La voz de Ethel ahogó el rock y el sonido del motor rugiendo.
– ¿Qué te he hecho yo de malo a ti, Peetie? -gritó como si estuviera frente a él-. En primer lugar, yo no quería enredarme contigo, maldita sea. -Sacudió el volante. – ¡Me acorralaste y acorralaste! Yo nunca te dije «te amo», ¿no es así? Tuve mucho cuidado con eso, fui honrada. Desde el principio te dije que sólo sería para una temporada. Eso fue tu idea, esa escena de para-siempre-jamás en el espejo. ¿Con qué derecho me has escupido en la cara como lo has hecho? Deberías darme las gracias en vez de escupirme. -Golpeó el volante. – Y tú, Noola, ¡vieja bruja miserable! ¡Cerrando la puerta en mis narices! ¿Qué demonios querías decir… que ahora ya sabías lo que siempre supiste? ¡Yo te di la idea de trabajar! ¡Te dije que un cheque semanal te convertiría en una mujer libre! ¿Con qué derecho me odias? Y Costa, tú por ahí, diciendo a la gente que no quieres que yo sepa en dónde estás. Yo te di lo que tú más has deseado en el mundo. ¡Lo que tu hijo no podía darte! Lo intenté con Teddy, Dios lo sabe, ¡lo intenté! Fue sólo por ti, Costa, sólo por ti. Porque yo te amaba. Más que a nada en el mundo, yo te he amado a ti. Y todavía te amo, solamente a ti…
Ethel oyó entonces la sirena. El agente era un hombre apuesto, instalado cómodamente en una pesada moto de color negro. Ella lo había visto siguiéndola algunos centenares de metros atrás, pero no había hecho caso.
Ethel detuvo el auto. Tomándose su tiempo, el policía se acercó a la ventanilla del auto.
– ¿Puedo ver su permiso de conducción, por favor? -preguntó con voz de tono sorprendentemente suave.
– Está aquí. -Ethel le entregó el bolso.
– ¿Le importaría buscarlo usted misma, señorita, y entregármelo?
– No puedo… ¿No lo ve usted? No puedo.
El policía de la motocicleta contempló la cara alterada y surcada de lágrimas de Ethel. Probablemente drogada, pensó. Había visto centenares como ésta. ¡Lástima de chica linda!
– No nos está permitido hacer lo que usted me pide -dijo-. Tómese su tiempo, señorita; no tenemos ninguna prisa, ¿no es así? Busque su permiso y echemos una ojeada.
Su voz la tranquilizó. Ethel buscó en su bolso hasta que encontró la cartera plana de color negro y la abrió para el agente.
– Estaba pasando de los noventa kilómetros -dijo el agente mientras examinaba el permiso-. Debería castigarla con una multa, pero ya tiene usted bastantes problemas. ¿Es usted la joven mezclada en ese asunto de cuchillo de la dársena?
– Sí. ¿Ha dicho usted que puedo irme?
– Yo solía amarrar mi cacharro por allí y tuve algunas agarradas con ese viejo griego cuando era encargado del muelle. -El agente seguía conservando el permiso de conducción de Ethel. – Hablo de ese viejo que acuchilló a míster Pete Kalkanis. Quiero decirle que…
– ¿Va usted a ponerme una multa, o no?
– Era el tipo más arrogante, el viejo más estúpido que yo nunca había… Tuve el presentimiento de que algún día haría alguna cosa como lo que ha hecho. Espero que le den lo que se está mereciendo. Pero no lo harán. ¡La justicia en este país actualmente está desquiciada!
– ¿Quiere darme de una vez el papel de la multa y callarse? De pronto Ethel puso en marcha el auto, apretando la palanca de las marchas y pisando el acelerador. Había olvidado soltar la manecilla del freno, de modo que el auto salió a tropezones antes de que ella se diera cuenta.
Doscientos metros más abajo, el agente se colocó frente a ella, con un rugido de su motor. Cuando ella se detuvo, el policía aparcó su moto contra el parachoques del auto de Ethel.
