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– Puede que sea tal como decís, Fidelma -interrumpió Colmán en tono condescendiente-, pero no debéis olvidar lo que dice el Libro Sagrado: «¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Un hombre elegantemente vestido?».

Hilda lo miró irritada; el hecho de comparar a Northumbria con un desierto no era más que otra muestra de los aires de superioridad que le había estado soportando durante los últimos tres años. Estuvo a punto de replicarle, pero, tras dudar unos instantes, se volvió hacia Fidelma. Los ojos verdes de la hermana, fijos en ella como si fuesen capaces de leer sus pensamientos, la desconcertaban. Ambas se sostuvieron la mirada durante unos instantes, como desafiándose, hasta que el padre Colmán rompió el silencio:

– ¿Habéis tenido un viaje tranquilo, hermana?

Fidelma se dio la vuelta. Los recuerdos volvían a su memoria de forma precipitada.

– Desgraciadamente, no ha sido así. A pocas millas de aquí, en un lugar del que dice ser el señor un hombre llamado Wulfric…

La abadesa arrugó el entrecejo.

– Sé a qué lugar os referís y de qué hombre habláis. Se trata de Wulfric de Frihop; su casa solariega se halla a unas quince millas al este de la abadía. ¿Qué os ha pasado, hermana?

– Encontramos a un hermano ahorcado en el árbol de una encrucijada. Según Wulfric, el monje había recibido dicho castigo por insultarlo. El desdichado lucía la tonsura de nuestra Iglesia, ilustrísima, y Wulfric no negó que se trataba de un hermano de vuestra propia comunidad de Lindisfarne.

Colmán se mordió el labio en un esfuerzo por reprimir un suspiro.

– Debe de tratarse del hermano Aelfric. Regresaba de una misión en Mercia y pensaba reunirse aquí con nosotros un día de éstos.

– Pero ¿qué interés podía tener Aelfric en insultar al señor de Frihop? -inquirió Hilda.

– Con vuestro permiso, madre abadesa -interrumpió sor Fidelma-, estoy convencida de que se trataba sólo de una excusa. Al parecer, se entabló una discusión acerca de las diferencias entre Iona y Roma, pues parece que Wulfric y sus amigos son partidarios de esta última. Es muy probable que incitasen al hermano Aelfric a insultarlos, con el fin de tener un motivo para ahorcarlo.

Hilda dirigió a la muchacha una mirada severa.

– Tenéis una mente inquisitiva, acostumbrada a los hechos judiciales, Fidelma de Kildare; pero, como bien sabéis, una cosa es formular una hipótesis y otra muy distinta es demostrarla.

La hermana Fidelma sonrió dulcemente.

– No pretendía convertir una impresión personal en argumento judicial, madre abadesa. Pero creo que deberíais tener cuidado con Wulfric de Frihop. Si puede cometer el asesinato de un monje con el pretexto legal de que defendía la liturgia de Colmcille, todos los que hemos acudido a esta abadía con el fin de apoyar esta causa corremos peligro.

– Conocemos bien a Wulfric de Frihop: es el hombre de confianza de Alhfrith, rey de Deira -repuso en tono áspero, tras lo cual suspiró, y se encogió de hombros al tiempo que añadía-: ¿Y vos estáis aquí para participar en el debate, Fidelma de Kildare?

La joven religiosa dejó escapar una risita modesta.

– Sería una impertinencia por mi parte atreverme siquiera a levantar la voz ante la elocuencia de oradores como los que aquí se han reunido. No, madre abadesa; sólo estoy aquí para ofrecer consejo en cuestiones legales. Nuestra Iglesia, cuya doctrina sigue vuestro reino, está sometida a las leyes de nuestro pueblo, y la abadesa Étain, que hablará en favor de aquélla, me rogó que asistiera por si era necesario algún consejo o explicación al respecto. Eso es todo.

– En tal caso, sed doblemente bienvenida a este lugar, pues vuestro consejo nos ayudará a llegar a la única gran verdad -declaró Hilda-. Y no alberguéis ninguna duda de que vuestro consejo con respecto a Wulfric será tenido en cuenta. Hablaré de ello con mi primo, el rey Oswio, cuando llegue mañana. Tanto Iona como Roma están bajo la protección de la casa real de Northumbria.

Sor Fidelma hizo una mueca irónica. La protección real no había servido de mucho al hermano Aelfric. No obstante, creyó conveniente cambiar de tema.

