– Descubrirás que la distancia tiene su utilidad. -Explicó que un antiguo colega era superintendente de una escuela de enfermeras allí y que le había asegurado por teléfono que habría un lugar para su hija.
Un mes después, Ethel escribió a su padre contándole que se había enamorado de un muchacho del Centro de Entrenamiento Naval y que esta vez era de verdad. Planeaban casarse inmediatamente. Y seguía:
Estoy muy entusiasmada con mi futura vida y cuando conozcas la razón ya verás el porqué. Si Teddy no puede complacer a alguien es que hay algo que anda mal.
Seco ya el cabello, se quitó el casco, se escurrió dentro de la cama y allí, a media luz, abrió el telegrama de Teddy.
Intenté llamarte, pero quizá mejor decírtelo por escrito. Eres maravillosa. Desde que te fuiste hemos estado pensando en ti. Llegamos mañana tarde vuelo tres cuatro tres. Te amo, pero él te ama más todavía. Teddy.
Al cabo de unos minutos releyó el telegrama.
– ¿Dónde podré decirle que he estado? -se preguntó-. No me lo preguntará -se respondió-. Ni tan siquiera lo sospechará. Es un muchacho tan bueno…
En la mesita al lado de la cama había un teléfono princesa. Marcó el número de Teddy. Le diría que había destrozado el vestido que él había desaprobado y que necesitaba escuchar su voz.
Y descubriría si él sospechaba…
Alguien llamó a la puerta con los nudillos, discreta y moderadamente. Al mismo tiempo Ethel oyó, en la línea a larga distancia, el teléfono de Teddy sonando en San Diego.
– ¿Miss Ethel? -Era Carlita, susurrando.
– ¿Qué? -vociferó Ethel. Y escuchó de nuevo el teléfono que sonaba a lo lejos -. Cállate -vociferó.
Carlita habló bajo.
– Es su madre. Quiere saber lo que le gustaría comer en el almuerzo.
– No quiero almuerzo. Y ahora vete. -El teléfono de Teddy seguía sonando, pero nadie lo atendía.- Estoy intentando dormir.
Ethel sabía que su padre sería informado del mal genio de ella.
Teddy no estaba allí. Estaría en alguna parte haciendo lo que se suponía debía hacer. Ella nunca dudó de Teddy.
– Muy bien, miss Kitten -dijo Carlita en el tono insinuante de un chiquillo significando «ya me las pagarás».
Ethel colgó el teléfono, se cubrió el rostro con la sábana, y se hundió en las profundidades de la cama. Allí, en la oscuridad, elevó las rodillas hasta el pecho, colocó las manos que sostenían el telegrama, entre sus muslos y se dispuso a dormir.
La condenada cama era dura, incluso en el medio, rígida. Su padre estaba convencido de que una cama blanda era mala para la espina dorsal. Lo primero que Ethel compraría cuando arreglara un lugar para vivir con Teddy, sería una cama muy blanda, que se hundiera profundamente.
Con ese pensamiento se durmió.
Un golpe en la puerta la despertó.
– Miss Kitten. -Esta vez era Manuel.- Su madre me ha mandado traerle un poco de té y un bocadillo. -Era un susurro muy discreto, muy cauteloso. Ethel no respondió.
– Lo dejaré en el suelo junto a la puerta -dijo Manuel. Ethel oyó que dejaba la bandeja en el suelo-. Tenga cuidado cuando salga -terminó Manuel, medio susurro medio broma.
Eran las cuatro y media. Había dormido tres horas.
El sol había pasado por encima de la butaca y ahora estaba en la pared, frente a la cama.
Esa pared estaba cubierta con fotografías de Ethel desde el día en que cumplió siete años y sólo tenía una meta en la vida: crecer y casarse con su papaíto. Ya que a él le gustaba montar a caballo, ella sintió igual pasión por los caballos. Aquí, en exposición, había los recuerdos de esa época armoniosa, Ethel y su primer poney, un regalo que le hizo su padre al cumplir los nueve años. Ethel y su papaíto regresando de un paseo a caballo, con la puesta del sol a su espalda; Ethel, de doce años, de pie en el centro del corral, con un látigo en la mano, haciendo dar vueltas a un potrillo atado al extremo de una cuerda larga; Ethel con su yegua favorita, a la que había ayudado en su difícil parto: Ethel tuvo que meter dentro la mano y tirar de la pata de la potranca.
