Ethel alzó la maleta apoyándola en el suelo sobre el fondo.
– No soy un maldito idiota -siguió diciendo Costa-. Ahora ya sé tu idea. De nuevo correr lejos. ¡Escúchame por tanto! Si lo intentas otra vez, vigila. Tomo al niño, que no es mi sangre, tomo el chico y lo doy a una familia, negra, viven río arriba, tienen muchos hijos, uno más, ¿qué importa? ¿Qué te parece eso, eh? Si no cuidas al niño y haces tu trabajo de madre, modo adecuado, eso haré yo.
– Me llevo el niño conmigo, Costa – dijo Ethel-. ¡Esta noche!
– ¿Dónde lo llevas? ¿El niño? No tienes adonde ir.
Ethel entonces comenzó a decir lo increíble, pero era el único plan que había tenido en su vida y el único que en aquel momento se le ocurrió.
– Tenías razón -declaró-. Voy a encontrarme con alguien. Míster Robin Bolt. ¿Lo recuerdas? ¿Del Sara? Está esperándome con un empleo. Me paga trescientos cincuenta dólares a la semana. ¿Qué te parece eso? «Eres una bella mujer -me dijo-. Voy a retratarte», me dijo.
La fantasía la exaltaba. Estaba riendo locamente.
– Y del modo que míster Bolt me habló -siguió diciendo- es posible que no me quede por trescientos cincuenta dólares. A lo mejor no me conformo sino con quinientos dólares. Tiene un apartamento para mí en la gran ciudad y me dijo que me encontraría una maravillosa niñera para que cuide del niño mientras yo esté en el trabajo. Una mujer negra… la gente decente no los trata con desprecio. ¿Quieres conocer mi futuro? Aquí está. Y yo sentada en tu casa, vigilada, una maldita esclava. ¿Qué dices ahora de todo eso?
Jadeante, Ethel tuvo que detenerse.
Finalmente, Ethel se dio cuenta. Costa la creía.
Dispuesta ya para cualquier cosa, se puso el suéter que había dejado fuera para el caso que la noche refrescara.
– ¿Con quién estarás? ¿En ese bote? -dijo Costa-. ¿Quién te espera allí? No míster Bolt. Ese es poustis. ¿Quién hay en ese bote? ¿Esperándote? ¿Eh?
– Eso, maldita sea, Costa, no es de tu incumbencia. Pero ese hombre no es un poustis. De eso puedes estar muy seguro. Voy a llevar una vida normal. No esa vida de la que me estás hablando, que es la vida de una sirviente en tu casa.
– ¿Vida normal? ¿Y qué es eso?
– Como tu hijo Teddy. Yendo con quien quiera cuando quiera. ¿Es eso lo que querías saber? ¡Ya lo sabes! Ahora vete. ¡Vete!
Ethel le volvió la espalda y, temblando, esperó a que Costa se marchara.
Costa se acercó a ella, y colocando sus pesadas manos en los hombros de la joven, le hizo dar la vuelta encarándola.
– Nunca estarás con nadie más -dijo.
– Suéltame, Costa -dijo Ethel-. Me haces daño.
– Te has vuelto loca, lo veo ahora -dijo Costa, dulcemente-. Pero no te preocupes, yo te cuido.
– Costa, suéltame, maldita sea. ¡Suéltame!
Ethel vio que había lágrimas en los ojos del viejo.
– Yo te haré una mujer okey otra vez -dijo Costa-. No te preocupes. Yo te haré portarte modo adecuado.
La sacudió, primero con suavidad, pero cuando Ethel se resistió, con más dureza.
– Yo te cuidaré ahora -repitió.
– Para. Para, me estás haciendo daño.
– Has de entender esto: nunca estarás con nadie más. ¿Oyes lo que te digo?
– Déjame ir -dijo Ethel, librando sus hombros de la presa de Costa.
– No en esta vida -dijo él-. Nunca, en esta vida, estarás con otro hombre.
Costa había olvidado su chaqueta; tenía las manos libres. Cuando la cogió de nuevo, Ethel alzó las manos para rechazar las de él.
– Acabadas las vulgaridades -dijo Costa-. No mientras yo viva.
– No fueron vulgaridades.
– Claro, lo sé, todos te gustaron.
– Los amé a todos, a cada uno de ellos.
Era algo para decir en una pelea, como lo que había dicho del Sara. Quería hacerle daño y vio que lo había conseguido y se sintió satisfecha.