– No había terminado de hablar con usted -prosiguió con su misma voz suave de antes-. Todos esos griegos de Tarpon Springs harían mucho mejor en quedarse al norte del puente de la Bahía de Tampa -siguió diciendo mientras sacaba su bloc de multas del bolsillo posterior. Parecía demorar todo lo posible rellenar el formulario-. Esto es un aviso para presentarse ante el tribunal del juez Burley -dijo mientras le entregaba el papel-. Yo la esperaré allí. -Entonces dejó ver lo muy enfadado que estaba. – Veo que todo lo que andan diciendo por ahí de usted es verdad -añadió.
Ya eran más de las dos de la madrugada cuando llegó a casa pero llamó por teléfono a Anthea, dándole un gran susto.
– Lo sé Anthea, lo siento, perdóname. No, no, no, estoy bien. No, gracias, es muy amable por tu parte, pero no necesito que vengas hasta aquí. ¿No está Aleko contigo? Bien. Sí, me iré, mis planes no han cambiado. Lo único que deseo es hablar con Costa antes de irme. Si pudieras pedirle a Aleko, por favor, que por la mañana hable a Costa, él sabe en dónde está Costa, y le pida por favor que me permita saber dónde puedo verle. Dile que ya sé que me he portado mal. Pero ahora tengo un plan y quiero contárselo… Oh, te estoy entreteniendo; ve, ve a la cama otra vez. Lo siento, lo siento. Sólo pídele a Aleko que diga a Costa que me llame, ¿querrás hacerlo? Buenas noches.
Ethel durmió bien aquella noche, hablando con Costa en sus sueños y en sus pensamientos, representando una y otra vez la escena que confiaba tendría con él. Se despertó una vez y escribió una carta al comerciante de «Mercedes» de Tucson, pidiéndole que consiguiera lo que fuese posible por el auto de ella y le enviara el cheque inmediatamente a Costa Avaliotis, Mangrove Still. Florida, y escribiera en el sobre «Retener hasta llegada».
Esto la hizo sentirse mejor y volvió a dormirse inquieta ahora despertándose a menudo para mirar el reloj. Estaba esperando que fuesen las ocho; tenía muchas cosas que hacer aquella mañana.
Fue al Banco y retiró todo lo que tenía depositado. Se dirigió a la venta de billetes de «Eastern Airlines» y compró un billete para el avión de las once de la noche, aceptando su oferta de reservarle habitación para una noche en un hotel de Nueva York. Fue entonces hasta «Lazy Louie's», el establecimiento de autos usados delante del que solía pasar todos los días cuando iba a su trabajo. Día y noche estaba iluminado por un perímetro resplandeciente de simples bombillas eléctricas, resonante por la música a todo volumen. El propietario miró superficialmente el auto, pero leyó con atención en una libreta de hojas sueltas en donde encontró detalle de la marca, el modelo y el año y en el lado opuesto, el número.
– Puedo ofrecerle setecientos diez dólares -dijo.
Ethel aceptó la oferta sin vacilar, le dijo que le entregaría el auto a las ocho de aquella noche, y que quería dinero en metálico.
– Tenemos abierto hasta las nueve -dijo el hombre-.Tendré a punto los documentos para que los firme. Le entregaré dinero contante y sonante, señora. Hasta la llevaré al aeropuerto; me pilla de camino a mi casa.
Ethel se sintió contenta al comprobar que aquel don que ella poseía y que hacía que la gente se desvelara por ayudarla, funcionara todavía.
De vuelta a su casa al mediodía, llamó a Anthea por teléfono y le confirmó que iría a recoger al niño a las ocho de aquella noche. ¿Querría Anthea salir un momento y comprar algunos potes de comida para bebés y leche condensada?
– Te lo pagaré todo cuando nos veamos.
– No quiero que me pagues nada -dijo Anthea -. ¿Ya tienes dónde instalarte en Nueva York?
– Por una noche. ¡Cuarenta dólares! Mañana buscaré algo más razonable.
– Pero, ¿por qué marcharte en plena noche?
– Me quedo por si acaso él quiere verme. ¿Le has pedido a Aleko que hable con él?
– Hizo una llamada por la mañana y entonces se fue. Estaba muy alterado y maldecía, pero no sé contra quién.
– Contra Costa, supongo. ¿Sabes adonde podía haberle llamado? Por favor, dímelo si lo sabes.
– No lo sé. Puedo… ¿puedo decirte algo?
– Cualquier cosa. No tan sólo eres en este momento mi mejor amiga, sino mi única amiga. ¿Qué es?
– No vayas cerca de ese viejo.