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No tuvo que adivinar lo que estaba sucediendo a Costa. Ella lo supo antes que él.

Le vino la idea de que tenía que poner espacio entre los dos.

– Costa, querido -dijo, colocando las palmas de sus manos en las rodillas de él-. Es mejor que me levante ahora.

Comenzó a incorporarse sobre las rodillas. Pero las manos de Costa estaban sobre sus hombros, suave pero pesadamente, dulce pero inflexiblemente, impidiéndoselo.

Costa sacudió la cabeza, expresando en sus ojos igualmente reproche y ansia. Costa quería decir algo, pero carecía de vocabulario para hacerlo.

Ethel se le acercó de nuevo, y ahora le pidió permiso para dejarlo, diciendo:

– Por favor, Costa, por favor, adiós por ahora.

E intentó alzarse de nuevo, pero él la retuvo en el mismo sitio.

Cuando Costa consiguió hablar, lo hizo dificultosamente. Con la cabeza baja, la respiración jadeante, tuvo que hacer un esfuerzo para expresar las palabras.

– Modo adecuado. No temas. Yo explico todo. A Teddy. El te acepta No te preocupes.

– Muy bien -dijo Ethel-. De acuerdo. Gracias.

– Buen muchacho. Buen hijo. Obedece a su padre. Yo le digo lo que está bien. Arreglo al muchacho Teddy. Sobre esto.

– Sé que lo harás Costa, de acuerdo, de acuerdo.

Para que él creyera, Ethel le dio un rápido beso de despedida otra vez e intentó incorporarse. Pero él la retuvo cerca de él.

Ethel se dio cuenta de su erección y trató frenéticamente de liberarse de lo que había provocado.

– Costa, querido, por favor. -Ethel ahora suplicaba.- Déjame levantar. Y te escribiré desde allí donde vaya y tú me escribirás y me contarás cómo está el chico, así que ahora déjame ir. Y, durante mis vacaciones, vendré a veros y a estar con el niño y contigo, ya verás qué bonito será todo, y os traeré regalos a los dos, y cada Navidad estaré con vosotros, pero ahora tengo que marcharme, Costa, y en verano saldremos juntos a la mar, los tres, Costa, verás, ahora tengo calambre en una pierna, así que, por favor, déjame ir, y también iremos a la tumba de tu padre y nos sentaremos allí los tres y tú le contarás al chico lo que solías contarme a mí, todo lo de la familia. ¿Sí? ¿Sí?

Pero cuando ella miró hacia arriba a Costa para suplicarle otra vez que la soltara, eso es todo lo que ahora podía hacer, suplicar, Costa la besó en los labios, los labios de él pesados y envolventes.

– Eres muy perversa -le dijo dulcemente.

Ethel percibió de nuevo aquel aroma que provenía de él, oriental y agradablemente ácido.

– Pero no me importa -prosiguió Costa-. ¡Maldito si me importa en absoluto!

Ethel no se movió cuando sabía que debía hacerlo.

Porque sabía también que si ahora le rechazaba, debería empujarle con todas sus fuerzas, y le heriría de una manera que ella no deseaba hacer.

– Eres tan perversa -decía él-. Tan perversa.

Costa estaba temblando y la besaba una y otra vez en la boca, y eran sus besos esencia de la necesidad que surge al final de la vida, únicamente entonces.

– Llámame padre -decía-. Llámame padre, como antes.

– No hagas eso, Costa -suplicaba Ethel en un susurro-. Por favor, no lo hagas, no lo hagas… por favor, Costa, por favor.

– Dilo, di padre.

Cuando Ethel comenzó a luchar ya era demasiado tarde.

– Costa, no sigas. ¡Yo no quiero eso!

Deslizándose de la butaca, Costa estaba en el suelo junto a ella.

– Costa -suplicó Ethel-, no lo hagas. Por favor, no lo hagas. Costa la sujetó de modo que Ethel no podía escapar. -Yo no te quiero de esa manera, Costa -suplicaba Ethel. Encima de ella en aquel momento, Costa no la oía.

Todo lo que podía hacer Ethel ahora, era esperar, nada más.

Costa no hizo lo que ella esperaba, no alargó la mano para alcanzar debajo las ropas de ella, no se liberó a sí mismo. Como un muchachito, se apretó contra ella con toda su fuerza.

