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Cerró la ventana pero las criaturas danzantes entraron con ella. ¿Dónde están las otras? ¿Todo lo que saqué adelante ahora se disuelve, acaso no serví a los ciudadanos, no he conseguido algunas buenas leyes y reglamentos? Poco a poco la quietud del despacho hizo que las criaturas empequeñecieran. Su cólera, no obstante, seguía presente como un olor de mandarina, cuántas veces me lavaré las manos. Recogió su teléfono, sus llaves y dejó en cambio la cartera negra en el suelo, ya no le pertenecía. Salió despacio, saludó sonriente, aún no se lo había contado a nadie. Ni siquiera a su hermana, ni a Carmen, ni a Mercedes, ni a Luciano. A nadie aún, el presidente le había dado unas horas. Mañana empezarán las llamadas. Pero esta noche quiero hablar con la flecha, punta blanca de luz con un contorno negro, palabras que tatúan en nuestro interior los destinos posibles. No sé quién eres y te espero.

A las siete y media el chico y Amaya habían casi terminado de leer las conversaciones de la flecha con la vicepresidenta. El chico dejó a Amaya en el piso del abogado, releyéndolas y pensando qué deberían decirle esa noche. Confiaba en estar de vuelta sobre las diez, recogería a Amaya y se irían en coche a alguna calle a buscar wifis y ser la flecha.

Llegó a las inmediaciones del local de Curto y le vio junto al portal.

– Vamos, pasa.

– No, espera. Tengo que decirte algo aquí, donde haya aire. Han matado a Eduardo.

Curto apretó la mano del chico, porque sentía que se estaba cayendo.

– Qué mierda. Se lo dije. Que tendría que recoger vuestros restos y meterlos en una cajita. Y ahora el siguiente vas a ser tú.

– No, no han sido los que nos seguían ni nada de eso. Un puto loco, un tío obsesionado con una amiga del abogado, luego el tipo se ha pegado un tiro.

– ¿Y la chica?

– Eduardo se tiró sobre ella y la cubrió.

– Vamos dentro.

Curto echó a andar delante. Había encontrado a un interlocutor y lo había perdido. Era quizá la única vez en su vida en que no había cortado amarras antes de tiempo, anticipándose a la ruptura o a la pérdida. Recordó la figura del abogado sentado en el banco del metro, mirándole desde el otro lado del andén.

Cuando llegaron a su guarida dijo:

– Hace mucho tiempo confié en una persona y me dieron una hostia, me rehíce, volví a confiar y me dejaron tirado. Al final, ya lo sabes, me convertí en un superviviente, psicoputeaba a cualquiera por si acaso, para adelantarme. Menos con tu amigo. Me caía de puta madre. Nada de pasión, pero saber que estaba por ahí, que podía hablar con él, que incluso a él parecía servirle hablar conmigo… Por lo menos, hizo lo que quiso, no dejó colgada a su amiga, eso seguro que le sentó bien.

– A mí no me pareces un superviviente.

– Gracias. En serio, aunque hoy eso no importa. Dime qué querías.

El chico le contó la historia del Irlandés y las escuchas, y también le dijo que tenía una puerta trasera, una forma de entrar en el sistema de los teléfonos sombra.

– ¿Y para qué la quieres? No pensarás chantajear al Irlandés.

– No, lo que quiero es romper el chantaje, que me dejen en paz. Además, hay otra historia que no te he contado.

El chico le habló de la flecha y la vicepresidenta.

– ¡Qué cabrón! Ahora entiendo las cosas que me pedía. ¿Me dejarás ver las conversaciones?

– Sí. Eduardo te habría dejado.

– ¿Estás pensando en darle a ella la llave secreta? No serviría de nada.

El chico sacó el DVD de su bolsa y se lo dio.

– No sé en lo que estoy pensando. De momento te la doy a ti. Quería haberle dado hoy la copia a Eduardo, y mira. En este papel están los datos del servidor donde la tengo colgada. Te los aprendes de memoria y lo tiras. Ahora tengo que ver cómo reacciona el Irlandés.

– Te acompaño.

– No, estás loco. Me ha citado en un apartamento que es como la casa de Stephen Falken, ¿te acuerdas? Cámaras, antenas, parece una sucursal de la tienda de Sonia. Él lo llama su sanatorio de pájaros.