Pero ahora, cuando lo repitió de nuevo, ella pensó que decía la verdad.
– Estoy contenta de haber estado con todos ellos -dijo-. No lo siento por ninguno de ellos. Los amé a todos.
– Veo que el Demonio está dentro de ti -dijo Costa.
– No es el Demonio quien habla -dijo Ethel-. Soy yo quien habla.
– Ahora estás loca -dijo él-. ¡Loca!
Y dijo algo más, pero Ethel no lo oyó porque Costa se acercaba otra vez a ella y ella le gritaba.
– No, Costa, no, no te acerques, Costa, ¡no te acerques!
– Yo te salvaré -oyó Ethel-, porque el Demonio está hablando por tu boca.
– Yo estoy hablando por mi boca -dijo ella mientras retrocedía-. Los amé a todos. Como te amé a ti, Costa, ¿No puedes comprender eso? Como un ser humano ama a otro ser humano.
Costa se aproximaba a ella.
– No me pongas las manos encima otra vez, Costa. ¡No! ¡No!
Pero Costa la había agarrado.
Ethel intentó liberarse. Pero Costa era la persona más fuerte que ella había conocido. Su fuerza no era natural, la asustaba. Las lágrimas que había en los ojos de Costa, formaban parte del terror. Ethel no podía moverse.
– No quiero que digas nada más -dijo él-. Acaba con esto.
– No es cosa tuya lo que yo haga. Déjame ir.
– No hables más -repitió él. La retenía ahora por el cuello.
– Suéltame, maldita sea. No sigas.
Ethel le golpeó las manos y el rostro. Pero Costa parecía no sentirlo. Excepto que apretó más su presa.
– Asunto terminado ahora -dijo-. Estáte quieta. Quieta.
Y Ethel quedó quieta. Entre sus manos.
– Y nunca más estarás con nadie. ¿Lo entiendes?
– Lo estaré, lo estaré -dijo Ethel; pero la voz era ronca, rasposa.
Costa la sacudió.
– Ahora has de entender eso. Ahora eres mía.
Ethel entonces luchó por su vida, utilizando toda la fuerza que le quedaba.
Sosteniéndola por el cuello, Costa la alzó del suelo, las piernas agitándose de un lado a otro, las manos luchando con las de él. La sostuvo en alto, por encima del suelo, hasta que ella quedó vencida y quieta.
– Ahora -dijo Costa-. ¿Entiendes lo que quiero de ti? ¡Dilo!
Esta era su oportunidad y Ethel lo sabía. Si decía lo que él esperaba oír, si ella se doblegaba a su voluntad, estaba de acuerdo con sus condiciones, Costa creería que ella sería lo que él quería que fuese, lo aceptaría y la dejaría libre.
– ¿Qué? -dijo Costa, aflojando sus manos suficientemente para que ella pudiera recuperar la voz-. ¡Dilo!
– No importa lo que me hagas -dijo Ethel, y le dolía pronunciar cualquier palabra-. Yo no te pertenezco y nunca te perteneceré.
Cuando Costa apretó más fuertemente, Ethel volvió la cabeza y le mordió en las manos.
Costa le hizo girar la cabeza y Ethel dio un grito de dolor. La habitación quedó silenciosa.
Ethel abrió la boca como si tratase de aspirar el aire que necesitaba.
Consciente de lo que estaba sucediéndole, se borró su voluntad y se debilitó su decisión. Le acarició las manos lo mejor que pudo, diciéndole, lo mejor que podía, un susurro, un murmullo, un suspiro:
– Padre, escucha, por favor, no sigas, por favor, padre, no sigas, padre, no quiero odiarte, padre, no sigas, por favor.
Pero Costa no podía oírla. El hecho de que ella moviera todavía los labios le bastaba. Apretó más las manos. Ethel se dio cuenta de que estaba loco. Unos segundos después, intentó arañarle. De nuevo Costa la sostuvo en alto hasta que Ethel quedó inerte y colgante de sus manos.
Y estaba entonces poseído, espíritu divino, castigando justicieramente al transgresor.
– Nunca más estarás con otro -pronunció, los ojos centelleantes con la luz de la revelación-. ¡Está hecho! ¡Terminado!
– Estaré, estaré, estaré -decían los labios de Ethel. Pero no había voz.
Costa vio los labios en movimiento de ella y detuvo también eso.