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Este aprendizaje despertó en él la sed de conocimiento, y también le hizo descubrir las dotes que poseía para resolver acertijos. De esta manera, enigmas que para otros eran como una lengua desconocida representaban para él adivinanzas de fácil solución. Daba por sentado que dicha facultad estaba relacionada con el conocimiento oral del derecho sajón que había adquirido a través de su familia, que ocupaba la posición de gerefa hereditario. En ocasiones, aunque no con demasiada frecuencia, había lamentado haber renegado de Woden y Seaxnat, pues, de lo contrario, él también habría sido gerefa del jefe de Seaxmund's Ham.

Al igual que muchos otros monjes sajones, había seguido las enseñanzas de sus mentores irlandeses en lo referente a las costumbres litúrgicas de su Iglesia, el calendario de la celebración de la Semana Santa, tan relevante para la fe cristiana, e incluso el estilo de su tonsura, que anunciaba que habían dedicado sus vidas a Cristo de manera incuestionable. No fue hasta su regreso de Irlanda cuando Eadulf trabó conocimiento con los religiosos que seguían, a través del arzobispo de Canterbury, la autoridad de Roma. De esta manera, descubrió que las prácticas de la Iglesia romana no eran las de los irlandeses ni tampoco las de los británicos. No sólo se diferenciaban en la liturgia, sino también en el calendario de Semana Santa. Incluso su tonsura difería en gran medida de la de Roma.

Eadulf decidió resolver este misterio, y con esta intención emprendió una peregrinación a Roma, tras la cual pasó dos años estudiando con los maestros de la Ciudad Eterna. Cuando regresó al reino de Kent, lo hizo exhibiendo en su coronilla la corona spinea, la tonsura de Roma, y ansioso por ofrecer sus servicios a Deusdedit, dedicado a los principios de la doctrina romana.

Y por fin había llegado el momento en que los años de disputas entre el dogma de los monjes irlandeses y los romanos parecían tocar a su fin. Oswio, el poderoso rey de Northumbria, cuyo reino había sido convertido por los monjes irlandeses del monasterio de Columba, situado en la isla sagrada de Iona, había decidido convocar una gran asamblea en la abadía de Streoneshalh en la que abogados de ambas doctrinas discutirían sus creencias. Finalmente, el rey juzgaría los resultados para decidir, de una vez por todas, si su reino debía someterse a Roma o a los irlandeses. Y de todos era sabido que lo que hiciera Northumbria sería secundado por los demás reinos anglosajones, desde Anglia Oriental y Mercia hasta Wessex y Sussex.

Clérigos procedentes de los cuatro puntos cardinales estaban llegando a Witebia, y no tardarían en enclaustrarse en la sala del monasterio de Streoneshalh que dominaba el diminuto fondeadero. Eadulf lo observaba todo, sintiendo una gran emoción a medida que la nave se acercaba a los altos acantilados y el negro contorno de la impresionante abadía de Hilda de Streoneshalh se hacía más claro a sus ojos.

Capítulo III

La abadesa Hilda se hallaba de pie ante su ventana de Streoneshalh, mirando al pequeño embarcadero situado debajo de los acantilados, en la desembocadura del río. Era un hervidero de frenética actividad, donde diminutas figuras iban de un lado a otro, sin perder tiempo, entregadas por completo a las tareas de descarga de las diversas embarcaciones ancladas a su abrigo.

– Su señoría ilustrísima el arzobispo de Canterbury y su comitiva han desembarcado sin ningún contratiempo -observó con parsimonia-, y he recibido noticias de que mi primo el rey llegará mañana a mediodía. Lo que significa que podremos empezar nuestro debate por la tarde, tal como estaba previsto.

Tras ella, sentado frente a los rescoldos de la chimenea abierta en una de las paredes de su oscura cámara, se hallaba un hombre moreno con cara de halcón y expresión ligeramente autocrática.

Daba la impresión de ser una persona acostumbrada a dar órdenes y, además, a ser obedecida. Vestía el hábito de un abad y llevaba el crucifijo y el anillo de un obispo. Su tonsura, por la cual tenía afeitada la parte frontal de la cabeza hasta una línea que iba de oreja a oreja, hacía evidente a primera vista que era devoto de las costumbres de Iona más que de las de Roma.

– Eso está bien -repuso. Hablaba en sajón, lento y con acento marcado-. Es un buen augurio el que empecemos nuestras deliberaciones el primer día de un nuevo mes.

La abadesa apartó la vista de la ventana para dirigirle una sonrisa nerviosa.

– No ha habido nunca una reunión de tal relevancia, su ilustrísima, obispo Colmán -afirmó sin poder reprimir un tono de emoción.

La boca delgada de Colmán sonrió nerviosa con una mueca de desprecio.

– Supongo que os referís a Northumbria. Por lo que a mí respecta, puedo rememorar un gran número de sínodos y asambleas importantes. La de Druim Ceatt, por ejemplo, que fue presidida por nuestro piadoso Colmcille, fue una asamblea importante para nuestra fe en Irlanda.

La abadesa decidió ignorar el tono condescendiente del abad de Lindisfarne. Hacía ya tres años que Colmán había llegado de Iona para suceder a Finán en el cargo de obispo de Northumbria, aunque el carácter de los dos hombres no podía ser más diferente. El piadoso Finan, a pesar de que algunos lo considerasen un hombre irascible, era sincero y cortés, trataba a todo el mundo con respeto y siempre se mostraba deseoso de compartir sus conocimientos. Él fue quien logró convertir y bautizar al fiero rey pagano Peada, caudillo de los anglos centrales e hijo de Penda de Mercia, azote de toda la cristiandad. Pero el temperamento de Colmán era muy distinto del de su predecesor. Adoptaba una actitud un tanto paternalista frente a anglos y sajones, y con frecuencia se mostraba despectivo ante el hecho de que se hubiesen iniciado en la fe de Cristo de manera reciente, como dando a entender que debían aceptar de manera incuestionable todo lo que él dijera. Tampoco hacía nada por disimular el orgullo que sentía por el hecho de que fuesen los monjes de Iona los que habían tenido que enseñar a los anglos de Northumbria el arte de la caligrafía, además de a leer y escribir. El nuevo obispo de Northumbria era un hombre autoritario, y no tardaba en mostrar aversión hacia cualquiera que cuestionase su autoridad.

– ¿Quién se encargará de la defensa inicial de la doctrina de Colmcille? -preguntó Hilda.

La abadesa nunca había ocultado su devoción al dogma de la Iglesia de Colmcille ni su disconformidad con respecto a los argumentos de Roma.

De joven había sido bautizada por el romano Paulino, que había sido enviado desde Canterbury para convertir a los northumbrios a la fe de Cristo y de Roma cuando ella era una niña de pecho; pero había sido Aidán, el primer piadoso misionero de Iona, que había logrado la conversión de Northumbria tras el fracaso de Paulino, el que la convenció para tomar el hábito. Y tan grandes eran sus aptitudes en cuanto a piedad y estudio, que Aidán la había ordenado abadesa de una fundación en Heruteu. Su entusiasmo por la fe la llevó a construir una nueva abadía llamada Streoneshalh, «la gran residencia a orillas del mar», siete años atrás. Durante esos siete años se había construido todo un complejo de grandiosos edificios bajo su dirección. Northumbria nunca había visto una construcción tan impresionante; Streoneshalh había llegado a ser considerado uno de los más importantes centros de estudio del reino. Y era debido a ese renombre por lo que el rey Oswio lo había elegido para celebrar el debate entre los seguidores de Iona y los de Roma.