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Los dos ministros hablaban y gesticulaban sentados en amplios sillones de un tapizado claro, del color de un melón por dentro. La vicepresidenta les miraba sin verles. Si algo.mima una nación, si en algo reside su sustancia, su núcleo esencial, es en la certeza que tienen los ciudadanos de que solo serán perseguidos por lo que previamente se acordó que podrían serlo. Y yo voy y lo vendo. Y además me parece lo mejor entre lo malo. La reunión se demoró treinta y cinco minutos.

Faltaba media hora hasta la siguiente pero sabía que en ese lapso de tiempo sería interrumpida sin cesar con preguntas y notificaciones. Renunció a usarlo para sí, ocupándose en resolver los mil pequeños incidentes. Solo cuando faltaban ocho minutos para su nueva reunión, entró en el vestidor. Allí no la molestaban a no ser que hubiera algo muy urgente. En realidad, no necesitaba cambiarse de ropa sino silencio. Debía comunicar a un ex ministro cuál iba a ser su próximo destino y debía tener tacto pues se consideraba responsable de que ese hombre hubiera perdido su puesto. La idea de suprimirlo partió del presidente, pero ella no había movido un dedo para defenderle y muchos conocían su desacuerdo con las sucesivas propuestas del ex ministro.

Eligió unos pantalones color magenta, igual que la chaqueta; mantuvo la blusa blanca de la reunión anterior y se perfumó las muñecas con gesto automático.

El ex ministro llegó puntual. Notó enseguida que buscaba sus ojos. No le sorprendió. Había tenido años para darse cuenta de que, en contra de lo que muchos pensaban, la derrota producía seguridad. El derrotado cayó de las alturas, de acuerdo, pero eso significa que ya ha tocado tierra. Pronto, también había podido comprobarlo, descubre que se puede seguir cayendo y el miedo vuelve a su rostro. La vicepresidenta no tuvo empacho en conceder al ex ministro su momento de audacia, de gloria. Esquivó la mirada, interpretó el papel de alguien como ella que sintiera cierto temor ante el hombre a quien había vencido en un combate desigual.

Después dio por terminada la actuación y empezó a estirar el silencio para mostrar que había un más abajo: le estaba ofreciendo un regalo y, al margen del punto en que sus intereses habían chocado, ambos tenían un horizonte que compartir. Minutos más tarde, el ex ministro aceptaba el nuevo cargo; con la dignidad herida, pero lo aceptaba. Por otro lado, el ex ministro no era un recién llegado y sabía que el concepto de un partido bien jugado y, sin embargo, perdido, en política no servía. Ganar o no existir era la regla madre, de ella nacían las demás.

– ¿y los principios?

La vicepresidenta se sometía a veces a preguntas de periodistas imaginarios. Pero ahora, sin querer, había imaginado la flecha, sus caracteres en minúsculas dibujándose sobre la pantalla.

– Los principios vienen luego -replicó.

– ¿Significa que apruebas la afirmación de que en política el fin justifica los medios?

– No, quienquiera que seas. Significa que en política solo hay medios.

– entonces, la política sería un hacer sin ton ni son.

– Es un hacer con música, que ponen otros.

Hacía dos minutos que el ex ministro había abandonado la habitación. Ganar las elecciones para cambiar algunas cosas, no había otro camino. El ex ministro había pensado que con sus decisiones correctas lograría el apoyo de la mayoría. Pero no lo había hecho y en determinadas comunidades autónomas eso iba a suponer retrocesos, abusos, más ventaja del Partido Popular. La vicepresidenta argüía que cada mal resultado electoral dejaba un rastro de medidas sociales abandonadas, propiedades públicas vendidas y negocios sin freno cuyas consecuencias recaerían en cuerpos vivos, con sus nombres y su desolación.

Cuando Julia Montes volvió a su despacho, pidió a su secretaria personal que sondeara si era posible suspender la comida con el ministro del Interior. Y lo era, ambos tenían un hueco a las ocho de la tarde.

