– Estoy avergonzada de mí misma -dijo Ethel- por desaparecer de aquella manera, sin una palabra.
– ¡Avergonzada! Es la emoción más inútil que existe. La vergüenza y la culpabilidad… no sé lo que es peor. ¿Ves lo que dice ahí? -Señaló un lugar en el muro.- Ingrid no-sé-cuántos, la estrella de cine, lo dijo: «El secreto de la felicidad es una buena salud y una memoria corta.» Arráncalo y llévatelo. Hiciste lo que debías. No era una buena idea que viviéramos juntos. Si tú pagases el alquiler, que tendrías que hacerlo ciertamente, yo me hubiera sentido obligado. Hubiera terminado odiándote. ¡La tensión de la fidelidad! ¡Y mis gatos! Aquí son libres. ¿Qué hubiera hecho yo allí… estar limpiando lo que ensuciaban? No, estamos mejor aquí, en la última casa de una calle abandonada, con los coyotes, las serpientes y los buhos alimentándose con los perritos de la pradera, los ratones del campo y la codorniz, un equilibrio ecológico perfecto… Kit, acaba ya, no llores más.
– Me siento terriblemente, Ernie. Pero no lo ves, somos demasiado parecidos. Te lo escribí, explicándolo.
– Sinceramente, no acabé de leer tu carta.
– No te preocupas por nada, chiquillo. Ernie suspiró.
– ¿Qué significa eso?
– Me parece oír la voz de mi padre -dijo-. Así es como él solía hablar y por eso me fui de casa.
– Bueno, pues es verdad. No hay nada que te interese.
– Así es. Pero me alegro por ti. Realmente me gustas. -Le acarició la cara, suavemente, como solía hacer antaño.- Eso no ha cambiado. En eso puedes confiar.
Ethel cerró los ojos y permaneció silenciosa.
– No te guardo rencor -dijo-. Siempre seré tu amigo.
– ¿De verdad? ¿Lo prometes?
– Sí. Siempre seremos amigos. No importa lo que hagas.
– Gracias -dijo Ethel-. Realmente. Muchas gracias. Entonces, aliviada, con los ojos cerrados todavía, se tendió y rodeó a Ernie con sus brazos, como si lo estuviera haciendo en sueños y apoyó la cabeza en el hombro de él.
– Ahora te creo -le dijo -. Creo que no estás enfadado conmigo. Me siento mejor.
– Así que no llores más.
– De acuerdo.
Ernie no se acercó más. Quedaron inmóviles.
– Ahora tengo alguien bueno de verdad -murmuró Ethel.
– Me alegro por ti.
– Mira, Ernie, yo necesito que alguien me diga cómo he de ser, lo que está bien y lo que está mal. Y él lo hace.
– Pues está muy bien. No llores más.
– Ahora lloro porque soy feliz. Por hablarte como lo hago. He echado de menos nuestras charlas, Ernie. Me preocupaba por ti. Como, por ejemplo, si ya habrías mandado arreglar este maldito colchón. ¿Por qué por lo menos no le das la vuelta? Vamos. Levántate.
Dieron la vuelta al colchón, poniendo la cabecera a los pies.
– Gracias -dijo Ernie-. Tiene mejor aspecto. Más trabajo del que he hecho en una semana. -Se tendió otra vez.- Vamos, hablame de él. ¿Cómo se llama?
– Teddy. Tápate un poco, ¿quieres?
– Ven aquí conmigo y nos cubriremos los dos -dijo Ernie retirando la sábana y metiéndose debajo -. Vamos, como solíamos hacer, para hablar solamente.
Ella se tendió conservando sus panties.
– Ahora habíame de Teddy.
Ethel le habló de Costa, de su visita, y Ernie la escuchaba atentamente y sin interrumpirla, sin contradecir su interpretación de los hechos ni corregirla en ningún juicio. Ernie sabía escuchar. Ella le contó cómo la había interrogado Costa, el cambio del viejo cuando se emborrachó, la canción que cantó y lo peligroso que parecía cuando se enfadaba y cuánto la había asustado. Le habló de su honradez y de que él reconoció la verdad cuando ella le preguntó si no hubiera deseado que Teddy se casara con una de su gente, y de los fuertes lazos familiares, que ella nunca había conocido nada igual, que su propia familia no era nada.
– Y tú… ya sabes.
