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Ethel se incorporó y salió del baño. El agua caliente había hecho afluir la sangre debajo de la piel. Su cuerpo estaba rosado. Con una toalla enjugó el vapor del espejo colocado en la puerta del cuarto de baño, y se miró. No se encontró ningún cambio, ninguna marca de tirantez en el vientre allí donde Costa había frotado el aceite de oliva, sus pechos sin ninguna disminución, ningún signo de decaimiento. Su cuello era firme y suave, sin ningún vello. Ningún signo descubría su reciente preñez.

– Eres bella -se dijo.

Su voz era desafiadora; se estaba impacientando consigo misma. ¿Por qué demonios la proposición de Robín Bolt tenía que causarle tanta repugnancia? A Ethel Laffey, ¡que había estado en la cama de Julio el metalúrgico! ¡Trescientos cincuenta dólares semanales hubieran cambiado su vida!

Decidió vestir algo diferente, un modelo atrevido, vistoso, recién llegado de la tintorería. Haciendo una pelota con el papel de seda lo arrojó a la papelera al otro lado de la habitación. El vestido estaba confeccionado a su medida; ponérselo la hizo sentir mejor.

Decidió recoger sus cosas de la oficina y del apartamento con vistas al golfo. Eso sería un primer paso. Hacia cualquier lugar.

Antes de salir miró las cartas que tenía encima de la mesa y las rompió. Esta vez no iba a dejar notas detrás de ella. Iría al hospital a ver a Petros, encontrarse con Noola y afrontar su desprecio, seguir la pista a Costa y encararse con su ira. Haría frente al castigo.

Al salir, la luz la deslumbró. Hacía tanto calor que la zona parecía estar cubierta por una neblina. Tuvo dificultades para concentrarse en la carretera y en los autos que le venían de frente. Conectó la radio para mantenerse alerta y la cerró después, temerosa de lo que pudiera oír.

Metió la llave en la cerradura del apartamento frente al golfo, pero no consiguió darle la vuelta.

– Míster Kalkanis envió a alguien para que cambiara el cilindro -le dijo el conserje- hará una media hora. Sí, yo tengo una llave pero el hombre me ha dicho que no debía entregarla a nadie. Lo sé, señorita, lo sé. Lo siento.

En la dársena vio a míster Bolt, envuelto en una bata a rayas verdes, desayunando solo bajo el toldo que daba sombra a la cubierta posterior. Estaba leyendo el periódico de la mañana, y claramente se veía que no deseaba ser molestado. No muy decidida a dar aquel paso, Ethel se sintió aliviada.

La oficina parecía abandonada. Rápidamente metió todo lo que había en su escritorio en una bolsa de la compra. Al hacerlo, se dio cuenta de la presencia del contable de Petros, un griego de Alejandría, de piel morena, que la miraba desde el umbral de la puerta.

– Recojo mis cosas -explicó.

El no respondió, y le dio la espalda mientras ella se iba.

Ethel comenzó a dirigirse hacia el Sara para hablar con míster Bolt. Pero, en aquel momento, míster Bolt estaba rodeado por sus amigos, todos charlando y riendo. No era el momento oportuno, decidió Ethel. Se iría en el auto a Clearwater, vería a su hijo, y volvería al Sara dentro de una hora.

El Levendis estaba dormido, le dijo a Ethel mistress Achuica.

– La noche pasada, en medio de la cena -contó-, el Levendis dejó caer la cabeza sobre la mesa y eso fue sus buenas noches.

– Ha estado bajo mucha tensión -explicó Ethel.

– Ha sido terrible -dijo mistress Achillea- esa tensión.

– Sólo quiero hacerle una pregunta -dijo Ethel-. Por favor, despiértelo.

Mistress Achillea estaba a punto de negarse, pero recordó la primera visita de Ethel y el Dalla Sua Pace de Mozart, y cómo, mientras ella cantaba la última nota, se había vuelto hacia Ethel y la joven había dicho algo que nadie hubo dicho antes, que Aleko y ella formaban una bella pareja y nunca debían separarse.

De modo que gritó:

– ¡Alekooooo! ¡Oh, Aleko, corazón mío!

La respuesta, cuando llegó, fue un gruñido.

– ¿Qué es lo que quieres ahora, por amor de Dios?

Mistress Achillea sonrió tiernamente.

