En su faz había odio, furia y más dolor del que Brad había visto jamás.
– Siempre he sabido que te las compondrías bien sin mí, Page.
Eres muy fuerte y te llenas la vida de trabajo.
Pensé que ni siquiera me añorarías.
¿Acaso fue ella quien le alejó de su lado? ¿Era culpa de Page y no de Brad? ¿Había desatendido a su esposo? Mientras escuchaba sus argumentos, se acusó a sí misma tanto como a él.
– Creo que somos un par de idiotas -dijo cáusticamente-.
Yo, por supuesto, lo he sido.
– Te mereces algo mejor, Page -dijo Clarke con franqueza.
También él lo merecía.
Tenía derecho a estar donde realmente quería, y no humillándose a los pies de su mujer y pidiéndole perdón.
Claro que, en justicia, era el precio que debía pagar.
Sin embargo, aquello marcaba uno de los momentos más cruciales de sus vidas y, unido al accidente de Allyson, adquiría tales dimensiones que fácilmente podía destruirles a ambos.
– Todos nos merecemos algo mejor -dijo Page en un murmullo, y salió de la habitación.
En la cocina actuó como un robot.
Puso una pizza en el microondas para que Andy cenara, y le llamó al cabo de cinco minutos.
Tenía temblores, náuseas, y cada vez que sonaba el teléfono daba un respingo pensando que era del hospital con malas noticias de Allie.
Su mente saltaba del terror del accidente a la revulsión de lo que Brad le había confesado.
¿Cómo va eso, campeón? -preguntó a Andy con fingida naturalidad, y le sirvió la cena en el mostrador de la cocina.
Brad estaba todavía en el salón.
Page se sentía como si el mundo se le hubiera caído encima.
– Estoy bien -contestó el pequeño-, pero tú pareces cansada, mamá.
Siempre había sido un niño considerado, tierno y juicioso.
Ella había creído que Brad también era así, pero ahora había descubierto una faceta insospechada, y que preferiría no haberla descubierto jamás.
– Y lo estoy, cariño.
Allie se encuentra fatal.
– Ya lo sé.
Pero papá me ha dicho que se pondrá bien.
Era el evangelio según san Brad.
¿Y si Allyson moría? Como todas las otras miserias de su existencia, habría que dejarla para más tarde.
– Esperémoslo.
El niño, receptivo, miró extrañamente a su madre.
¿Tú también crees que se curará? -Espero que sí -repitió Page.
¿Qué más podía decirle? Cuando Andy terminó su pizza, le sentó en su regazo y le abrazó.
Aún era lo bastante pequeño para sentarse en su falda y así, arrullados, ambos hallaban solaz.
Ahora mismo necesitaba a su hijo más que a nadie, más que nunca.
– Te quiero, mamá.
– Andy era todo espontaneidad.
– Y yo a ti, tesoro mío -dijo Page con los ojos humedecidos, ensimismada, pensando no ya en Andy sino en Allie, en Brad y en sus recientes desdichas.
Bañó al niño, le acostó y le leyó un cuento.
Luego, se tendió diez minutos en su habitación.
Cerró los ojos e intentó dormirse, pero en su cabeza se arremolinó un aquelarre de imágenes monstruosas, lacerantes, de interrogantes sobre Allyson, sobre Brad, sobre su convivencia de tantos años, sobre la vida, la muerte y lo que todo ello significaba.
Oyó un ruido, y al abrir los párpados vio a Brad en el umbral.
¿Quieres que te traiga algo? -él no sabía cómo abordarla.
Habían vivido demasiadas tensiones, habían dicho y revelado demasiado sobre sí mismos como para volver a ser la pareja bien avenida de otro tiempo.
Era devastador pensarlo, e imposible simular que nada había ocurrido-.
¿Has comido? -No me apetece nada, gracias.
– Page no tenía apetito, y por razones justificadas.
– Puedo preparartte algo en la cocina.
Ella hizo un gesto de negación y trató de borrar de su memoria la escena del salón, pero estaba obsesionada con la mujer de la agencia, con aquellos ocho meses de citas secretas.