– Más razón para quedarme cerca.

– Te verá.

– ¿Y qué si me ve? No sabe quién soy. Venga, vámonos -dijo Curto-. Yo tengo que inspeccionar el terreno, espero que no esté muy lejos de aquí.

Cuando llegaron a la calle paralela a la del Irlandés, Curto dijo:

– Aquí nos separamos. Veré qué hay, si puedo grabaros, vigilaros o mandarle un aviso de que no estás solo.

El Irlandés abrió la puerta de su apartamento con dos whiskys en el cuerpo. Pensó que cuando se fuera el chico se serviría un tercero escuchando música. Estaba ligeramente eufórico, un estado que alcanzaba pocas veces y que era de sus favoritos, como si una sola cuerda suya vibrara mientras las otras permanecían mudas a la espera. Y él podía distraerse siguiendo la melodía de esa cuerda olvidando las demás. Recordó la voz del chico en el teléfono, bastante decidida, «Tengo que hablar contigo». Hablar, qué insistencia absurda, qué desproporcionada confianza ponían algunos en ese método imperfecto, confuso, las más de las veces inútil para solucionar problemas.

Revisó los sistemas de vigilancia de su Nautilus. Todo estaba en orden excepto una sombra que había dado un par de vueltas a la manzana. Se acercó con el zoom, una vez llevaba capucha, la otra vez una gorra, distintas chaquetas, distintos zapatos. Sin embargo había algo idéntico en su forma de moverse. Bueno, no seamos paranoicos, de momento. Se asomó directamente a la ventana, para observar y también para despejarse. Había sido un largo día. Ver juntos al ministro y al vicepresidente ejecutivo del banco le había saturado. Por separado podía aislarlos en su cabeza, componiendo un escenario distinto para cada uno que los sacaba de contexto y los humanizaba. Pero estar con los dos a la vez era como jugar al ajedrez con una máquina, no había instinto ni azar.

Iluminada por viejos faroles, la calle parecía pertenecer a una ciudad más pequeña, menos caótica. Un perro ladraba esperando en la puerta de un bar a su amo. Un viento suave, casi una brisa, rozaba la cara y las manos del Irlandés y hacía temblar las hojas de los árboles. Repasó la conversación que había cambiado su estado de ánimo. Orden del día: nuevas alianzas en marcha. El sistema de teléfonos sombra dejaba de ser necesario. Y los servicios del Irlandés, también. Lo que él llamaba su división de hackers de Mysore pasaría a ser dirigida por otra persona. El sistema de teléfonos sombra lo habían eliminado ya, sin consultarle. «Hemos llegado a un acuerdo, no necesitamos exigir lo que podemos pedir amablemente puesto que ahora hay un clima de entendimiento y colaboración.»Orden del día, por tanto: borrado, reescritura y formateo de la memoria del Irlandés. Una de cal y otra de arena, amenaza, premio y otra amenaza, no obstante. En cuanto a la confidencialidad, no les cabía duda de que sería respetada. Seguirían ofreciéndole algún trabajo especial, de tanto en tanto, bien remunerado. Cuidarían de él. Por supuesto, esperaban que les entregase el mando sin guardarse nada, al fin y al cabo se conocían de antiguo. Al responder, el Irlandés había fingido un despecho sordo, contenido, que estaba lejos de sentir. Llevaba meses sintiendo en cambio hartazgo y cansancio. Habría pagado por que le relevaran y al tomar ellos la iniciativa de alguna forma quedaban en deuda, mejor que mejor. Esa figura. Esta vez llevaba la cabeza descubierta. Casi no le vio moverse, era un hombre de unos treinta y pocos, se había apoyado en el respaldo de un banco, esperaba. De golpe se levantó con prisa, los mismos andares, estaba seguro, y desapareció justo bajo su portal. Ese tipo ha aprovechado la entrada de alguien para meterse en mi edificio. Volvió adentro y activó las cámaras del interior del portal. El individuo no había cogido el ascensor, subía despacio por las escaleras. De pronto el Irlandés se echó a reír. No es un enviado del banco ni del ministro. Viene para proteger al chico. No tenía sentido que enviasen a alguien para amedrentarle ahora. En cambio, faltaban apenas diez minutos para que llegase el chico y ni siquiera se había ocupado en pensar qué querría ahora. Ya no te necesitan, chico, esto se acabó.