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Avanzaban entre viejos árboles a los que la pendiente hacía parecer aún mayores. El abogado obligó al chico a detenerse bajo uno de ellos y encendió un cigarrillo.

– Puede caerte mucho más que unos meses. Acceso no autorizado a sistemas informáticos, fraude de suministro eléctrico y lo que encuentren. Quizá tengas que entrar en prisión.

– Por eso te necesito. No quiero ir a la cárcel, creí que cuando me procesaran me despedirían. Pero no lo han hecho.

– Repite.

– Intentaba que me dejaran en paz, pero fallé.

El chico miró a su alrededor. ¿Busca perseguidores, un espacio seco para sentarse, qué le pasa ahora?

– Joder, te has ido a parar en el árbol.

El abogado reaccionó con brusquedad, estaba cansado de esa intemperie absurda y también de no entender.

– Si no dejas de hablar en clave y me cuentas lo que pasa, yo no te defiendo.

Crisma le miró desconcertado.

– Perdona, no tiene nada que ver. Es de otra época. Una chica, ya sabes, era nuestro árbol. Me parece que hace mil años.

Mil años, el chico rondaría los treinta, o ni siquiera. ¿Qué sabía él de otra época? Ocho años atrás, cuando le conoció, combinaba el hacking con esos juegos de poderes, enemigos y territorios mágicos. Por momentos hablaba como si aún siguiera en esos mundos. Sin embargo, algo dentro de su voz era estridente y temblaba. El abogado conocía bien el punto más temido, el que precede a la pérdida del control, cuando los obstáculos se agolpan y el pánico está demasiado cerca.

– ¿Quiénes tienen que dejarte en paz?

En vez de responder el chico volvió al camino, en silencio. El abogado presagiaba uno de sus habituales catarros de verano al día siguiente.

– Basta.

Habían llegado a la entrada del parque, se oía con claridad el ruido de motores, bocinas y gente hablando. El chico se detuvo.

– Dime de qué va esto o búscate otro abogado, los hay bastante mejores que yo.

Los ojos del chico le esquivaron al decir:

– Son indios. Están en Mysore. Me llevaron a verles una vez. No sé para quién trabajan.

– Tenemos que buscar un sitio donde no llueva -dijo el abogado.

El chico se acercó a él y susurró:

– Hoy no. No creo que me sigan, no creo que estén aquí físicamente. Pero juegan muy fuerte, Eduardo. Antes de que nos veamos otra vez necesito hacer unos ajustes en tu móvil, y revisar tu ordenador. También tenemos que encontrar un sitio que no sea público, ni sea una de nuestras casas.

– Estás paranoico -dijo el abogado.

– Te juro que no.

Entonces el chico echó a andar muy rápido, como si ya hubiera calculado que llegaría a tiempo de cruzar el semáforo a la salida del parque. El abogado no intentó seguirle. Con delicadeza, apagó el pitillo y lo guardó en el celofán que protegía la cajetilla de la humedad y que él había extraído porque detestaba tirar colillas al suelo.

Enero

La vicepresidenta saludó al escolta de guardia en el portal toda la noche. Mientras subía en el ascensor se propuso no acudir enseguida a su portátil al llegar a casa. Fue primero al dormitorio, cambió su ropa oficial por un pantalón negro algo gastado y un jersey de algodón blanco, grueso y confortable.

¿Esa flecha? Un chaval de catorce años jugando a ser espía, o un hacker ruso tratando de adueñarse de cuantos más ordenadores mejor. Esa flecha no conoce otra cosa de mí que no sea mi ip, unos cuantos números tan carentes de significado como los de cualquier teléfono.

Eran casi las dos cuando la vicepresidenta se sentó frente al portátil. La sorprendió encontrarlo encendido. Siempre lo apagaba, precisamente para no facilitar la tarea a hipotéticos intrusos.

– A lo mejor esta vez se me olvidó -murmuró en voz baja, sin poder evitar sentirse expectante.

Movió el ratón para recuperar la pantalla: la flecha saltaba de un lado a otro trazando medios círculos. La vicepresidenta separó las manos del ratón y del teclado para estar segura. La flecha siguió saludando.