¿Y antes? ¿Hubo otra mujer antes? ¿En cuántas ocasiones le había sido infiel su marido? ¿Había tenido muchas amantes? ¿Había perdido ella su atractivo para Brad o sencillamente llegó el hastío? Cayó en la cuenta de que aún llevaba el suéter raído de la víspera y sus vaqueros viejos, y que tenía el cabello muy enmarañado tras las horas de espera en el hospital.
No podía competir con una licenciada de Stanford de veintiséis años sin responsabilidades ni obligaciones familiares.
Se preguntó qué habrían hecho el fin de semana.
¿Adónde fuisteis ayer? -le soltó a bocajarro a su marido antes de que se escabullera de la estancia.
– ¿Y a ti qué más te da? A Brad le fastidiaba que le agobiase, y esa irritación enfurecía a Page.
– Tengo curiosidad por saber dónde te habías metido mientras yo te buscaba a ciegas.
¿Qué clase de lugares frecuentaba con ella? Page se sentía totalmente excluida de la vida de Brad, como si fueran dos desconocidos.
– Pasamos la noche en el John Gardiner -respondió Brad inesperadamente.
Era un rancho con hotel y pistas de tenis situado en Carmel Valley.
Pero cuando telefoneó a Page estaban ya de vuelta en la ciudad, en el piso de Stephanie, motivo por el cual se había presentado tan deprisa en el hospital.
– Deberías comer un bocado -insistió él, en un intento de desviar el tema.
Si algo no deseaba en aquellos momentos era contarle sus andanzas con Stephanie.
Pero Page estaba empecinada en averiguar todos los detalles, como si fuesen a darle la clave de su propio naufragio.
– Me daré un baño y volveré al hospital -anunció pausadamente.
En casa no tenía nada que hacer.
Quería estar con Allie.
– Ya te han dicho que no podrás verla -le recordó Brad.
– No me importa.
Quiero permanecer cerca de ella.
él asintió, pero de repente se le ocurrió una objeción.
– ¿Qué pasa con Andy? ¿Piensas regresar antes de que amanezca? -No.
Mañana tú mismo puedes vestirle y mandarle a la escuela.
No me necesitas para eso.
yo tal vez sí? ¿ Era aquél el único servicio que le interesaba ahora de ella, el de niñera de sus dos hijos? -No -convino Clarke.
Y añadió con un tono que denotaba pesar-: Pero te necesito para otras cosas.
¿De veras? -preguntó Page, mirándole con distanciamiento-.
¿Por ejemplo? No puedo recordar ninguna.
– Page, te quiero.
– La frase sonó vacía.
¿En serio, Brad? -repuso ella desde las profundidades de su congoja-.
Por lo que he oído hace un rato, me he estado engañando a mí misma durante meses, y puede que tú también.
Quizá sea mejor que hayamos descorrido el velo.
De todos modos, la verdad no la había aliviado, sino que la había herido hasta desgajarle el alma.
– Estoy desolado -susurró Clarke, pero no dio ningún paso en dirección a ella, lo que era suficientemente expresivo.
Les separaba todo un mundo.
– Y yo -dijo Page.
Se levantó del lecho, observó a Brad unos segundos y entró en el cuarto de baño sin despegar los labios.
Abrió el grifo de la bañera, cerró la puerta y, una vez sumergida, dio rienda suelta al llanto.
Ahora tenía a dos seres por quienes llorar.
Había sido un fin de semana memorable.
CAPITULO VI
Page pasó la noche del domingo en el hospital, ovillada en una silla de la sala de espera.
Pero ni siquiera advirtió la incomodidad del asiento.
Apenas durmió, pendiente como estaba de Allie.
El bullicio de la planta la mantuvo despierta, junto a los típicos olores de clínica y el miedo a que, en cualquier instante, se segara la vida de su hija.
Fue un descanso cuando por fin, a las seis de la mañana, le dieron permiso para verla.
Una enfermera joven y atractiva la acompañó a la sala de reanimación, y por el camino le habló amablemente de lo guapa que era Allie y de su magnífica cabellera.