– En otras palabras: esta mañana no le has dicho nada a Aleko y es por este motivo que no lo has hecho.
– Sí, creo que sí. Está loco, sabes, no es normal. Por tu causa. Por favor, sube a ese avión. Y vete. ¿No hay otro avión que salga antes? Más adelante, escríbele y dile dónde estás. Las explicaciones escritas podrían ponerlo furioso, pero no podrá hacer nada. ¿Sabes cómo quiere a ese niño que tú vas a llevarte? Recuerdo cómo ha estado observándote desde el principio… como si tu barriga le perteneciera. Después renunció a su mujer por ti, ¿sabes eso?
– Por ese motivo -dijo Ethel- no puedo hacer lo que me pides.
Aquella misma tarde, al anochecer, el compañero de cuarto de Teddy, encontró finalmente a la feliz pareja. Estaban saboreando un picnic de patatas fritas, queso y cerveza en la perfecta arena fina de la playa de Ponte Vedra. Informó a Teddy que su madre había estado llamando y que parecía frenética.
Noola contó a Teddy por teléfono todo lo que sabía: sobre la pelea en el agua, que Petros estaba en el hospital, y que Costa había desaparecido y la Policía lo buscaba. Y que ella no sabía en dónde estaba, pero que temía por lo que pudiera suceder.
– Déjalo todo de mi cuenta, madre -dijo Teddy.
Llevó a Betty a casa.
– Esto es lo que yo quería decir -comentó cuando la acompañó hasta la puerta de su casa-. Ella los arrastró y arrastró; no tenía bastante con una víctima, habían de ser dos. ¡Así que ahora ya ves! Voy a hacer trizas de esa chica.
Besó afectuosamente a Betty.
– Cuídate -le dijo-. Te necesito.
Y puso en marcha el auto en dirección al Sur.
24
Cuando se alejaron del lugar de la pelea, Aleko había llevado a su amigo al rancho de la señora de los pomelos y las naranjas. No fue por instrucciones recibidas de Costa; Aleko hubiera podido llevarlo a cualquier parte sin que hubiera presentado ninguna objeción.
El viejo se había derrumbado.
Veinticuatro horas después de la tragedia, todavía no había dormido. Estaba violentamente arrepentido. Las imágenes alternadas de Ethel y Petros juntos, le impulsaban a ponerse de pie, y pataleaba y daba puñetazos en las paredes.
Grace, la grandullona soltera propietaria del rancho cítrico, era amable y paciente, pero Costa estaba terminando con su paciencia. Cada vez que conseguía dormirse, oía una nueva explosión de furia desde el dormitorio contiguo al suyo, una nueva autoinmolación a los pies del Señor Dios de la Iglesia Ortodoxa Griega.
Con la primera luz de la aurora le oyó que salía de la casa, y se hizo el silencio. Grace durmió. Pero, al cabo de media hora, Costa había vuelto de nuevo a la carga. Grace renunció; se vistió, preparó café y le llevó una taza a la habitación.
– ¿Cómo piensas que yo coma ahora? -vociferó Costa, moviendo los brazos indicando que se fuese.
La cogió entonces por un brazo y la hizo retroceder.
Fue entonces cuando Grace vio la serpiente.
Era una serpiente pequeña, de un metro aproximadamente, una joven boa americana moteada en tono naranja y puntos azulados. Estaba en el suelo, frente a la silla en donde Costa había estado sentado y a la que ahora había vuelto. Costa explicó que casi la había pisado cuando se dirigió hasta el estanque para ver la salida del sol. Cuando la serpiente se enroscó y le silbó, él la había matado.
– La he golpeado con una piedra -explicó Costa.
Grace le observó mientras Costa jugueteaba con el cuerpo delgado y flexible formando curvas amplias con ayuda de una ramita de sauce.
– ¿Ves lo que he hecho a la cabecita, aquí? -preguntó.
– Era una belleza, ciertamente -dijo Grace.
– Esta serpiente pequeña -dijo Costa- no hacía ningún daño. -Alzó la serpiente con la ramita, de modo que su longitud inerte colgaba en partes iguales por ambos lados. – La he matado ¡como si nada!, sin pensar. La veo, la mato. Nunca he sido así, Grace. Pongo a Dios por testigo.
– ¿Con Petros? Tenías tus buenas razones.
