Era como estar contemplando dos grandes criaturas marinas. No se podía ver nada de lo que estaba sucediendo entre ellos a causa del remolino del agua del puerto y la nube de arena y lodo que se alzaba del fondo. Algo terrible estaba ocurriendo allí, pero nadie hubiera podido explicar el qué.
La gente se había amontonado al final del muelle. Los hombres se gritaban unos a otros, sugerencias, instrucciones, avisos.
Algunos se prepararon para echarse al agua, otros los retuvieron arriba.
Todos vieron entonces una mancha de sangre elevándose desde el fondo en donde luchaban los dos cuerpos, el oscuro color rojo mezclándose con los nubosos remolinos azulados del combustible de pantoque de la popa del yate anclado.
Ethel vio que Petros luchaba por liberarse, mientras que Costa, en su elemento, aquel elemento que él conocía muy bien, y que no temía, acuchillaba una y otra vez al hombre más joven que él.
Costa salió del agua, soplando y jadeando, con el cuchillo en la mano.
Buscó a Ethel, la encontró.
Costa quería, por encima de todo, que Ethel fuese testigo de lo que él había hecho. Era su respuesta a los actos de Ethel. Se encaramó al muelle. Agotadas sus fuerzas, se puso de pie lentamente.
Desde todos los lados, los hombres saltaban al agua.
Otros intentaron detener a Costa, pero los amenazó con su cuchillo. Sabían que Costa era capaz de cualquier cosa porque no temía a nada.
Sacaron a Petros.
Estaba en estado de shock, sangrando por múltiples heridas. No le quedaban fuerzas para luchar.
Lo tendieron en los tablones manchados de sangre en donde se había limpiado tanto pescado.
A la cabeza del paso, desde la oficina de la dársena, esperaba el «Chevrolet», con la puerta abierta y el motor en marcha. Costa tambaleándose primero y finalmente sobre sus rodillas y manos, se encaramó dificultosamente hasta el asiento de delante.
Lo último que Ethel vio fue al viejo volviéndose para mirar al niño que iba en la parte posterior. El auto se marchó después.
Petros sangraba por muchos cortes. Pero una rápida inspección en el hospital puso de relieve que la peor herida había sido la inferida en su orgullo.
Petros evitó dirigir la mirada a Ethel.
La Policía fue en busca de Costa. No estaba en su casa. Su esposa, Noola, dijo que no tenía ni idea de dónde podía estar y la Policía la creyó.
Fueron entonces en busca de Aleko el Levendis. Su esposa les dio una pista.
– Miren en casa de mistress Achuica, en Clearwater -les dijo.
Allí encontraron a Aleko desayunando tranquilamente y estudiando las carreras de caballos del Times de Saint Petersburg.
Aleko recibió cordialmente a los policías.
– No sé dónde está -dijo.
– ¿No era usted el que lo llevaba en el auto?
– Lo dejé frente a su casa.
La Policía no creyó que Aleko estuviera diciendo la verdad.
Sentada en la ventana, dando de comer a un bebé, estaba mistress Achillea. Uno de los policías aventuró una suposición.
– Sí -dijo el Levendis-, me pidió que trajese aquí al chico.
El niño parecía tranquilo bajo los cuidados de mistress Achillea.
– Los policías consultaron entre ellos.
– Sabe dónde está Costa -el policía cracker indicó a Aleko.
– Seguro que lo sabe -respondió el policía griego-. Pero, ¿qué podemos hacer?
– Podemos obligarlo a hablar. Hay modos de conseguirlo.
El policía griego miró al Levendis, que les estaba ofreciendo café, huevos, tostadas, mermelada… cualquier cosa excepto información.
– Hablaremos con usted más tarde -dijo el policía cracker-. No salga de viaje sin avisar.
– Estaré en el hipódromo -dijo el Levendis-. ¿De acuerdo?
La Policía se dirigió al apartamento de Ethel. La encontraron en la cama, vestida para salir de viaje. En el suelo, a medio hacer, había una gran maleta de viejo modelo.