– Ya sé -dijo Ernie-. Nada. Pero oye, has estado hablando sólo del padre. Y el hijo, ¿cómo es? ¿Teddy?
– Oh, es un chico realmente bueno. Siempre me lo cuenta todo. Yo sé en todo momento lo que está pensando. Me grita cuando cree que me he equivocado. Nadie lo había hecho antes… excepto mi padre. Pero me gusta que Teddy lo haga porque significa que se preocupa por lo que yo hago.
– ¿Y yo no?
– Ernie, tú nunca te preocupaste. Tú nunca te enfadaste conmigo.
– Solías decirme que eso te gustaba.
– Me gustaba.
– Yo era tu ideal, solías decir. -Ernie se echó a reír al recordarlo.
– Lo eras. Pero todo ha de tener un significado, ¿no es verdad Ernie?
– No.
– Mira. Navegamos con la corriente, adonde sea que nos lleve. Pero este maldito viejo griego, es feroz. Para él, todo ha de ser de cierta manera. Y yo lo necesito… No lo hagas, Ernie.
Ernie, avanzando la mano por la espalda de Ethel hasta la extremidad del hueso entre sus nalgas, la había atraído hacia él, de modo que ella quedó apretada contra él, su vulva presionando el hueso de la cadera de Ernie.
– Me alegro por ti -dijo Ernie-. Finalmente has encontrado el tipo que te conviene, me parece a mí.
– Sé que así es. No hagas eso, Ernie.
– Quédate quieta.
– De acuerdo, pero no hagas eso.
Le producía un placer. ¡Ernie era un hombre tan perfectamente tranquilo, tan pasivo! Su indiferencia… ¡Oh Dios! Eso seguía excitándola. Era algo perfecto estar allí juntos, de aquel modo, hablando. Tal como ella lo recordaba, la cara descansando entre el hombro y la cabeza de él. Ethel observó otra vez que a pesar del calor, más de noventa, Ernie parecía fresco. En el día más caluroso, Ernie tenía una brisa particular que soplaba sobre su cuerpo. Teddy sudaba cuando hacía el amor, especialmente antes; Ethel adivinaba siempre cuando lo deseaba porque se ponía sudoroso. Pero Ernie siempre estaba tan tranquilo y fresco.
– No, Ernie, por favor, no hagas eso.
– No lo hago. -Cogió la mano de ella que colocó en su pene. Estaba lacio.- ¿Lo ves? Vamos, sigue, habíame del hijo.
Ethel quitó la mano.
Susurrando, ya que él estaba tan cerca, le contó por qué había venido a Tucson.
– El y Teddy llegarán pasado mañana -dijo-. El viejo me dijo que yo viniera primero y preparara a mis padres para su visita. No me preguntes qué quiere decir con esto… preparar a mi familia, dijo él… ni lo que se supone que debo hacer. Pero lo que ese viejo ordena, ha de hacerse.
– ¿Por qué no estás en tu casa ahora, haciendo lo que sea que debas hacer?
– Tenía que verte. Me sentía tan avergonzada por alejarme de ti de aquella manera. Sabes, no entiendo cómo soy, Ernie. Como ahora, todavía siento algo hacia ti. Mis sentimientos no están ahogados como deberían estar. Pero algo sí sé con certeza… amo de verdad a Teddy. De verdad.
Ethel le apretó con fuerza para que él la creyera.
– No es un capricho pasajero, Ernie. Estoy enamorada. ¿Lo comprendes?
– Sí. Lo comprendo. Quítate esto.
– Ernie. No.
– Vamos. No me gusta estar desnudo y que tú no lo estés.
– No lo haré, Ernie. Me vestiré y me iré a casa si sigues por ese camino.
Diez minutos después ella se sacó los panties sin que él se lo pidiera.
Lo tomó en su boca, y tiró suavemente de él, del modo que solía hacerlo, mientras él permanecía echado con los brazos doblados por detrás de la cabeza.
No consiguió una erección.
– Estás enfadado conmigo, de acuerdo -dijo Ethel, levantando la cabeza del órgano viril que estaba alargado pero flojo y metiéndolo de nuevo en su boca.
Siempre había existido aquella cuestión, recordó Ethel, de si ella podría o no podría excitarlo. Ernie era el único muchacho que ella había conocido con el que le correspondía a ella ser el agresor. Siempre había tenido que ir detrás de Ernie, esperando ansiosamente que, tarde o temprano, él respondería.