Su portátil tenía desactivada la cámara, ella se había ocupado de hacerlo. Pasaba el día bajo la luz de los focos, en el punto de mira de los objetivos, y lo último que quería era ser vista también cuando chateaba con un amigo o navegaba. Así pues, se relajó y se dio permiso para experimentar.

Cuando ella tomaba el control del ratón, la flecha le obedecía como si fuera un simple cursor no dominado por una presencia ajena. Pero si lo soltaba o simplemente dejaba de moverlo, la flecha volaba, sola de nuevo, de un lado a otro de la pantalla.

Bueno, veamos si sabes mi idioma.

La vicepresidenta abrió un documento de texto y escribió:

– Hola.

Inmediatamente, la respuesta se escribió sola en el documento:

– hola.

– ¿Qué quieres? -preguntó la vicepresidenta.

– Mmm…

La vicepresidenta sonrió sin querer. Después, como si despertara, se vio a sí misma ahí, aguardando las palabras de un intruso, y se puso en guardia. Ni siquiera sabía el nombre de su interlocutor, si era uno, o una, o varios. Estuvo a punto de preguntárselo pero prefirió no hacerlo. Se encontraba en clara desventaja. Quizá sí sabe cosas de mí, más que yo de ella, seguro. Puede ser un chino que conozca mi biografía, mi cargo. «En internet nadie sabe que eres un perro.» Puede ser una periodista, un diputado, pueden ser colaboradores míos.

La vicepresidenta se levantó. Desde el primer momento había fantaseado con un desconocido por completo ajeno a su mundo, un friki de los ordenadores. Al pensar en alguien de su entorno, percibió por vez primera la magnitud de la intrusión. Qué imprudente había sido. Ella, la hermética, la que nunca, o casi nunca, perdía la calma, la que lograba sacar tiempo para considerar cada hipótesis y preverlo todo, jugando a los marcianos con un desconocido. La flecha podría incluso estar siendo movida por los responsables de seguridad informática de la Moncloa. Quizá sea una prueba y nunca me lo digan, pero el rumor acabará extendiéndose: la vicepresidenta se deja embaucar por un intruso, enreda sin avisar a seguridad.

Paseaba por la habitación imaginando la reacción de sus escoltas si un extraño entrara en su piso abriendo la puerta con una ganzúa y ella no les dijese nada. No era igual, su integridad física estaba a salvo. Además, la flecha había llegado a un ordenador que solo contenía información irrelevante. Y si me da la gana de compartirla, allá películas. Es mi vida, mi vida privada, las pocas briznas que todavía me quedan.

Volvió a la silla, estaba dispuesta a mantener su relación con el intruso siempre que este le ofreciera una garantía, tal vez una prueba de su identidad. Pero ¿cómo?

Un movimiento de letras la sacó de su cavilación.

– Tenías desactivada la asistencia remota -decía la flecha.

– Por seguridad -respondió-. Me dijeron que lo hiciese.

– la he activado.

– Sigues sin decirme lo que quieres.

– prestarte ayuda.

El orgullo centelleó en los ojos de la vicepresidenta. ¿Ayuda? No necesito ayuda, quiso decir, aunque sabía que era una frase estúpida. No necesito la ayuda de quien ni siquiera me ha dicho su nombre, hubiera sido una réplica adecuada. Pero si quería quejarse podía apagar el ordenador. La flecha sabía eso tanto como ella. Decidió ocultar su orgullo, aplazarlo y seguir el juego. Dijo:

– ¿Qué me pedirías a cambio?

– te pediré «el mayor defecto».

La vicepresidenta reparó en las comillas con un ligero temblor. Parecían indicar una cita, y había una novela que trataba del «mayor defecto». Esa novela era su libro de cabecera pero, precisamente por ello, nunca la había mencionado cuando le preguntaban por sus gustos literarios o le pedían que recomendase un título para el verano. Vino a su imaginación la ciudad de Moscú vista desde la altura de un edificio que la domina entera. El sol butano enciende con reflejos las ventanas de los pisos orientados al oeste. Luego se desata la tormenta y una extraña comitiva abandona volando la ciudad. La vicepresidenta escribió: