Había un gran sobre del vendedor del «Mercedes». Sólo hacía cinco meses que Ethel tenía el auto, pero el vendedor ya le mandaba un folleto con los últimos modelos, ilustrado con brillantes colores. «Estaría usted preciosa en este modelo», había escrito el vendedor en un margen. «Me apuesto algo a que pueden tentar a su padre. Y nosotros estaremos muy satisfechos en poder colaborar.» ¡Al grano!
Había también un sobre con sello de Israel.
Aarón. Después de un año de silencio.
Cuando sacó la carta cayeron dos instantáneas. Una mostraba unos bañistas en el agua azul, un grupo de nadadores de una docena de chicos y muchachas junto al mar. Aarón, que había sido estudiante de intercambio en la LIniversidad de la Escuela de Minería de Arizona cuando ella era estudiante de segundo grado de Bellas Artes, le había dicho con frecuencia cuánto echaba de menos el agua salada. Y ahora, aquí estaba, en medio de un grupo feliz, chapoteando en el agua. Los nadadores, a una señal del fotógrafo, habían levantado los brazos saludando. Todos parecían muy satisfechos de estar en aquel lugar en semejante compañía, a excepción de una chica que no miraba a la cámara: una jovencita fogosa que miraba a Aarón. La otra instantánea era de ella sola.
«Querida Ethel -decía la carta-, voy a casarme. Quiero que lo sepas. Con Hanna, la joven de la fotografía.»
Ethel miró a Hanna largamente. Tenía el cabello corto, negro, peinado liso hacia atrás, ojos decididos, tez aceitunada, y una nariz recta y puntiaguda. Éthel la odió inmediatamente.
Observó que Aarón se había dejado el bigote y parecía más viejo. Pero incluso en aquella pequeña imagen, junto a la gran extensión de agua, se vislumbraba la simpatía con que había cautivado a todos en Tucson y que hacía que todas las muchachas del campus lo desearan. Le había concedido el premio -su persona- a Ethel. Ella se había sentido orgullosa.
Aarón fue el primer chico que había mostrado por ella un interés que no fuese únicamente el de meter la mano por debajo de su falda. Había sido su primera auténtica amistad, femenina o masculina. Había dado largos paseos en auto por el desierto, durmiendo al aire libre, envueltos en mantas, y él le había hablado sobre su país y su política.
– Me habla -había comentado Ethel en aquella época- corno si yo supiera de lo que él está hablando.
Recordaba una observación especial que Aarón había hecho:
– Vosotros los norteamericanos vivís por encima del desierto y miráis la puesta del sol desde vuestras terrazas como si fuese una película. Nosotros vivimos en el desierto porque es el último rincón del mundo en que se nos ha permitido vivir. La tierra es nuestra madre; nos protege con su cuerpo.
Había querido que Ethel durmiera con él en el suelo para que ella comprendiera lo que él quería decir. Por la mañana, Aarón se lavó las manos con la arena como si fuese agua. Los árabes lo hacían así, le había dicho a Ethel.
Ethel se había convertido en su discípula, del mismo modo que había sido la gatita de su padre, y había de ser, durante algún tiempo, la sierva de Ernie. Aarón le hizo ver que ella había sido preparada para vivir únicamente como consumidora. Se la había educado con un solo artículo de fe: que el refrigerador estuviera siempre lleno. Pero ella nunca había metido nada dentro, le dijo Aarón, sólo había sacado. Su generación era la generación del refrigerador, ella era el símbolo de todos los errores de los Estados Unidos, de la clase media que gobernaba, la razón por la que estaba condenada.
