– No llevo nada debajo -prometían-. No me crees. ¡Ven a comprobarlo! -Había todo un circo de lo que Ethel en otro tiempo creyó tan «primoroso»: bragas con el bordado «Kitten», otras estampadas por todos los lugares con slogans, títulos de canciones y promesas, consejos íntimos e insinuaciones descaradas, auténtico material para la intriga y los deliciosos juegos de la juventud.
En el otro compartimiento, sujetadores, que se abrían por el frente o por la espalda, algunos transparentes, algunos muy escotados, otros de blonda y de malla de red, ninguno de ellos acolchado. A los catorce años, Ethel ya tenía el pecho desarrollado. Todos se abrochaban simplemente; nadie debía manipular demasiado para abrirlos. Ethel los arrojó a la pila de desechos.
En un estante había bolsos en profusión, uno para cada ocasión, uno para cada vestido, en armonía de color. Allí había aquel que su padre había abierto accidentalmente encontrando, junto a sus llaves y un pañuelo, dos barras de chocolate y un condón. Ethel recogió todos los bolsos en un abrazo y los dejó caer en la pila.
Al fondo del armario casi vacío, en un estante superior, había cajas de recuerdos: cartas de amor y tarjetas de notas, programas e invitaciones, un confetti de pequeñas misivas dobladas, pasadas subrepticiamente entre los pupitres escolares o atrapadas de los muchachos al cruzarse en los pasillos, confirmación de citas, dónde y cuándo. ¡Cuánto habían significado en otro tiempo!
Había también algunos recortes de periódico, uno ilustrado con la fotografía de un caballo: «Ganador sorpresa». Y una instantánea de Ethel montada en su caballo: «El Pequeño Campeón.» Entre ellos un par de cintas azules, con letras y bordes dorados, premios que había recibido a los once y doce años, poco después de haber empezado á saltar. En seguida se convirtió en una experta y después lo dejó absolutamente. ¿Qué había sucedido entre ella y su padre? Ethel no comprendía su vida.
Todos esos recuerdos, tan queridos en otros tiempos, los apiló en el suelo.
En lo más profundo dei armario había dos estantes llenos, cargados de antiguos tesoros que Ethel había estado guardando. Comenzó a tirar cajas al suelo, sin detenerse a mirar el contenido, arrojándolas con fuerza, al revés, y los viejos vestidos atesorados por Ethel en su adolescencia y olvidados después, quedaron esparcidos por el suelo. Les dio un puntapié para juntarlos con los otros deshechos, haciéndolos volar en desorden, cayendo enmarañados.
De una caja cayó una faldita blanca plisada. Ethel la llevó hasta la ventana y miró al trasluz. No había ni una señal de mancha; la limpieza en seco había hecho un buen trabajo.
Aquella noche tan lejana no estaba preparada. El parque de atracciones ambulante había iluminado brillantemente un prado en las cercanías de la ciudad. Ethel sintió cómo comenzaba el flujo mientras gritaba, temerosa y divertida, en su diversión favorita Crack the Whip. Cuando los pequeños carruajes se detuvieron, Ethel caminó retrocediendo y se sentó en el primer banco que encontró. Sentía eí flujo entre sus piernas. Al sentarse, la mancha se extendió. Una mirada rápida detrás: tenía el tamaño de un pequeño tomate.
– Me siento algo mareada -le dijo al muchacho que la acompañaba-. ¿Podrías traerme una «Coca-Cola» o algo parecido?
Cuando el muchacho regresó con la bebida, ella había desaparecido.
Corrió cerca de cinco kilómetros hasta su casa.
Su acompañante de nariz respingona divulgó la historia de su proceder, génesis de su reputación de desaparecer en las citas. Al recuerdo de lo sucedido, Ethel sintió todavía que se le aceleraba el ritmo de su corazón.
Recordaba que aquella noche dijo:
– Dios mío, ¿por qué no me hiciste un muchacho?
Un año después, cuando consiguió su diafragma, presumió ante una amiga:
– ¡Ahora ya soy como un muchacho!
– ¡Kitten! ¿Qué demonios estás haciendo?
Su padre estaba de pie en el umbral de la puerta.