A juzgar por las paredes, la vida de Ethel se había detenido a los doce años. Después de esa edad no había fotografías. Bruscamente, a los trece años, dejó de practicar la equitación. A los catorce, tenía relación sexual con los muchachos; a los quince estuvo considerando el suicidio, un juego de niños que consistía en cortarse las muñecas.
Ethel se levantó y se envolvió con un quimono chino de seda blanca. ¿Quién se lo había regalado? ¿Sería aquel hombre maduro que conoció en unas vacaciones en México? No. ¿Quién, entonces? Debió de ser ese hombre. La había llevado al museo arqueológico un día de verano. ¿Se había acostado con él? No podía recordarlo. Recordaba, no obstante, que él llevaba un anillo con un diamante.
Comenzó a arrancar las fotografías de las paredes con violencia, haciendo volar los pequeños clavitos y arrojándolas al suelo. No quería que Teddy viese ninguna; ella sólo le ofrecería una pared completamente limpia.
Intentó llamarlo de nuevo. Nadie cogió el teléfono.
Debía vestirse y bajar. Sintió lástima por esa mujer abandonada ahí abajo. ¡Hablar de desaparecer! Esto era lo que Emma Laffey estaba haciendo… desapareciendo cada día más profundamente en las sombras. Ahora esperaba que le hablara de Teddy.
Bueno, para eso había venido Ethel, para preparar a Ed y a Emma Laffey a recibir a Costa y Teddy Avaliotis.
Llamó a otro número que Teddy le había dado, un centro de mensajes. Dejaría un mensaje allí.
– Urgente -dijo.
¿Cómo iba a vestirse ahora? Como prometida de Teddy. Ethel, no Kitten.
En los colgadores de su profundo armario empotrado había -los contó- cincuenta y siete vestidos. Más de la mitad eran blancos: seda, algodón, nailon, Dacron, poliéster; todos ligeros, todos «Kitten», «acariciadores», cortados y adaptados para atraer la atención y excitar el deseo.
Costa pondría el veto a todos ellos. Ethel estaba decidida a complacer a Costa todavía más que a su hijo.
Deseaba poder hablar con Teddy francamente, contarle la historia completa de su vida… quién, cuándo, cuántas veces, por qué, enteramente todo. Pero, ¿cómo podría contarle lo de la pasada noche, por ejemplo, que todo había sucedido como un medio para terminar definitivamente con su pasado? La pasada noche Ethel había cumplimentado lo que esperaba poder hacer. Ernie estaba «muerto» para siempre.
No, siempre quedaría algo de su vida que tendría que ocultar a Teddy.
¿Qué podía ponerse?
Tiró de los vestidos del armario, colgadores incluidos, y los arrojó al suelo. Ninguno de ellos era apropiado ahora. Cada uno de ellos la descubriría.
Mira esas blusas con volantes, de colores alegres adecuadas para el verano de Atizona; y también esos chalecos sin espalda y sujetadores con tirantes, muchos de color blanco y otros azul celeste, y amarillo y anaranjado, todos calculados y escogidos para exhibir descaradamente lo que ahora estaba decidida a ocultar. Qué ansiosos estaban ahora, qué frenéticos por llamar la atención.
– ¡Mírame! ¡Deséame! ¡Vamos! ¡Vamos!
Largos sacos de plástico transparente protegían sus trajes de noche blancos, sin tirantes o sujetos por una simple cinta delgada, invitadores:
– Todo lo que has de hacer es deslizarme por tu hombro. Es tan fácil… ¡Inténtalo! ¿Lo ves?
Aquí también, pequeñas chaquetas blancas, una de conejo y otra de armiño, para citas diferentes: chico pobre, chico rico. La de conejo tenía una flor descolorida sujeta con un alfiler, una gardenia, el perfume era un recuerdo. Recordó aquella noche: no había vuelto a casa.
Nunca llevaría otra vez nada de todo eso: vestidos, blusas, chalecos, lo que fuese… nunca más. Todo voló al suelo.
En el pequeño escritorio de triple cajón, había su ropa interior: bikinis del más fino algodón, tan delgado, tan ligero, que su presencia no podía descubrirse ni a través del vestido más fino,