– Vuestra riqueza no tiene nada que ver con vuestra condenada técnica -solía decir Aarón-. Todo estaba ya aquí y lo único que os quedaba por hacer era matar a los indios. Cuando te conocí -decía Aarón-, yo pensé, sí, es una buena chica. Seguramente. Entonces vi lo que tu padre estaba haciendo contigo. ¿Por qué la anima a gastar de ese modo?, me preguntaba yo. «¡American Express, Master Card!» Cuando se aburre, se va
de compras. Oh, papaíto, por favor, ¿puedo comprarme eso? Claro, gatita, ¿qué más quieres? ¡Aquello! ¡Tómalo! Entonces he comprendido algo. Esto es todo lo que los norteamericanos, los hombres, hacen por sus mujeres, así es como mantienen su poder sobre ellas. Las hacen totalmente dependientes. Las reducen a favoritas domésticas. ¡Gatitas! ¡Mira lo que te ha hecho a ti! ¿Cómo te las arreglarías si tu padre no pagara más tus facturas y no pusiera la comida en tu boca? Intenta ganar tu vida, aunque sea una sola vez. Te reto a ello. A la primera ocasión que tuvieras problemas «¡Papaíto, papaíto corre!», y él acudiría corriendo con su grueso talonario de cheques. Pero medita en el precio que ese cheque te costaría a ti. ¡Gatita! ¿Tienes idea de lo que estoy hablándote? Oh, olvídalo. ¿Para qué sirve?
Cuando su período de intercambio de dos años hubo terminado y llegó el momento de regresar a Israel, Aarón le propuso que se fuera con él, que trataría de convertirla en una persona «real». Fueron juntos a la oficina para el despacho de billetes de avión y Ethel compró dos billetes de ida a Tel Aviv pagando con su tarjeta de «American Express». El propósito de Ethel era desaparecer de la casa de su padre, enviarle un telegrama desde el aeropuerto y escribirle después desde Israel. Aarón le dijo que no se preocupara, que las explicaciones no eran importantes. De todos modos, su padre no lo entendería; su desaparición sólo significaría una cosa para éclass="underline" el rechazo de su sistema de vida.
Ethel no sabía por qué se echó atrás en el último minuto. Simplemente no acudió al aeropuerto cuando se suponía que iría.
Guardó el billete. Ella y Aarón se habían escrito cartas apasionadas, desesperadas.
«Pienso en ti todos los días», había escrito Ethel, manteniéndolo en vilo. ¿Había mentido ella cuando prometió que algún día desaparecería de donde estaba y aparecería en donde estaba él? No, era sincera, hasta donde podía alcanzar su sinceridad.
Pero los intervalos entre sus cartas se alargaron, y finalmente hubo el silencio. Las únicas noticias que Ethel tenía de Israel provenían del televisor.
Te esperé durante muchos meses -concluía esta carta última de Aarón-. Pensaba, continuamente que al día siguiente sabría de ti. «Voy», me dirías, «ven a esperarme», dame una fecha y el número de vuelo. Pero he visto que has estado jugando conmigo. Ahora no te guardo ningún rencor, pero durante algunos meses sólo tenía la idea de desquitarme. Una noche, estando borracho, hice planes de cómo vendría a los Estados Unidos y yo… Bueno, antes o después la gente recibe lo que merece.
Ethel dejó la carta a un lado.
De todos los muchachos que había traído a casa para que los conociera su padre, el único en quien el doctor Laffey había mostrado algún interés era Aarón.
– Tiene una especie de autoridad, ese bribonzuelo -había dicho-. Y algunas ideas sobre lo que ocurre por el mundo. Naturalmente, es un judío…
– También lo es Goldwater -había gorjeado Emma Laffey desde su cueva de olvido.
– A medias -corrigió Ed Laffey. Echándose a reír de su propio comentario.
La dificultad de Ethel con su padre radicaba en que con frecuencia él tenía razón y que cualquier otra persona por quien ella se interesara mostraba cierta medida de desprecio hacia ella. Únicamente el doctor Ed Laffey amaba a su hija de forma absoluta. Ethel necesitaba eso… la mitad del tiempo.
– Me complace que salgas con ese muchacho. Vigila tan sólo no ir demasiado lejos -había dicho su padre refiriéndose a Aarón-. Con respecto a tus sentimientos, quiero decir. Es de una cultura totalmente distinta, una cultura de la que nunca sabrás nada.
Exactamente lo que Ethel había estado pensando… la mitad del tiempo.