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Después, otro impulso a mi vuelo: Querido diablo Voland, aguarda aún. Ganaré altura, cruzaré el cielo hasta la morada de la ministra de Igualdad, derraparé por el aire y tal vez me cuele por su ventana abierta: ¡Hola, joven ministra! ¿Sabes que tienes las horas contadas? ¿Sabes que están tramando tu caída? Y no, no pondrán a otra en tu lugar porque se trata de suprimir el sitio y la palabra, lo vengo sabiendo desde mis tiempos de estudiante: libertad, fraternidad, les gustan, son comodines, pero igualdad, ya sea entre sueldos o géneros, esa sí que no. Pequeña Morgana confinada a los bosques de lo consentido y no a los de lo justo; ¡zás!, un golpe de su cetro y se acabó. Ministra, tú y yo hemos visto a los machos cuando lloran y se cortan las manos, cuando gimen sin árboles, Minotauros de cama matrimonial; tú y yo quisimos que entrara el aire en las mazmorras blancas, la cocina a la izquierda, al fondo el salón con el aparador y los cuchillos; hacía falta respirar, hacían falta caminos llanos para los Minotauros y claridad y límites, pero en los cónclaves se cede a la presión, los ministros asienten satisfechos y una vez más detrás de la puerta el Minotauro se la guisa y se la come mientras las niñas del siglo XXI cantan todavía: «Don Federico mató a su mujer, la hizo picadillo y la puso a revolver»… Adiós, Morgana, me voy, ya no me duele tener que partir, ser tiniebla tras los montes del Gorrión.

La vicepresidenta abandonó la terraza. Tenía el portátil encendido.

– Necesito hablar contigo. Por favor.

– estoy aquí -replicó la flecha.

– No, aquí no estás. Aquí solo están mis manos, y palabras.

– yo soy estas palabras que vas viendo.

– Pero si pudiera verte la cara, estrechar tu mano, me ayudaría en lo que debo decidir.

– no puedes, yo soy un estado mental, las reglas detalladas de un hilo de pensamiento, soy yo quien te necesita.

– ¿Tú a mí?

– yo existo en ti, y sin ti desaparezco.

– No…

– ¿qué debes decidir?

– De acuerdo. Han atropellado a Julia, la mujer de Luciano. No ha sido casual. Antes llamaron a Luciano amenazándolo. Julia está ingresada en La Princesa. No tiene heridas graves.

– ¿te sientes culpable?

– ¿Qué más da? Puedes convencerme de que no lo soy, pero el hecho es que ha habido una relación entre nuestra iniciativa y los huesos rotos de Julia.

– una relación elegida por otros, por esos otros cuyos privilegios estás, precisamente, intentando limitar.

– Ya no. El presidente me ha ordenado que lo deje.

– vaya, la amenaza criminal y el poder instituido coinciden.

– Hoy me sobra la ironía. No sé qué debo hacer.

– ¿… te planteas desobedecer al presidente?

– Sí.

– amotinarte.

– En cierto modo, sí.

– ¿Luciano estaría dispuesto a amotinarse? creía que para él la disciplina era…

– ¿Sagrada? Sagrada no, aunque sí muy importante. Sin embargo, no tanto como mantener una zona no conquistada, una prueba de que existió el proyecto de una vida diferente. Además, no vamos a imponer ninguna medida, solo vamos a intentar que se discuta.

– tengo la impresión de que hay algo que no me estás contando.

La vicepresidenta echó hacia atrás la espalda, puso el brazo derecho en ángulo recto, y apoyó sobre la palma el codo del brazo izquierdo. No solía dejar que la vieran así, la mano en el cuello y un deje pensativo como si fueran a venir platillos por el aire, como si al acariciarse levemente la oreja pudiera ver una modificación pero no en el pasado, no solía acometerle el deseo nostálgico de haber tomado otro rumbo, lo que a veces, mientras se acariciaba el cuello con los dedos, sí veía era ese cambio rugiendo en el futuro inmediato, como si pudiera rectificarse lo que se sabe que pasará.

– Verás -escribió-, Luciano me ha desafiado. No solo con las palabras de Julia, también con las suyas y en su propio nombre. «Si no sigues adelante, nunca sabremos si fue por Julia o por miedo.»

– tenía otra idea de Luciano, más… moderada.

– Es moderado en lo accesorio. De todas formas, en su caso, desafiarme es un acto de generosidad,

– ¿me parece oír un reproche?

– ¿Hacia ti? Quizá. Aún no sé por qué quieres mi cobardía.