– Mi ángel se ha despertado -murmuró a Ethel-. Ethel ha venido a verte, querido mío -gritó. Y continuó, bajando la voz-: De todos modos, algo bueno ha salido de todo esto. Es la primera vez en ocho años que ha dormido aquí toda una noche. ¡Imagínese! ¡Estos griegos! Y su esposa ha dicho… ¿Me estás escuchando?

– Sí.

– Que no va a aceptarlo de nuevo. Me ha llamado una amiga para decírmelo. Tú has cambiado mi suerte.

Aleko salió envuelto en un albornoz, de vistoso color naranja, que pertenecía al hijo adolescente de mistress Achillea. En la espalda se leía impreso: EQUIPO DE NATACIÓN.

– Te diré la verdad, Ethel -le dijo en respuesta a su pregunta-. Sé dónde está. Pero me pidió que no lo dijera a nadie.

– Sólo a mí -suplicó Ethel-. Voy a irme para siempre. Dímelo a mí y a nadie más.

– Especialmente no debo decírtelo a ti -respondió él -. Perdóname, no deseo herirte.

– Si no quieres herirla, ¿por qué la hieres? -dijo mistress Achillea-. Mira lo que le has hecho. Mira su cara.

El Levendis alzó la voz a ese nivel autocrático innato en todos los hombres griegos desde su nacimiento.

– Cuida de tus asuntos, mujer, o me volveré a casa.

– Me gustaría ver al niño antes de marchar -dijo Ethel. -Está en el patio posterior -dijo mistress Achillea-. He pedido prestado un cochecito a mi vecina. -Acompañó a Ethel por la puerta de la cocina.

– ¿Dónde vas a ir ahora? -se lamentó el Levendis-. Me has despertado, y ¿dónde está mi café? Una tostada, o algo, por el amor de Dios…

– Voy corriendo para que calle -dijo mistress Achillea.

El rostro del niño estaba al sol. Ethel dio la vuelta al cochecito. Con el movimiento, el niño abrió los ojos y miró firmemente a su madre bajo los pesados párpados, cerrándolos después de nuevo con un ligero suspiro.

¿Cómo podía abandonar a este niño? No importaba lo que hubiera dicho antes a Costa. Aceptaría el maldito trabajo de míster Bolt, iría a Nueva York, encontraría un apartamento, lo amueblaría, lo embellecería, y cuando encontrase una niñera que pudiera cuidar del chico, volvería y se lo llevaría.

Mistress Achillea había vuelto junto a Ethel.

– ¡Ese Aleko! -exclamó-. Pon algo en su boca, y se está tranquilo. Igual que un bebé.

Una al lado de otra, en silencio, ambas admiraron al bebé.

– Es una belleza, sí señor -dijo mistress Achillea-. Y un chico también, gracias a Dios. Se parece enteramente a su padre.

– Enteramente -respondió Ethel.

«Podría suceder así -pensó Ethel-. Puede comenzar en seguida a cobrar tu salario», había dicho míster Bolt. Si lo decía de nuevo…

– Dime -preguntó mistress Achillea-. ¿Teddy no lo ha visto todavía?

– Naturalmente, cuando fue bautizado.

– ¡Debió de sentirse tan orgulloso! -añadió mistress Achillea-. Este muchacho es un lokoum, hecho de miel. Oh, cuánto me gustaría que fuese mío…

Ethel miró cuidadosamente a mistress Achillea,

– ¿Realmente? -le preguntó.

– ¡Mira cómo sonríe! ¿Qué secreto le hará sonreír?

– Nunca lo sabremos -comentó Ethel.

El bebé hizo un ruido.

– Está soñando -dijo Ethel.

– Sí, ¡está soñando! Sueños muy importantes. Como si tuviera preocupaciones de negocios. Pero es tan buen chico; nunca llora.

– Todavía no ha tenido motivos para llorar, ¿no es así? -dijo Ethel.

Sí, pensó… si míster Bolt repetía su oferta, a lo mejor ella podría hacerlo mañana mismo, llevarse el chico sin más.

– Cuando le salgan los dientes -decía mistress Achillea-, entonces lo vamos a oír.

Maldita sea, ella debía eso al niño. Era su hijo y ella le había dado un mal principio de vida. ¡Tenía que compensarlo por ello! No debía hacer al niño lo que otros habían hecho con ella.