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Julio del año anterior

El día del juicio el chico le pareció más flaco, más desamparado. Vestido con chaqueta y camisa de cuello blanco tenía aspecto de empleado de una agencia de viajes, un hombre joven pero ya vencido. El abogado constató una vez más el desconocimiento del juez y el fiscal sobre el funcionamiento de las redes. Durante un tiempo él también había sido así, cuando solo miraba iconos y palabras pulsando el ratón como un interruptor, sin preguntarse nunca por los programas que había detrás, esas copias de un trozo de mente en un estado preciso, esos protocolos de actuación capaces de alimentarse con energía eléctrica y funcionar, dentro de sus reglas, a una velocidad insólita, inalcanzable para la mente original.

Mediante peritos y una aparatosa demostración con efectos especiales, alegó que el acceso podía haberse realizado de forma remota desde cualquier otro número del que no hubiera constancia. También cuestionó la validez del registro de comunicaciones y apeló a la ruptura de la cadena de custodia, insistiendo en que no había ningún otro vínculo entre su defendido y los cargos.

Cuando terminó la vista, el abogado se empeñó en acompañar al chico al metro.

– ¿Ha pasado algo nuevo?

El chico metió la mano en los bolsillos del abogado hasta encontrar su móvil. Comprobó que estaba desconectado y aun así sacó la batería.

– Me dijeron que solo faltaba una actualización, pero ahora quieren montar una red de teléfonos sombra y me han dado varios números. No sé si voy a aguantar.

– Podrías hacer una denuncia anónima. Si te descubren, esa denuncia te protegería.

– De la ley. Pero ¿y de ellos? Ya te conté la historia del griego, Costas Tsalikidis, me acuerdo de él todos los días.

– Déjame ayudarte.

– ¿Cómo? No se puede hacer nada. Aguantar.

La mujer sentada a su lado se había dormido. Enfrente, una chica llevaba su cachorro de perro como si fuera un bebé. Su mano extendida era más grande que el cuerpo del cachorro, que le miraba a los ojos aunque quizá no pudiera verlo. Las orejas del cachorro se desplegaban por completo con cada ruido violento y distinto. La chica no cabía en sí de orgullo.

– Puedes venir a vivir a mi casa. Las semanas se te pasarían más rápido.

– Y cuando pasen, ¿crees que van a olvidarse de mí?

– Si ya no te necesitan…

– Pero les conozco.

– No vas a denunciarles, ellos lo saben.

– Recuerda al griego, le suicidaron.

– A lo mejor no pudo soportar la presión de lo que se le venía encima. Matar a alguien siempre trae complicaciones, no es tan fácil.

– Yo creo que cada vez trae menos complicaciones.

La chica del cachorro seguía estática en su felicidad. A su lado un hombre de brazo grueso miraba con recelo los movimientos del cachorro.

– Vente a vivir unos días conmigo, estarás más seguro, por favor.

– Lo pensaré. De verdad, no lo digo por decir, lo pensaré.

Cuando el abogado llegó a su casa, el ascensor olía a Amaya. ¿Sueño? La encontró en el balcón, fumando.

– Amaya, ¿qué haces aquí?

– El verano pasado me diste tus llaves, cuando presté mi casa a mi hermana y su novio, ¿te acuerdas? Luego no quisiste que te las devolviera. Y como hoy tenía algo muy urgente…

– ¿Por qué no me has llamado?

– Estoy un poco preocupada, pensé que era mejor contártelo en persona.

El abogado se mantenía a medio metro de distancia. Ella apagó el cigarrillo en la barandilla oxidada y tiró la colilla lejos. Luego pasó por delante de él, rozándole.

La camisa blanca, la falda negra, no lleva sujetador. Te deseo tanto que si lo supieras no querrías volver a verme.

– Solo venía por unos papeles -dijo el abogado-. Dime qué ha pasado, no tengo mucho tiempo.

Sin ninguna fe en sí mismo procuraba crear distancia por su parte, indiferencia. Conocía a Amaya desde la facultad, había militado con ella, y en cada momento había soñado con tenerla sabiendo que era imposible. Ella no le veía, eso era todo. Le trataba con camaradería, alguna vez le había hecho confidencias pero jamás habría pasado por su cabeza follar con él, y menos aún vivir con él. Como si hubiera listas y él perteneciera a otra, le hubieran sido asignadas otras mujeres pero no ella. Era guapa, aunque no tanto como para despreciarle, y no le despreciaba sino que no recibía ni una sola señal de deseo ni la emitía cuando estaba con él.

