -La voz del hermano Taran reflejaba su nerviosismo, y la preocupación le hacía traducir de forma entrecortada.

– Preguntadle qué significa esto. -Sor Fidelma, por el contrario, hablaba en un tono frío e imperativo al tiempo que señalaba con un gesto el cuerpo del ahorcado.

El guerrero sajón hizo avanzar a su caballo para examinar más de cerca al hermano Taran con aire serio. Entonces su rostro barbudo se abrió en una sonrisa maligna. Sus ojos, muy juntos, y su mirada furtiva recordaron a sor Fidelma a los de un zorro astuto. Él meneó la cabeza, divertido por el tono inseguro de Taran, y contestó tras escupir de nuevo en el suelo con vehemencia.

– Eso quiere decir que el hermano ha sido ejecutado -tradujo Taran.

– ¿Ejecutado? -Fidelma frunció el entrecejo-. ¿En nombre de qué ley se atreve este hombre a ejecutar a un monje de Iona?

– El monje no era de Iona -fue su respuesta-; era un northumbrio del monasterio de las islas Farne.

La hermana Fidelma se mordió el labio. Sabía que el obispo de Northumbria, Colmán, era también abad de Lindisfarne, y que el monasterio era el centro de la Iglesia de ese reino.

– ¿Y su nombre? ¿Cuál era el nombre de este hermano?, ¿y qué crimen ha cometido?

Wulfric se encogió de hombros de manera elocuente:

– Quizá su madre… y también su dios, supiesen su nombre. Yo lo desconozco.

– ¿En virtud de qué ley ha sido ejecutado? -insistió, haciendo un esfuerzo por contener su ira.

El guerrero, Wulfric, se había movido de manera que su montura estuviese cerca de la joven religiosa, y se inclinó hacia delante en su silla. Ella arrugó la nariz al oler su aliento fétido y observó cómo sus dientes ennegrecidos le sonreían. Sin duda estaba impresionado por el hecho de que, joven y mujer como era, no diese muestras de tener miedo de él ni de sus compañeros. Sus ojos negros parecían cavilar al tiempo que, con las dos manos posadas en el arzón de su silla, dedicaba una sonrisa desdeñosa al cuerpo que se balanceaba.

– De la ley que dice que un hombre que insulta a sus mejores ha de pagar un precio.

– ¿Que insulta a sus mejores?

Wulfric asintió con un gesto.

– Este monje -siguió traduciendo Taran con evidente nerviosismo- llegó al pueblo de Wulfric a mediodía e hizo un alto en su viaje en busca de descanso y hospitalidad. Como sea que Wulfric es un buen cristiano -cabía preguntarse si este iinciso era obra del mismo Wulfric o se trataba simplemente de un añadido del intérprete-, le ofreció alimento y un lugar donde descansar. Y fue durante la comida, en el momento en que el hidromiel corría en la sala reservada para los banquetes, cuando estalló la discusión.

– ¿Una discusión?

– Parece ser que Alhfrith, el rey de Wulfric…

– ¿Alhfrith? -interrumpió Fidelma-. Creía que el rey de Northumbria era Oswio.

– Alhfrith, hijo de Oswio, es reyezuelo de Deira, la provincia meridional de Northumbria en la que nos hallamos.

Fidelma hizo un gesto a Taran para que retomara la traducción.

– El tal Alhfrith se ha acogido a la doctrina de Roma y ha expulsado a un buen número de monjes del monasterio de Ripon por no seguir las enseñanzas y la liturgia romanas. Al parecer, uno de los hombres de Wulfric entabló una discusión con este monje acerca de los méritos de la liturgia de Columba frente a las enseñanzas de Roma. La discusión se tornó en pelea, y la pelea, en cólera. El monje dijo algunas palabras acaloradas que se consideraron insultantes.

La hermana Fidelma dirigió una mirada incrédula al jefe del clan.

– ¿Y por esa razón fue ejecutado este hombre? ¿Por unas simples palabras?

Wulfric, que había estado acariciándose la barba con aire impasible, sonrió y volvió a asentir con la cabeza cuando Taran le transmitió la pregunta.

– Este hombre ha insultado al señor del clan de Frihop. Por eso ha sido ejecutado. Un hombre corriente no debe insultar a otro de noble cuna. La ley lo dice. Y la ley también dicta que este hombre debe permanecer aquí colgado durante todo un ciclo lunar a partir del día de hoy.

La rabia invadió de forma clara el rostro de la joven monja. Aunque no sabía gran cosa de la ley sajona, le parecía descaradamente injusta. Con todo, era lo suficientemente lista como para ser consciente de hasta qué punto debía mostrar su indignación. Tras darse la vuelta, montó de nuevo sin dificultad sobre su caballo y miró al guerrero.

– Sabed, Wulfric, que me hallo de camino a Streoneshalh, donde me reuniré con Oswio, rey de esta tierra de Northumbria; y entonces le informaré de cómo habéis tratado a este siervo de Dios, que se encuentra bajo su protección como rey cristiano de este país.

Si la intención de estas palabras había sido la de infundir algún temor en el alma de Wulfric, no lo lograron en absoluto. Éste se limitó a echar hacia atrás la cabeza y soltar una carcajada según eran traducidas.

Los ojos atentos de sor Fidelma no habían dejado de vigilar no sólo a Wulfric, sino también a sus compañeros, que habían presenciado la conversación acariciando sus arcos, dirigiendo ocasionales miradas a su jefe como si pretendieran anticiparse a sus órdenes. Sintió que había llegado la hora de mostrarse prudente. Entonces espoleó a su caballo, seguida por el hermano Taran, ostensiblemente aliviado, y el resto de sus compañeros. Moderó a propósito el paso de su montura: la prisa no haría más que revelar miedo, que era lo último que debía mostrar ante un pendenciero como era sin duda Wulfric.

Para su sorpresa, nadie hizo ademán alguno de detenerla. Wulfric y sus hombres se limitaron a observarlos mientras se alejaban, dejando escapar alguna que otra risa. Momentos después, cuando habían puesto la suficiente distancia entre ellos y la banda de Wulfric, que se había quedado en la encrucijada, Fidelma volvió la cabeza en dirección a Taran:

– No hay duda de que éste es un país pagano muy extraño. Creía que era Oswio quien gobernaba Northumbria de manera pacífica y satisfactoria.

Fue la hermana Gwid la que respondió a Fidelma. Al igual que el hermano Taran, era oriunda de la tierra de los cruthin septentrionales, conocidos por muchos con el nombre de pictos. Conocía las costumbres y la lengua de Northumbria, pues había vivido durante años dentro de sus fronteras como cautiva.

– Aún os quedan muchas cosas que aprender de este lugar salvaje, hermana Fidelma -empezó a decir.

Sin embargo, la condescendencia que impregnaba su voz desapareció cuando sus ojos toparon con la vehemente mirada de Fidelma:

– Ponedme al corriente, pues.

– Bien -repuso Gwid con aire algo más contrito-. Northumbria fue colonizada, tiempo atrás, por los anglos. Éstos no son diferentes de los sajones que habitan el sur de esta tierra; es decir, que su lengua era la misma y adoraban a las mismas deidades extravagantes hasta que nuestros misioneros comenzaron a predicar la palabra del Dios verdadero. En este lugar se establecieron dos reinos: Bernicia, al norte, y Deira, al sur. Hace sesenta años, los dos reinos se unieron en uno, del que hoy es rey Oswio. Sin embargo, éste permite a su hijo, Alhfrith, que ejerza como reyezuelo de Deira, la provincia meridional. ¿No es así, hermano Taran?