– No Petros. La chica. La desgracia sobre la familia. ¿Sabes lo que hacen en nuestra isla en una situación como ésta? ¿Quieres oír algunos casos?
– No mientras estoy comiendo.
Costa volvió.
– Aleko -le ordenó -, a las seis en punto. Trae el auto.
– Costa, por el amor de Dios. Tengo cosas importantes…
– Olvídate de las carreras hoy. ¡Auto! Seis en punto.
– A las seis ya está oscuro… ¿lo has olvidado?
– ¿Qué crees tú, que mi cerebro no funciona? Anda, ve, ve.
Cuando hubo terminado el trabajo del día y la luz comenzaba a desvanecerse, Grace pagó a los puertorriqueños y entró en la casa. Encontró a Costa en el cuarto de baño, vestido con la bata de Grace, y afeitándose lenta y cuidadosamente con la espuma producida con una barra de jabón «Palmolive» y la maquinilla que ella utilizaba para las piernas.
– Plánchame el traje, en seguida -dijo Costa-. Lo llevaba en el agua.
Observó cómo Grace presionaba con el hierro caliente sobre su vestido y el silbido del vapor a través del tejido reluciente.
– No vayas a verla -dijo Grace.
– Grace, hazme el favor, cuida de tus asuntos.
– Esa chica me gustó -dijo Grace.
– Me gusta también a mí -dijo Costa-. Pero sabemos una cosa de la Biblia, Grace, tú católica, lo comprendes. Debemos pagar lo que hacemos mal. Cuando pagamos, Dios nos perdona. ¿No es así?
– Recuerda tan sólo que tú no eres Dios.
– Yo soy el hombre de esta familia. Teddy es mi chico. Mi trabajo es limpiar el nombre de la familia.
Vestido con su traje negro, se sentó en el porche de delante, esperando la puesta del sol. Se le anunciaba un dolor de cabeza. Reconoció el aumento de la presión detrás de los globos de los ojos y las primeras pulsaciones en las sienes.
Cuando Ethel regresó a su casa, acabó de lavar unas prendas y las colgó en la cuerda sobre la bañera junto a las que había lavado la noche anterior. Escribió entonces una carta a la propietaria, dándole instrucciones para que cualquier cosa que ella dejara debía ser mandado a Beneficencia, excepto la pequeña mesita redonda que tanto admiraba la propietaria: podía quedarse con ella.
A las cuatro, desanimada y desconsolada, llamó a Anthea y le dijo que se daba por vencida.
– Ahora ya sé que él no vendrá -dijo.
– Aprovecha para dormir un poco -le dijo Anthea-. Te espera una noche pesada. Yo procuraré que el niño duerma todo lo posible. A las ocho te estará esperando, hermoso. Yo te llamaré a las siete y media, quizá, para asegurarme de que te despiertes.
Ethel se puso una camisa de dormir blanca, corta y una bata ligera y se metió en la cama. Estaba durmiendo cuando oyó un golpe fuerte en la puerta, una orden.
Entró el patriarca, trayendo la posibilidad de redención.
Se sentó en la butaca, y evitó mirarla.
– Cierra la puerta -dijo-. Con llave.
Ethel hizo lo que se le ordenaba, sentándose después en el borde de la cama esperando su juicio.
Se dio cuenta de que Costa había comenzado inmediatamente a sudar. La habitación se había sobrecalentado con el sol poniente. Costa se quitó la chaqueta, se sentó de nuevo, levantó las manos y con la parte carnosa de las palmas presionó suavemente sus ojos.
– ¿Dolor de cabeza? -preguntó Ethel.
– No.
Ethel nunca lo había visto tan circunspecto ni tan severo.
– He venido a hablarte -dijo Costa.
– Yo he estado esperando para hablar contigo -respondió ella.
– Oigo que la gente habla contra ti -dijo él-. Dicen que eres mala persona.
Ethel pareció aceptar satisfecha este juicio.
– Ellos olvidan que tú eres mi familia, es asunto mío lo que tú haces y lo que tú dices. Ellos olvidan que nosotros estamos juntos en esto.
– ¿En qué?
– Nuestro problema. Familia, estoy hablando. Por esto vengo a hablarte.
Eso pareció ser todo lo que tenía que decir por el momento.