– No por lo que hice. No hay buena razón para ello.
– No te culpes; todo fue por culpa de ella.
– No hablamos de ella ahora, Grace. Ella es mi familia, mi problema. Sé lo que he de hacer con eso. ¡Pero Petros! El hombre que me dio trabajo cuando el maldito Banco me quitó mi tienda… ¿por qué lo he matado?
– No está muerto, Costa; está en el hospital.
Se oyó el ruido de un camión y voces que hablaban en español.
– Han llegado mis puertorriqueños -dijo Grace.
– Cuando alguien tan religioso como yo puede matar al hombre como si fuese un animal, como yo que me santiguo cada día cuando paso delante de san Nicolás, entonces la Biblia tiene razón. Todos llevamos el diablo dentro. -Se golpeó el pecho. – Esperando para salir. -Soy un criminal, Grace. No soy bueno.
Dejó caer la cabeza y la golpeó con los puños.
Grace salió. La esperaba un día de trabajo.
Solo en la casa, Costa quedó tranquilo. Cuando sonó el teléfono, disimuló su voz hasta estar seguro de quién llamaba.
– ¿Has visto el periódico? -preguntó Aleko.
– ¿Cómo puedo ver el periódico, maldito bobo? Aquí no hay quiosco. Aquí hay pantano. De todos modos lo sé, algo malo ha sucedido. El ha muerto.
– Respira el aire en paz. No tienes por qué esconderte más de la Policía. Voy a ir ahí en seguida.
Aleko trajo el periódico de la mañana. Había una corta entrevista con Petros en la cama, que Aleko leyó en voz alta.
– No voy a presentar denuncia contra ese viejo temporalmente loco -se decía que Petros había declarado-. Comprendo por qué hizo lo que hizo.
– Es un buen hombre -interrumpió Costa-. Iré al hospital, me pondré de rodillas y le pediré perdón.
– «Todos saben de quién es la culpa -siguió leyendo el Levendis-. Ella debería irse de esta zona. ¡Con toda rapidez!»
– ¡Ese hijo de perra! -exclamó Costa-.¿Por qué se mezcla en mis asuntos de familia? – Le quitó el periódico a Aleko y comenzó a rasgarlo.- No hizo bastante todavía, ahora está diciendo quién debe irse de la ciudad. Y también quiere que sea con toda rapidez. ¡Tenía que haber matado en el agua a ese jodedor de asnos!
Jadeando, se dejó caer en la silla y se quedó silencioso. Durante unos momentos, el cerebro dejó de funcionarle, se rompieron los eslabones que daban sentido a las cosas, y la mente le quedó en blanco.
– Mi familia, mi problema, mi familia, mi problema -repetía murmurando.
Retornó entonces, de nuevo consciente de dónde estaba y de que su amigo lo observaba.
– ¿Qué es lo que dicen? -preguntó-. ¿En el kaffenion?
– Esos viejos del bar, ya sabes cómo son.
– ¿Qué dicen, pues? ¿Sobre mí?
– ¿Quieres que te lo cuente?
– No me importa lo que ellos… ¿Qué?
– Que tú no puedes controlarla, que ella hace todo lo que le da la gana.
Costa asintió.
– ¿Qué dices tú? -preguntó.
El Levendis arriesgó su vida.
– Lo mismo -dijo.
– Todo el mundo conoce mis asuntos mejor que yo -comentó Costa.
– Te vi con ella en el bote, y ¿recuerdas cómo le cogías las manos cuando Anthea cantaba? ¿Te acuerdas de aquel día?
Costa se levantó y salió de la casa. El Levendis, contento por haber escapado por un hilo, lo contempló mientras Costa desaparecía por el naranjal.
Cuando Grace regresó para el almuerzo, Aleko estaba todavía allí.
– ¿Dónde está? -preguntó a Aleko.
Aleko señaló el estanque.
– Enloquecido cada vez más.
Costa caminaba por la ribera, cabizbajo, las manos golpeando el aire, hablando consigo mismo como un antagonista.
– Tienes razón, está tocado -dijo Grace-. Gritando y llorando toda la noche… no puedo soportar oír a un hombre adulto que llora. ¿Por qué se lo ha tomado tan a pecho? Petros se pondrá bien. Ya está concediendo entrevistas a la Prensa como cualquier político.