– Es un imbécil -confiesa a sus amigas.
Noola no añora absolutamente su antigua vida. Pero no está dentro de su capacidad el admitir que Ethel trastornó su vida… para mejorarla.
Después de quedar libre, Costa pasó algunos meses difíciles. La gente le señalaba en la calle y llegaban hasta él las historias que se contaban. Nada malévolo; demonios, si todos estaban de su lado: lo generoso que él había sido con Ethel Laffey, qué condenadamente generoso. La gente recordaba especialmente aquel día en que Costa la exhibió orgullosamente al pueblo por vez primera y la frecuencia con que la había llevado a la reverenciada tumba de su padre. Todos sentían simpatía por Costa, y al principio esto le aburría. No era la clase de merecimiento que él disfrutaba.
Después se dio cuenta de que se había convertido en una especie de héroe, hasta en una leyenda y, a medida que transcurrían los meses, comenzó a gozar con ello.
Además el asunto tuvo sus ventajas comerciales. El Banco, oliendo que la oportunidad era propicia para sacar beneficios, devolvió «Las 3 B» a Costa; después de todo, tenían que encontrar alguien que se hiciera cargo. Una palabrita de Petros entre bastidores, ayudó.
Trabajando solo, lenta y cuidadosamente, con placer, Costa rehízo la vieja tienda. Sobre el porche estrecho pintó, en letras vistosas: COSTA AVALIOTIS, CUARTEL GENERAL PARA TURISTAS, anunciando así a todos los transeúntes que el viejo que había matado con sus propias manos a su nuera, estaba allí, vendiendo esponjas, conchas, dientes de tiburón, toda clase de curiosidades y novedades. Uno podía entrar, y por el precio de una chuchería, echar una buena ojeada a este criminal, y descubrir que era un hombre muy amable. Uno se podía permitir incluso admirar a aquel hombre por haberse tomado la ley con sus propias manos y pensar si uno hubiera tenido el valor de hacer lo que ese hombre había hecho.
Los domingos por la mañana, el «Cuartel General» no abre. Se puede encontrar entonces al viejo en la carretera de Tarpon Springs, llevando a cuestas a un muchachito de agradable aspecto. Pasan juntos el día. ¿Por la mañana? Iglesia. Sí, Costa ha vuelto a la iglesia. Por la tarde, el almacén. Mientras el viejo atiende al mostrador, el chico juega a la orilla del agua. Todos los de la zona lo conocen y lo cuidan. Al terminar el día, el viejo prepara la cena. Comen solos. Entonces y allí, Costa trata de inculcar en el jovencito el respeto hacia las virtudes del «modo adecuado» de conducta. Después de lo cual se retiran a su dormitorio a un lado de la casa, y a dormir.
Costa tiene una vida perfecta, es decir, la vida que él deseó. Y, como admite únicamente a sí mismo, se lo debe enteramente a Ethel.
En cuanto al muchachito, él es el más feliz de todos. Todos comprenden que es el hijo del capitán Theodor Avaliotis, oficial en activo de la Marina de los Estados Unidos. El chico recibe bonitas postales de todas partes del mundo. Todavía no ha profundizado en el misterio de su madre. Lo que hubiera podido suceder antes de la época que él recuerda, sólo le ha proporcionado cuidados tiernos. Tampoco echa de menos una presencia femenina en su vida. En esa comunidad compasiva, el pequeño Costa tiene un buen número de madres sustituías que hacen por él lo que haría cualquier madre griega consciente, y mucho más de lo que Ethel Laffey hubiera podido hacer.
Aunque la razón más sencilla de la adoración que el niño inspira, es el poseer los mismos ojos soñolientos y gentiles, la misma sonrisa burlona, que Ernie poseía. Y con ello, algo que afecta más profundamente, y que debe a su madre. Tiene una tez tan radiante, tan cambiante, y su piel es tan transparente, que descubre cualquier alteración en sus sentimientos. Al conocerle, la gente dice que parece que el muchachito esté buscando a alguien, y todos confían en que él o ella, sea aquel que el niño necesita. Este poder, el hacer que la gente lo quiera en seguida, es sabido del muchacho; se enteró tan pronto como supo que había otras personas en el mundo.
Estas son las cosas buenas que Ethel dejó detrás de ella. Así perdura. Recordada con gratitud por unos pocos.
Sus fotografías, el último testimonio material de su existencia, suavizadas por la química del tiempo. Aquellos que las miran se preguntan cómo una persona tan bonita pudo haber hecho tantas cosas horribles.
Elia Kazan