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– ¿Estás segura de eso?

– Sí.

– Petros, ¿nada?

– Sólo lo que sucedió con él.

– Teddy y yo y… ¿tú solamente? ¿Solamente? Dime la verdad.

– Esta es la verdad.

– ¿Y cómo puedo saberlo?

– Porque yo te la digo.

– ¿Cómo sé si más adelante, algún día, no se lo cuentas a otro, quizás al nuevo hombre?

– No lo sabes.

– Deja esos vestidos. Siéntate y di la verdad por una vez.

Nuevamente, Ethel se vio obligada a contener su ira.

– ¿A quién podría contarlo? -preguntó-. ¿Y por qué?

– Al hombre con quien vas.

– No tengo nadie con quien ir.

– Más pronto. Más tarde. Algún día.

– Así lo espero. Voy a llevar una vida normal.

– ¿Cuál es tu idea de una vida normal? -

Todavía no lo sé. Voy a tener que descubrirlo.

– Tú dices mentiras a veces, ¿verdad?

– A veces.

– Muchas veces.

– Pero no sobre esto. Nunca contaré a nadie que no es… Oh, ¡al cuerno con todo esto!

Ethel se levantó y miró la puerta. No quería sentirse intimidada, nunca más. Hubiera querido estar vestida. Se acercó a la ventana dando la espalda a Costa.

El tráfico de regreso al hogar ya había cesado. Todo estaba silencioso en la autopista. Faltaban veinticuatro minutos para las ocho.

– Costa, ¿por qué no te vas ahora? -preguntó Ethel.

El estaba aproximándose a la joven.

Ella pasó por su lado, dándole la vuelta, hasta estar junto a la maleta, se arrodilló en el suelo y comenzó a empaquetar de nuevo sus vestidos. Se clavó un trocito de vidrio en un dedo que ella se llevó a la boca y chupó.

Costa la contemplaba.

Cuando Ethel terminó de hacer la maleta, la cerró nuevamente -consciente de la vigilancia de Costa- e intentó apresar el cierre.

– Dime -dijo Costa, acercándose a ella -. Petros, seguro que sabe algo del pequeño Costa, de quién es…

Esforzándose encima de la maleta, Ethel respiraba trabajosamente.

– Creo que él lo supone -dijo tan sosegadamente como pudo mientras empujaba con todo su peso hacia abajo-. No lo sabe, pero lo supone…

¡Finalmente! ¡Una cerradura presa!

– Que el niño no es de Teddy -dijo-. Y eso es todo.

No conseguía apresar la otra cerradura.

Ethel se detuvo un momento, sin respiración, y chupó el dedo herido. No era un corte profundo, pero no había cesado de sangrar.

– Pero antes de que tú se lo dijeras, él no sabía nada -prosiguió Costa.

– No sabe nada. Lo supone. ¿Cómo puede saberlo él si ni yo misma lo sé?

De nuevo intentó encajar el cierre, casi lo tenía y se le escapó de los dedos.

– ¿Tú tampoco lo sabes? -preguntó Costa.

– Te lo he dicho un centenar de veces.

– Dímelo cien veces más y no me lo creo.

El teléfono sonó de nuevo.

Ethel miró rápidamente a su reloj de pulsera. Eran las ocho menos veintiún minutos.

– Vamos -dijo Costa, mirando el teléfono-. El está esperándote.

Al demonio con la maleta. El teléfono sonaba. Se marcharía ahora mismo, esquivando a Costa, saliendo por la puerta, bajando aprisa la escalera, saliendo del edificio, en bata, hasta su auto. El teléfono sonaba. Todo lo que necesitaba realmente era su bolso. Dentro había el billete. Lo agarraría mientras se dirigiera a la puerta. El teléfono sonaba.

Costa cogió el cordón y, de un tirón, lo arrancó de la pared.

Ethel corrió hasta el cuarto de baño y cerró la puerta con el pestillo.

Encendió la luz, la apagó. En el tendedero encima de la bañera había visto, en ese instante de iluminación, el lavado del día anterior. Había un vestido de sus favoritos, seco, dispuesto para llevar. Y bragas, sujetadores, hasta un par de alpargatas.

Desde el cuarto no llegaba ni un ruido.

