Выбрать главу

– ¿También en la barca? ¿En su embarcación?

– ¿Qué puede importar eso, Costa?

– Si no tiene importancia, ¿por qué no me lo dices?

– No quiero hacerte daño.

– ¿Ahora te preocupas de eso?

– Siempre me preocupé. Por eso tuve tanto cuidado.

– La misma cama. ¿Dormiste en…?

– Costa, no me hagas más preguntas de ésas, por favor.

– ¿Te obligó a hacer cosas malas?

– Sólo lo corriente.

– ¿Y qué es eso, lo corriente?

– No pienso hablar más de esto, de modo que, no sigas, Costa.

Costa agachó la cabeza.

– Ahora escúchame -dijo Ethel-. Por favor, escúchame.

Costa movía la cabeza como un muchachito al que hubieran hecho daño.

Como medida desesperada, deseando que Costa se recuperara, Ethel le besó en la frente reteniendo fuertemente su cabeza para que no pudiera alejarse.

– Ya sé que tienes dolor de cabeza -le dijo.

Le besó dulcemente en los ojos, donde le dolía a Costa.

Costa giró la cabeza tan pronto como Ethel le soltó.

– Dime la verdad -dijo el viejo-, ¿te forzó?

– Oh, no, Dios mío, nada de eso.

– Entonces, ¿cómo es que fuiste a él?

– Por mi propia voluntad. Decidí estar con él. Y después decidí que no.

– Pero él te obligó a hacer cosas malas.

– ¡No! Petros no es un hombre malo.

– Conozco esos animales, cómo lo hacen.

– Como todos los otros; no hay diferencia.

– ¿Como todos los otros?

– Sí. Todos son lo mismo. -Ethel hablaba con voz frenética.- ¿Por qué me preguntas todo eso?

– Porque quiero la verdad. No debes decirme más mentiras.

– Yo no te miento.

– Has mentido. Muchas veces. Nunca me contaste de todo eso antes. Cada día, tú esperando que yo me fuese al Norte, ¿eh? Y entonces te ibas con él. Cada noche. En la barca. Aquí. Delante del golfo. ¿Crees que no lo sé todo?

– Bueno, está bien, es verdad.

– Cada día tú avergüenzas a mi familia, ¿verdad?

– Verdad.

– Así que ahora has de pagar por las cosas malas que has hecho. A mi hijo y a mi familia. La gente de aquí debe ver que estás avergonzada.

– ¡Pero es que no me has estado escuchando!

– Te he oído bastante. Ahora escucha tú. Tú has ensuciado mi familia. Tú debes limpiar la vergüenza que nos has causado. Cuando confieses tu pecado. Dios te…

Su parlamento se interrumpió al captar su atención la fotografía que había encima de la cama, aquella que había sido tomada hacía muchos años a bordo del Eleni. Allí estaba Teddy, un guapo muchacho de doce años, con la mano en el timón, y a su lado Costa, rodeando con su brazo los hombros del chico.

– ¿Ves esa fotografía de allí? -señaló Costa-. El Eleni. Mi barca. Dos semanas antes de venderla. Entonces llegó la marea roja. Todas las esponjas enfermas. No había pan en la mesa. Así que como siempre, hablé con mi padre. Imagino -se tocó la frente con la punta del dedo- que comprendes lo que él dijo. Me dijo que la marea roja se quedaría diez años. Mucho tiempo sin trabajar, dije yo. Así que vende la barca, dijo el viejo Theophilactos, abre tienda para anzuelos, botes, etcétera, una tienda pequeña. Con eso podrás vivir. Okey. Eso es lo que yo hice. Ahora, sobre ti, lo mismo. Imagina lo que él diría. ¿Cuál es la costumbre de mi gente en la isla? Para estas cosas no soy americano. Ciudadano, sí. Pero en estas situaciones soy todavía del otro lado. Para nosotros hay tres cosas posibles cuando la esposa hace lo que tú has hecho. ¿Me escuchas?

– Sí.

– Primera posibilidad. El cabeza de familia mata a la mujer. Se ha hecho mucho tiempo. Ahora menos. No es para mí. Únicamente un animal mata a otro. Así que, número dos. Se envía la mujer con su familia. Tú no tienes familia. La madre, una mujer distinguida, muerta. El padre nada te ha enseñado. Un caso perdido. Así que, número tres.

– ¿En qué consiste?

– Decirle a Teddy que te tome otra vez.

– Teddy no quiere que yo vuelva con él.