Si lo necesita tanto… pensó Ethel.

Entonces Costa comenzó a vibrar.

– Jesús, ayúdame -dijo finalmente.

Ethel cerró los ojos.

– Jesús -dijo él-, estoy muriendo.

25

Permanecieron inmóviles.

Ethel sintió un impulso de culpa: ella estaba tan serena, y él destrozado.

Costa aflojó su opresión y Ethel pudo respirar, pero seguía sobre ella todavía el peso muerto de Costa que ocultaba el rostro contra el cuello de Ethel.

Silencio.

Ethel dejó vagar el pensamiento.

¿Hubiera podido quizás obtener más dinero por el auto? El comerciante de coches usados le había dicho que podía intentarlo en otras partes, pero ella tenía prisa por arreglar las cosas, de modo que estuvo de acuerdo en aceptar lo que él le ofrecía. Setecientos diez, más lo que tenía en el Banco, menos el coste del billete de avión… llegaría a Nueva York con casi mil quinientos dólares. Con eso podría vivir algún tiempo.

¿Qué hora debía ser? Anthea había dicho que llamaría a las siete. No, a las siete y media. Y en «Lazy Louie's Used Cars» el hombre había dicho:

– Tenemos abierto hasta las nueve. Tendré el dinero contante a punto -había prometido- y la llevaré al aeropuerto.

Pero primero debería ir a casa de Anthea para recoger al niño.

Necesitaba ver la hora en su reloj de pulsera.

– Costa -murmuró-, pesas mucho.

Lentamente, Costa alzó su voluminoso cuerpo, liberando el desordenado cuerpo de Ethel, y quedó de pie. Dando la espalda a la joven se dirigió hasta la butaca en donde había dejado su chaqueta. Al sentarse, la colocó cruzando su regazo. De nuevo quedó silencioso, con la cabeza baja, los labios entreabiertos, respirando jadeante, un hombre desconcertado.

Todavía en el suelo, Ethel encogió las piernas tanto como pudo debajo la bata, y dio una ojeada rápida a su reloj: las siete y tres minutos. Había dicho a Anthea que estaría en su casa a las ocho. Todavía le quedaba tiempo. Pero no mucho.

– ¿Estás bien? -preguntó.

Costa no respondió.

Ethel recordó que Costa sólo había estado una vez en el lugar y le indicó la puerta del cuarto de baño.

– Es allí -dijo.

Costa se subió más arriba la chaqueta en el regazo, alzó la cabeza y la miró. En su rostro había una extraña sonrisa, una sonrisa que ella nunca le había visto anteriormente.

– ¿Qué estás pensando? -le preguntó.

Esa sonrisa, pensó Ethel, era la de un muchacho pillado en una travesura.

– ¿Yo también? -preguntó él.

– ¿Qué? ¿Tú también, el qué, Costa?

Costa hizo un gesto con las manos, alzándolas ligeramente y separándolas, las palmas hacia arriba.

– Ahora también me has cogido a mí -dijo-. Elévalo, bájalo.

Y siguió sacudiendo la cabeza, llegando, al parecer, a su comprensión particular de lo que había sucedido.

– Mi hijo -dijo Costa- es débil para estas cosas.

– ¿Qué quieres decir, Costa?

El indicó el lugar en el suelo donde habían estado.

– Ahora ya sé por qué -dijo-. Tú le hiciste débil.

– No entiendo lo que quieres decir, Costa. Teddy no es débil.

– Oh, sí. Sí para estas cosas. Te deja ir por ahí, por aquí.

– Y yo no lo hice débil.

– A mi hijo y a Petros y Dios sabe, en toda tu vida, a cuántos más hiciste caer. Y ahora también a mí, ¿qué crees?

– Costa -dijo ella-, no has hecho nada malo. Sucedió simplemente. Una de esas cosas.

– Entonces, ¿por qué tan nerviosa? ¿Ahí sentada tan quieta?

– Estoy esperando nada más que tú…

Casi lo había dicho, que quería que él se fuese.

Alzándose, Etheí se acercó al escritorio y se miró en el espejo. Arqueó la espalda en donde sentía tensión, echando atrás los hombros y estirando los brazos. Se sentía bien, como si hubiera quedado atrapada en el fondo del mar, a una gran profundidad, y de pronto se hubiera liberado emergiendo en la superficie.