– ¿Dónde piensa usted ir, mistress Avaliotis? -preguntó la Policía.
– No lo he decidido todavía -respondió ella.
Ethel quería tener las últimas noticias sobre Petros. Uno de los policías salió para llamar al hospital.
– Si descubre usted dónde está Costa -Ethel dijo al otro, el griego-, dígamelo.
– ¿Dónde podría estar?
– ¿Preguntaron a Aleko?
– O no lo sabe o no lo quiere decir. Al pequeño de usted, lo he visto allí. Con mistress Achillea, en Clearwater. ¿Conoce usted a esa mujer?
Ethel no respondió.
– Está cuidando bien del niño -dijo el joven policía-. No se preocúpe por tanto.
Ethel lo miraba fijamente.
– ¿Va a venir su marido?
– Está en el mar.
El policía griego continuó haciéndole preguntas, pero tuvo que repetir algunas.
– ¿Oye usted mal? -le preguntó.
Ethel había escrito notas a cada uno de los principales. Las notas estaban esparcidas sobre una mesa redonda, junto a la ventana de la alcoba, iluminadas por los rayos de sol.
El policía miró a quién estaban dirigidas.
– ¿Le importa? -preguntó señalando las cartas.
– Haga lo que quiera -dijo Ethel. No se había movido de la cama.
Cuando el policía griego, un muchacho sentimental, las hubo leído, miró a Ethel con piedad.
– Es mejor que las disimule -dijo-. Si él las lee -podían oír al policía cfracker que subía la escalera- podría ser que la llevara a la comisaría para ser interrogada.
– Haga lo que quiera -repitió Ethel.
El policía tapó las cartas con una revista, justo en el momento en que su compañero entraba en la habitación.
– No está en la lista de ios casos graves -dijo el policía cracker. Esperó que Ethel dijera: «Eso está bien», pero ella no dijo nada.
– Bien, mistress Avaliotis -dijo el policía cracker-, será mejor q ue no salga usted de la ciudad durante un par de días.
No supo qué decir más.
23
Vestida para emprender un viaje, insegura de adonde o cuándo, Ethel Laffey se quedó sentada junto a la ventana, mirando a través de la neblina de calor a los postes de telégrafos a igual distancia de separación y a las señales luminosas del motel en la lejanía: LIBRE… LIBRE.
Cuando le entró temblor, no por el frío, sino por el miedo, se metió en la cama tal como estaba, completamente vestida. Cubriéndose con una manta, se encogió como solía hacer en sus años de adolescencia cuando se sentía sola y sin esperanzas.
Había vivido más de veintidós años y nunca, anteriormente, había estado tan cerca de aquel tipo de violencia: aquellos dos hombres habían reñido a matar y ella era la causa. Se engurruñó todavía más, las rodillas tocándole la barbilla.
En la cómoda, metida entre el marco del espejo y el cristal, vio las «Polaroids» que Teddy había tomado de su hijo. El bebé miraba a la cámara con una expresión igual a la que tan a menudo la había mirado a ella. Acusadoramente.
¿Podía realmente dejar este niño con el viejo que había visto salir del agua dificultosamente, con un cuchillo en la mano y la frente empapada de fuel y sangre?
Pero, ella había prometido a Costa que el niño era para él.
Se echó a temblar nuevamente.
Decidió aliviarse con un baño y dejó correr el agua tan calienta como podía soportarla.
Ed Laffey le había contado que halló a su esposa en la bañera en donde había permanecido tanto tiempo que el agua ya estaba fría. Había tenido que sacar a Emma sosteniéndola en los brazos, un peso muerto.
«Me pregunto dónde está Ed ahora», pensó Ethel.
Pero Emma no tenía razón alguna para seguir viviendo, no tenía hijo, ni esposo, ni suficiencia, ni interés, ni talento para el placer. Emma tenía que morir antes de poder expresar sus verdaderos sentimientos.