– Entonces, a las ocho.

– ¿Dónde comerás?

– En casa, a ver si desconecto un poco.

Logró llegar a las tres y cuarto. Se calentó un redondo de carne con salsa. Luego fue al ordenador. Había resuelto terminar con la flecha. Era un riesgo ridículo que no podía permitirse. Ni mucho menos podía seguir trabajando si en el trasfondo de cuanto decía o pensaba una pequeña puerta falsa permanecía abierta.

Llevaría el ordenador a la Moncloa. Por eso había querido volver a casa, para librarse del desliz, de su posible error. Eliminaría la conversación que mantuvieron y, por la tarde, pediría que formatearan de nuevo el disco duro. Exigiré confidencialidad: no deben analizar lo que hay dentro, deben horrarlo todo. Podría tirarlo y comprar otro, pero cada vez que viera el nuevo sentiría que la flecha me había vencido en algo. ¿Y si sabe cómo entrar en mi red? Diré que me aumenten la protección ante posibles intrusos, usaré más a menudo una terminal móvil de esas que odio.

Disponía solo de veinte minutos antes de que pasaran a recogerla. En el ordenador encendido, buscó el documento con la conversación de la noche anterior. Debe de ser este: documento 1. Botón derecho, eliminar. Enseguida un nuevo documento apareció ante ella:

– hola.

La vicepresidenta no respondió.

– ¿vas a entregarme?

También esta vez guardó silencio.

– los votantes quieren secretos, sueñan que sarkozy, zapatero o condoleezza rice tienen perversiones ocultas, una pasión devoradora o un plan, descubrir que son planos, que en esas vidas no hay más misterio que un ir y venir de reuniones y cenas y cansancio cuando cae la noche, los decepciona. yo soy tu secreto, ¿me expulsarás?

La vicepresidenta levantó los ojos por encima de la pantalla. Buscaba la mirada sin rostro de la flecha.

– Crees saberlo todo -escribió dejándose llevar, como si patinara-. Has visto las páginas que visito, las palabras que he buscado y, supongo, una carta empezada que nunca envié. Qué poco. ¿Me has oído gritar en sueños? ¿Te has fijado en cómo tiemblan mis manos después de una comparecencia? ¿Y las heladerías? ¿Qué sabes de las heladerías?

– :)… ¿las heladerías?

La vicepresidenta no pudo evitar sonreír. Le agradaba estar sola, en casa, sin nadie que pudiera verla ni entrar de repente. Sacudió la cabeza y escribió despacio:

– Todos imaginan mi cansancio, mi rictus de soledad, algunos llegan a imaginar el momento en que la resistencia cede y vestida, tumbada bocabajo, escondo los sollozos en la almohada. Pero di si has observado mi cara mientras leo los nombres de los sabores de los helados en el mostrador. Hablemos de la nata de la leche. ¿Soy capaz de tomármela cuando flota partida en trozos pequeños o la separo siempre con la cucharilla? ¿Y el arrepentimiento? A veces hago un gesto…, pongo mi mano sobre los ojos a modo de visera como si la luz del sol me molestase. No es la luz, es el arrepentimiento. ¿De qué? ¿Crees que mi ambición se mide con un compás? ¿Crees que soy vieja y que a menudo recuerdo los días de infancia, el mar, las manos de mi madre? ¿Piensas que compraría juguetes sexuales en la red si pudiera no usar mi propia tarjeta de crédito?

– sé muy pocas cosas, vicepresidenta.

– Mi cargo, ya lo veo. El tono de mi voz. Las fotos publicadas. Las últimas medidas que aprobé.

– eso lo sabe cualquiera que lea la prensa y busque vídeos tuyos.

– ¿Te conozco? -preguntó la vicepresidenta.

– no -dijo la flecha.

– ¿Me lo juras?

– sí.

– Pero qué importa, tu juramento no vale nada. Menos que nada. ¿Crees que soy una exhibicionista?