La luz de los faroles de la calle iluminaban a Ethel, pero Costa estaba de espaldas a la ventana, de modo que él quedaba en la oscuridad. Únicamente sus ojos relucían. Costa observó la maleta en el suelo, preparada para el viaje, pero no hizo ningún comentario al respecto y dedicó su atención a la cama, durante tanto rato sin pronunciar palabra que Ethel comenzó a preguntarse qué es lo que Costa estaría pensando. Recordó que Costa nunca había estado antes en casa de ella.
«Ahora es el momento de decirle que me voy -pensó-, ahora, mientras está callado.»
– ¿Cómo está Petros? -preguntó Ethel.
– Habló en el periódico contra ti -respondió Costa.
– ¿Diciendo qué?
– No me hará denuncia, ha dicho. ¡Imagínate! Hijo de macarra. Habló sólo contra ti.
«Ahora -pensó Ethel-, díselo ahora.» -Puedo entender bien por qué lo hizo -dijo.
– «Todos saben de quién es la culpa», ha dicho. Quiere decir que es tuya.
Miró otra vez la maleta.
– Estás a punto de marchar -dijo. Una afirmación, no una pregunta.
– Sí -respondió Ethel, de nuevo dándose ánimos para contárselo todo, su resolución y sus planes, todo, ahora.
– Aleko está fuera, esperando en el auto. Nos llevará a casa -dijo Costa-. Pero, primero, he de decirte algunas cosas.
– Supongo que es así -dijo Ethel-, como Petros ha dicho: por culpa mía.
– Tú no lo has arrojado al agua, tú no le has clavado ningún cuchillo en el cuerpo. ¿Por qué no me denuncia a mí? ¡Ja! Di, contéstame eso.
– No lo sé.
– Porque, si no habla contra mí, la gente pensará qué hombre tan maravilloso es Petros, y cuando habla contra ti, todos piensan igual ahora. No soy imbécil. Comprendo estas cosas.
La bata se le había entreabierto. Mientras la plegaba sobre sus rodillas, Ethel se dio cuenta de que Costa la sentía con una sensibilidad próxima y viva.
– Tú eres mi problema -le dijo él-. Yo te diré lo que debes hacer, no Petros. ¿Entiendes lo que te digo?
– Sí, pero…
– Sí, pero nada. Nada de peros. Tú eres mi familia. Yo te protejo ahora.
Cualquiera que fuese en aquel momento el pensamiento de Costa, mientras observaba el mobiliario, la cama y la maleta en el suelo, ella podía ver que ese pensamiento era mucho más importante que lo que él estaba diciendo.
– Aquella mesita -dijo Costa-, la llevaremos a casa con nosotros. Me gusta esa pequeña mesa redonda.
– La he prometido a mi casera -dijo Ethel.
– Bueno, pues qué demonios, dásela a ella, dáselo todo. También la cama. No necesitamos nada de aquí.
Estuvo mirando la cama durante un largo rato en silencio.
– Tú no tienes problema de asustarte de nadie -le dijo-. ¿Lo entiendes? Yo estoy aquí.
Movía los ojos como si fuesen colibríes, de aquí para allá, suspensos en el aire, lanzándose después a otro lugar, recogiendo consecuencias, sospechas, dudas.
– Sólo temo a una persona -dijo Ethel.
– No te preocupes, yo arreglo a ese individuo, garantizado.
– No es Petros. Eres tú.
Ethel se levantó y se acercó adonde Costa estaba sentado, y se arrodilló frente a él. Costa persistía en no mirarla, de modo que Ethel le cogió la cabeza entre las manos y suavemente la giró en dirección de ella. Pero Costa seguía con la mirada desviada.
– Costa, querido -dijo Ethel-, mírame. Por favor.
– ¿Dónde lo hicisteis? -preguntó Costa.
– ¿Hacer, el qué?
– Con Petros, ¿aquí?
– No.
– ¿Entonces?
– Costa, ¿qué diferencia hay en dónde? Petros tiene un apartamento.
Costa se llevó de nuevo las palmas de las manos a los ojos apretando con suavidad. Estaba pálido y tenso y necesitaba de un alivio y no de lo que Ethel iba a decirle.
– Costa -dijo ella-, tengo que decirte algo.