Por encima de la bañera había una ventana y fuera un cuadro del tipo de existencia que Ethel nunca había tenido ni deseado, una vida tranquila, a pesar de una figura que se movía.

Frente a la parte de atrás del edificio donde Ethel vivía había la correspondiente de otra construcción exactamente igual, con una piscina en el patio, iluminada interiormente. Relucía como una joya en la noche.

Un solo nadador, un hombre joven, nadaba lentamente de uno a otro extremo, daba una rápida vuelta y volvía a nadar lentamente. Ethel pensó que habría vuelto a casa tarde del trabajo y estaba relajándose antes de la cena. Al extremo de la piscina, al borde, había una bebida. El hombre se acercó a la bebida saliendo directamente como una flecha desde el fondo, tomó un largo trago, y reanudó su natación.

A unos tres metros de la piscina había un columpio infantil. Sentada en el columpio, contemplando al nadador, había una mujer joven, en bata de casa azul claro, columpiándose con lentitud, con sensualidad.

Ethel imaginó la escena que seguiría, la cena sacada del horno y colocada en la mesa, la comida saboreada con charla afectuosa, pronto a la cama, sin cubrecama por el calor, sin ropas de dormir, suave intimidad amorosa, y profundo sueño.

Parecía una litografía con el título «Satisfacción», trivial y vulgar, pero esto era lo que ahora Ethel deseaba más que nada en el mundo.

Se vio a sí misma como la joven esposa del columpio.

¿Lo conseguiría alguna vez?

Justo debajo de su ventana había el aparcamiento para los vecinos de su edificio. Inclinándose, Ethel podía ver el auto que había vendido. La llave estaría allí donde ella siempre la dejaba, en el suelo debajo del asiento. Desde la ventana había la distancia de un piso y medio. Si se colgaba del alféizar no podían ser más de unos tres metros. ¿Podría saltarlos sin hacerse daño? Valía la pena intentarlo.

Se vistió rápidamente. Escuchó después en la puerta del cuarto de baño. Fuese lo que fuese que Costa hacía, lo hacía en silencio.

Departiendo con su padre, sin duda alguna; Costa, el dios abandonado, consultando con su propia deidad, pidiendo instrucciones para conseguir que Ethel volviera a sentir esa devoción absoluta con que lo había distinguido hasta que… hasta el episodio en el suelo.

No. Seguramente planeando cómo podía dominarla nuevamente, moviéndose temerosa por la noche, ocultándose durante el día, una bestia perseguida, huyendo aterrorizada para defender su vida hasta que encontrase un agujero lo suficientemente profundo para desaparecer dentro de él.

Hacía sólo unos minutos, Ethel creía que su único recurso estaba en correr y desaparecer.

Su imagen en el espejo la desafiaba. ¿Cómo podía avergonzar nuevamente a ese ser humano?

Lo que debía hacer era convencer a Costa de que estaba dispuesta a hacer lo que ella había decidido, que se iba realmente, que se marchaba a otra parte.

Pero la verdad era que Ethel no tenía ningún plan. Excepto «otra parte». Lo que parecía una mentira…

– Me voy pero no sé todavía dónde… -era verdad. No sabía todavía lo que haría después del día siguiente por la mañana. ¿Cómo podía esperarse que él la creyera, si Ethel no era capaz de decir nada más definido que eso?

La verdad no convencía. No servía. Ethel estaba tratando con un loco, de modo que ella debía expresarse con decisión para ser creída.

Además, Ethel estaba tratando con un fanfarrón. Ella se había arrastrado por él. Y eso no había dado resultado. Un fanfarrón, concluyó Ethel, necesita otro fanfarrón.

Abrió la puerta del cuarto de baño.

Costa estaba esperándola.

– Ahora voy a irme -dijo Ethel, encaminándose hacia la maleta-. Desearía que tú te marcharas. Ahora mismo, por favor.

– He tomado mi decisión -respondió Costa.

– No importa. Vete, por favor.

¡Qué fácilmente se cerró ahora el otro cierre!

– No voy a permitirte que hagas cosas malas otra vez -anunció Costa-. Vivirás en nuestra casa, servirás a tu familia de modo adecuado, utilizarás tu vida para pagar tu pecado, así Dios te perdonará.