– Olvidaba una de las razones por las que he venido a importunaros. -Metió la mano bajo su hábito y sacó dos paquetes-. He hecho mi viaje hasta aquí desde Irlanda a través de Dalriada y la isla sagrada de Iona.

Los ojos de la abadesa Hilda se humedecieron.

– ¿Habéis estado en la isla sagrada, donde vivió y llevó a cabo su labor el gran Columba?

– Y bien, decidnos: ¿hablasteis con el abad? -preguntó Colmán con gran interés.

Fidelma asintió.

– Vi a Cumméne el Justo, y me pidió que os transmitiera a ambos sus saludos y que os entregara estas cartas. -Les tendió los paquetes-. Ruega encarecidamente a Northumbria que se adhiera a la liturgia que practicó Colmcille. Además, Cumméne Finn envía, a través de mí, un obsequio a la abadía de Streoneshalh, que ya he entregado a vuestro bibliothecae praefectus. Se trata de una copia del libro que él mismo escribió sobre los poderes milagrosos de Colmcille, loado sea su nombre.

La abadesa Hilda tomó su paquete de manos de Fidelma.

– El abad de Iona es sabio y generoso, y de veras os envidio por haber tenido la oportunidad de visitar lugar tan sagrado. Debemos tanto a esa islita milagrosa… Con mucho gusto examinaré el libro más tarde, pero esta carta reclama ahora mi atención.

Sor Fidelma inclinó la cabeza.

– En ese caso, me retiraré para dejar que la leáis.

Colmán ya se hallaba sumergido en la lectura de la suya cuando la religiosa se marchó con una reverencia, de manera que apenas si levantó la vista a modo de despedida.

Fuera, en el claustro de arenisca, la hermana Fidelma detuvo sus pasos y se sonrió. Curiosamente, se encontraba entusiasmada a pesar de lo largo del viaje y su propio cansancio. Nunca antes había viajado más allá de los confines de Irlanda, y en esta ocasión no sólo había surcado el proceloso mar que la separaba de Iona, sino que había atravesado el reino de Dalriada, desde la tierra de Rheged al país de los northumbrios, lo que hacía un total de tres culturas diferentes. Había demasiadas cosas que asimilar, demasiado que reflexionar.

Su atención se veía atraída por el hecho de haber llegado a Streoneshalh la víspera del tan esperado debate entre los clérigos de Roma y los que pertenecían a su propia cultura, del cual ella no sólo iba a ser testigo, sino también partícipe. Siempre se había sentido cautivada por el espíritu del momento y el lugar, de la historia y el sitio que la humanidad ocupaba en su tapiz desplegable. Con frecuencia se decía que si no hubiese estudiado derecho con el gran brehon Morann de Tara, habría dedicado su vida a la historia. Sin embargo, en ese caso no habría sido invitada por la abadesa Étain de Kildare a unirse a su delegación, que había emprendido viaje a Lindisfarne a instancias del obispo Colmán.

Fidelma había tenido noticias de dicha propuesta durante su peregrinación a Armagh, y de hecho supuso una gran sorpresa, pues en el momento de su partida Étain aún no era abadesa. Ella la conocía desde hacía muchos años y estaba al corriente del prestigio de que gozaba por su erudición y su oratoria. Volviendo la vista atrás, no podía menos de concluir que el nombramiento de Étain como abadesa había sido la mejor elección tras la muerte de su predecesora. Fidelma fue informada de que Étain ya había partido hacia el reino de los sajones, así que decidió dirigirse primero al monasterio de Bangor para luego cruzar el tormentoso estrecho en dirección a Dalriada. Fue en Iona donde se unió al hermano Taran y sus compañeros de viaje, a los que habían enviado a una misión en Northumbria.

La única otra mujer que formaba parte del grupo de viaje era la hermana Gwid, la compañera picta del hermano Taran, una muchacha grande y huesuda, a la que sus manos y pies desproporcionados conferían un aspecto torpe y desgarbado. Con todo, siempre parecía ávida por agradar, y no mostraba reparos ante ninguna tarea, por muy pesada o monótona que ésta pudiese resultar. A Fidelma le había sorprendido que, tras convertirse a la fe de Cristo, la hermana Gwid hubiese estudiado en Iona antes de dirigirse a Irlanda para estudiar en la abadía de Emly cuando Étain aún era profesora; pero lo que la admiraba sobre todo era que se hubiese especializado en griego y en la hermenéutica de los textos de los apóstoles.