El abogado encendió un cigarrillo. Había aparcado en una calle de pequeños chalets, se oía un ruido de los aspersores regando la hierba en la oscuridad. Un arbusto de campanillas cubría la verja más cercana. Todo parecía idílico y sereno, a excepción, supuso, de la presencia de ese Mini viejo con las ventanillas abiertas y, en el asiento delantero del copiloto, un hombre de gesto adusto iluminado por las lámparas fluorescentes del monitor. ¿Por qué quiero tu cobardía? ¿Qué hace que se muevan las cosas, vicepresidenta? No siempre la fuerza está dentro, a veces unas palabras o un cuerpo nos llevan hasta el punto donde la flecha puede volar, lo llaman la suelta. Si pudiera llevarte hasta ahí…

– creo que ya te has decidido -escribió.

– Sí, voy a hacerlo. Y te necesitaré, no quiero poner al presidente entre la espada y la pared sino al partido entero, a lo que queda de él. Que ellos reclamen, que cualquier otro que viniera a sustituir al presidente se viera también en la necesidad de contar al partido y a los votantes por qué debe ceder, si cede, qué le obliga a abandonar una medida pedida por sus propios militantes. Mañana iré a ver a Julia, hablaré con Luciano, y decidiremos qué pasos dar.

– Bien -escribió el abogado. Y pensó: Si vas mañana al hospital puede que me encuentres ahí. Aunque no lo sepas.

TERCERA PARTE

El martes 27 de abril, Amaya se levantó después de una noche larga vigilando la fiebre de su hijo, a quien había traído a dormir a su cama. Era sábado pero tenía varios papeles que revisar, del trabajo y de la organización. A las nueve de la mañana se despertó Jacobo, fresco y alegre como si la noche hubiera sido una más. A las diez llegó su padre para recogerle. Acababan de irse cuando sonó el móvil. Segura de que se habían olvidado algo, Amaya dio al botón de responder sin mirar el número entrante.

– ¿Creías que me había olvidado de ti, guarra?

Amaya se sentó, alejó el aparato del oído, lo depositó sobre la mesa y se quedó mirándolo. Subió el volumen, entonces recordó que podía grabar la voz. Así lo hizo, palabras soeces, jadeos y una amenaza:

– Voy a ir a verte pronto. Prepárate para mí.

El hombre colgó. Tengo que ir a la policía. Amaya llamó a Eduardo, quien en ese momento tenía el móvil desconectado por encontrarse dentro del hospital de La Princesa sin ningún deseo de atraer la atención. Había logrado averiguar el número de habitación de Julia Martín, y permanecía refugiado en las escaleras con un periódico mientras esperaba la posible llegada de la vicepresidenta.

Amaya había aparcado el coche enfrente de casa, delante de una tienda, y se dirigió a él sin miedo cruzando la calle rodeada de gente. Condujo hasta el local de la organización, dos o tres veces miró por el retrovisor pero no le pareció que hubiera ningún coche detrás de ella.

A esa hora el escolta de la vicepresidenta subía por las escaleras del hospital de La Princesa e inspeccionaba los pasillos. El abogado había localizado una habitación con un paciente en la cama más próxima a la puerta. Se sentó junto a él, y saludó discretamente a las visitas que hablaban con el joven enfermo de la cama de al lado. Cuando vio asomarse por la puerta a un hombre con traje y corbata supo que había llegado el momento. El escolta se fue, el abogado esperó a que entrase en el ascensor y salió de la habitación. Pero no se dirigió a la de Julia sino que se quedó esperando a que la vicepresidenta subiera. Una familia de padre, madre y dos hijos esperaba con él. Cuando el ascensor se abrió sin Julia, dejó que la familia entrara e hizo un gesto como de haber olvidado algo. Siguió esperando. Al poco llegaron tres chicas jóvenes; luego un anciano de la mano de una mujer joven, por último un hombre con un pitillo apagado entre los dedos. Segundos después se abrió el ascensor y el abogado y la vicepresidenta quedaron frente a frente. Ella le miró sin verle, abstraída en sus pensamientos. Las tres chicas jóvenes que estaban hablando se callaron al reconocerla y se miraron entre sí. El silencio pareció despertar a la vicepresidenta. Salió del ascensor, saludó con amabilidad deliberada a las personas que tenía delante y sus ojos se detuvieron un segundo en los del abogado. El se limitó a asentir con la cabeza, en lo que podía ser un saludo pero también una confirmación.