4
El doctor Ed Laffey, un hombre sólido y elegante, se ufanaba de su apariencia juvenil, y con razón. Orgulloso de su figura, apretaba y aflojaba su cinturón, en una especie de tic, comprobaba su peso cada mañana y su presión sanguínea una vez por semana. Todo estaba como debía estar.
– ¿No irás a tirar todo este tesoro, verdad? -preguntó. ¿Le divertiría ese montón de vestidos?
Ethel esperó con ansiedad su reacción siguiente.
Pero, tras una primera sonrisa leve, ninguna indicación daba a conocer lo que estaba pensando. Su rostro, como el rostro de la mayoría de médicos, era una máscara de compostura.
Excepto cuando se trataba de su hija. Encajó en su mano la cabeza de Ethel y le dio un beso.
– Quienquiera que sea tu nuevo amor -le dijo- es seguro que acierta contigo. Tienes un aspecto especialmente bueno. -La examinó de nuevo, amorosamente, y dirigió entonces su atención al montón de desechos, sonriendo como hubiera podido hacerlo ante los juguetes de un chiquillo tirados por el suelo.
– Voy a deshacerme de todo eso -dijo Ethel.
– Conozco ese sentimiento. Comienza una nueva vida. Tirando hacia arriba sus pantalones con la raya perfectamente planchada, se arrodilló al estilo vaquero, una nalga sobre un talón.
– A menudo he sentido esa necesidad de eso mismo, de desprenderme de todo lo que tengo. ¡Comenzar de nuevo! -Revolvió y tiró de los vestidos con sus largos y fuertes dedos.- Cuántos recuerdos despiertan ante todo esto, ¿verdad Kitt ¿Existió de verdad ese tiempo? ¿Estábamos nosotros allí? ¡ Ay de mi…!
Ethel no respondió.
– ¿Cómo es él? -El doctor Laffey se incorporó.- ¿Tu nuevo enamorado? Quiero que me lo cuentes todo sobre él.
– Teddy. Vas a conocerlo, papaíto.
– ¿Y cuáles son vuestros planes? Quiero una infinidad de detalles. Ven a cabalgar conmigo como solíamos hacer. Hablaremos y contemplaremos la puesta de sol. Después nos bañaremos. Le diré a Manuel que nos prepare margaritas y los sirva en la piscina. En nuestros buenos tiempos nos habríamos vestido y cenado a la luz de las velas. Carlita nos asará un par de filetes de Nueva York y yo prepararé mi salsa de carne. ¡Imagina! Tengo fresas en el jardín. ¿Qué caballo vas a montar?
– Papá, no tengo ganas de montar. Ni de cambiarme para cenar.
– Bueno, muy bien, lleva lo que te plazca. Comeremos en la terraza del comedor, escucharemos los coyotes y beberemos cerveza mexicana. He comprado algunas «Dos Equis» camino de casa; en este momento se están enfriando. ¿Cenará usted conmigo en la terraza esta noche, miss Ethel? Te he añorado mucho más de lo que pueda expresar.
– Muy bien, papá.
– ¡Dios mío, fíjate en esto!
Se inclinó y escogió una camisa de dormir infantil de algodón emblanquecido. La sostuvo en alto por los hombros con los índices. No era muy transparente, el escote discreto, y en los tirantes pequeñas margaritas blancas en hilera.
– ¿Recuerdas que cuando eras pequeña solías venir a verme cada mañana, te metías en mi cama y charlábamos, las conversaciones más agradables que jamás he sostenido?
– Me acuerdo.
– Una mañana me preguntaste: «Papaíto, ¿es verdad que si una puede besarse el codo se convierte en un muchacho?» Porque dijiste «yo preferiría ser un muchacho».
– ¿Qué edad tenía yo?
– Acababa de regalarte aquel poney, Blazer, por tu cumpleaños, de modo que, deberías de tener… ¿ocho? Y yo te dije: «Lo dudo, Kitten, pero puedes probarlo.» Gracias a Dios ya superaste aquello. Tienes un gran éxito como chica, Kit.
– ¿Lo crees realmente así?
– ¡Fíjate en ti! ¡Dios mío! -Deslizó suavemente sus manos ahuecadas por encima del fino tejido de la bata.