– Teddy hará lo que yo le diga. Lo mejor para la familia.

– Costa, él no quiere que yo vuelva nunca más con él.

– Ya arreglaré yo a Teddy para eso. Le diré que eres buena chica. Haces cosas malas, pero eres buena chica. Quizá.

– Teddy tiene otra mujer.

– Porque, furioso contigo. Yo haría lo mismo.

– Por favor, por favor, no pienses de esa manera.

– Nosotros somos todo lo que tú tienes, condenada boba. ¿No sabes eso? ¿Quién hay en todo el maldito mundo a quien importas un bledo sino yo?

– Nadie más, Costa.

– ¿Quién se preocupará de ti si yo no lo hago? ¿Quién te cuidará ahora?

– Yo me cuidaré. Yo voy a cuidarme de mí misma.

– ¡Cuidar de ti misma! ¡Mira lo que ha pasado cuando tú te has cuidado de ti misma! Cómo podías ir con todos esos hombres si tú te cuidabas de ti misma… ¡Uno encima de otro! ¡Cómo podías hacer eso!

– No creo que pueda explicártelo -dijo Ethel-, pero lo intentaré. ¿Puedes escucharme ahora? ¿Un minuto solamente? Costa quedó silencioso.

– Teddy no puede tener hijos – dio Ethel-. Eso ya lo sabes tú.

– Sólo Dios sabe eso.

– Y los médicos. Pregúntale a Teddy. Bueno, entonces… ¿los otros? Lo hice por ti. Entonces hubiera hecho cualquier cosa por ti. Y lo hice.

– Todos esos hombres. Uno encima de otro. ¿Por mí?

Costa no estaba riñéndola. Era una reprensión de amante.

– ¿No quieres al pequeño, Costa? -dijo Ethel-. ¿No es eso lo que tú querías?

Costa no supo qué responder.

– Fueron hombres decentes -prosiguió Ethel-. Todos ellos. Amigos. Todos de mi agrado. Pero tú eres el único a quien quise.

Ethel se acercó más a él, el cuerpo de ella entre las rodillas de él.

– Te di nueve meses de mi vida, Costa -dijo. Agotada, dejó caer la cabeza sobre la rodilla de él-. Ya no puedo seguir hablando de todo esto. -Sintió escalofríos y temblores en el cuerpo.- Maldita sea -dijo mientras comenzaba a llorar-, yo no quería que esto sucediera.

Costa le acercó más a él y su voz era dulce.

– Ahora yo te protejo -dijo-. Tú haces lo que yo diga y yo te protejo. -Acarició su cabello.- Quizá, corno dices, lo has hecho porque todos te gustaban. A lo mejor esta vez es la verdad.

Lo que hizo que Etheí llorase más fuertemente, ante el intento de Costa de comprender lo que había sucedido según ella se justificaba.

– Quizá tú no eres chica en quien podamos confiar en ese aspecto -dijo Costa-. Quizá tú necesitas que alguien te vigile todo el tiempo.

– Quizá -confirmó ella, con el deseo de admitir cualquier cosa. Y añadió-: También lo hice por mí. Para liberarme de todos vosotros. Y esto es lo que quiero hacer ahora. Por eso voy a marcharme. ¿Me estás escuchando? He dicho que me voy a ir.

Si Ethel esperaba que esto llegara hasta el viejo, se equivocó.

– No entiendo lo que me dices -dijo Costa-. Pero ahora no importa. Estáte quieta. Así. Mírame.

Y ella lo hizo.

– No llores más. Yo te cuidaré ahora.

Costa le besó las mejillas, húmedas por las lágrimas.

– Voy a marcharme -repitió Ethel-. Por favor, por favor, trata de entender eso.

– No vas a ninguna parte -dijo Costa. Y le cubría de besos todo el rostro-. No hay razón de huir. Yo estoy aquí. Tú estás conmigo. Segura. Me perteneces.

Ethel se dio cuenta de que él no la había oído… o no había podido… o no había querido.

Fue en ese momento cuando se decidió.

Lo único que podía hacer era lo que siempre había hecho… no tratar de explicar lo que iba a hacer, sino hacerlo simplemente, desaparecer sin una explicación, sin dejar ninguna pista sobre adonde iba, ni una nota explicando el porqué.

No le quedaban fuerzas para hacer otra cosa sino desaparecer. En el rostro de Costa no había comprensión en aquel momento. Ethel vio en él únicamente lo que había visto tantas veces en tantísimos otros rostros.