– Tienes que ayudarme. ¿Sigues sabiendo de ordenadores? ¿O conoces a alguien que pueda saber?

El abogado se vio diciendo: «Quiero abrazarte».

Dijo:

– Siéntate y me cuentas.

– Hay un tipo que está haciéndome luz de gas. Tenemos el mismo rango, aunque nuestros trabajos no se cruzan. El se dedica a colgar fotos mías manipuladas en un Facebook que tiene que ser suyo. Es sutil. Me saca en sitios donde no he estado, me cambia los trajes, me pone al lado de tíos a los que no conozco.

– ¿Por qué dices que es suyo?

– No puedo probarlo, pero lo sé.

– ¿Piensas en denunciarle?

– Sí, pero ese tipo es el hombre orquesta, ¿sabes?, conoce a todo el mundo, es encantador. Necesito pruebas antes de hacerlo. Si no, seguro que acabaría quedando en nada y yo estoy en el comité de empresa del banco, no puedo permitirme cometer un error así.

– Hablaré con alguien de confianza. Busca los correos que te haya mandado, su dirección y número de teléfono si los tienes. Apúntame la página donde cuelga esas fotos. No me lo envíes por correo. Imprime el material y me lo acercas otro día.

– Te lo he traído ya -dijo ella-. Todo. -Y le dio una carpeta.

– Amaya…

– Dime.

– ¿Te has enrollado con ese tipo?

No. Hubo una fiesta el año pasado, estaba todo el mundo muy borracho, yo también. Nos besamos y nada más. Y no es que no me acuerde.

No quería interrogarte, pero necesito todos los datos.

– Claro.

– No creo que él tenga acceso a tu cuenta de correo, pero por si acaso cambia la contraseña, y cuando nos escribamos sobre esto usa cualquier tema, pregúntame por la película que me pasaste.

– La película, bien.

Bajaron juntos en el ascensor. El abogado apretó su mano y dijo:

– No te preocupes, seguro que tiene arreglo.

Ella asintió.

– Gracias.

Al salir a la calle vieron un taxi y ella lo paró.

– Voy al banco, ¿te acerco a algún sitio?

– No.

El abogado siguió su camino, cansado como si hubiera andado durante horas. Podía vivir sin Amaya, llevaba años haciéndolo. Cuando él dejó de militar decidió también dejar de verla, y estuvo así cinco años. Pero luego se encontraron y reanudaron una amistad vivida por él como un dolor intenso intermitente y al acecho. Desde la barrera la había visto emparejarse, tener un hijo, separarse y volver a emparejarse y a quedarse sola y… En esos años él había tenido historias; alguna vez había pensado que se prolongarían en el tiempo, que acaso él tendría una hija, que saldría quizá de su guarida para ir a comprar pañales y triciclos. Nunca funcionaba. No era por Amaya, ¿o sí? Cuando hackeaba procuraba prescindir del ratón, le gustaba la línea de comandos, el modo texto, y quizá también era eso lo que esperaba de la vida. Una instrucción que se cumple o no se cumple y no la confusión de procesos interrumpidos, mezclados, fallidos. No quería verse forzado a acudir al modo gráfico del ordenador, ni a la intimidad gráfica de la vida diaria, y cuando lo hacía procuraba conservar la conciencia de que un movimiento de ratón sobre un icono era siempre una línea de texto. En el modo texto, cada comando correspondía a una solicitud para llevar a cabo una acción y por eso incluso cuando se tecleaba de forma inadvertida el nombre correcto de un comando, este se ejecutaba. En el modo gráfico los ordenadores se colgaban, las órdenes tropezaban entre sí. En la intimidad gráfica de la vida real, el relato desaparecía por exceso de información, yo no quiero saber todo lo que te gusta si no estás conmigo porque duele, yo necesito un poco de oscuridad. Desde su guarida se había acostumbrado a querer a Amaya sin preguntar demasiado, sin volver a las reuniones para buscarla ni abrir esos mensajes que ella dirigía a varias personas a la vez. Ahora tendría que hacerlo.