Abrió los brazos. Cuando Ethel no respondió, ella alargó la mano y cogiendo a Ethel por el codo, la tiró gentilmente hacia ella.
– Te echo tanto de menos -dijo-. Ven a sentarte y hablar conmigo.
– Mañana, mamá -dijo Ethel, soltando su brazo.
Emma cogió de nuevo a la muchacha tirando de ella con una fuerza frenética.
– ¡No hagas eso! -exclamó Ethel. Su voz impaciente y desagradable la sorprendió.
La mano de Emma la soltó y quedó temblorosa, en el aire.
Comenzó entonces a sollozar, y del mismo modo que la ira de Ethel hacia su padre había sido la acumulación de años, así eran las lágrimas de Emma. Su corazón se había destrozado y no tenía ningún orgullo.
A tientas, buscó su bastón, y se incorporó, apoyándose sobre el brazo de la butaca, y se encaminó hacia el vestíbulo y la escalera, sollozando amargamente.
Ethel no se movió, no la miró mientras se iba. Cuando oyó que la puerta del dormitorio en el piso superior se cerraba, se sentó y se cogió la cara entre las manos.
Le había dicho las mismas palabras a su «madre» que su «padre» le dijera hacía algunos años, y con la misma voz cruel.
Levantándose de un salto, corrió escalera arriba. Pero en la habitación de Emma no se veía ninguna luz por debajo de la puerta. Intentó la manecilla de la puerta. La habitación estaba cerrada con llave. Llamó. Pero no hubo respuesta.
En fin, ¿qué demonios podía hacer o decir para ayudar a esa mujer? Era demasiado tarde. La verdad era que nadie en esa casa podía ayudar a ninguno de los otros. O debía.
Desde su propio dormitorio, Ethel se dirigió al teléfono. Teddy no estaba en casa. Deseaba poder desconfiar un poco de Teddy; eso aliviaría la culpa que ella sentía. Pero Ethel sabía dónde estaría Teddy… en un cine con su padre.
– Me dijeron que alguien había llamado desde Tucson, una muchacha -dijo Teddy cuando la despertó en medio de la noche-. Me imaginé que serías tú.
– ¡Que sería yo! ¿Cuántas chicas conoces tú en Tucson?
– Todas las chicas a punto de graduarse de la Universidad de Tucson.
No parecía enfadado. Ethel se sintió aliviada.
– Oh, Teddy, cariño mío -le dijo- ¿querrás, por el amor de Dios, venir aquí y llevarme lejos?
– Pasado mañana estaremos ahí.
– Te necesito ahora mismo.
– ¿Qué ha sucedido? ¿Alguien ha herido tus sentimientos?
– No. Todos han sido muy pacientes. Soy yo. Me está entrando la chifladura. Todo vuelve; igual que cuando era una chica y… Lo siento; no debes preocuparte por ello. ¿Cómo fue la película?
– ¿Cómo sabías que fuimos a ver una película?
– Lo sé todo de ti, así que ándate con cuidado.
– Sin bromas, ¿cómo lo sabías?
– Tengo una doble vista, porque te quiero. ¡Adelanta tu vuelo! No sé qué demonios voy a hacer aquí mañana.
5
Al día siguiente Ethel durmió hasta las dos de la tarde, o pretendió que dormía. Emma hizo su viaje mensual a la ciudad para visitar a su médico personal, un profesional que su marido había escogido para ella, y el doctor Laffey no vino a casa para cenar. Era su noche de bridge; el doctor era un jugador con categoría de concursante.
Al día siguiente, en honor de la ocasión, el doctor Laffey canceló sus compromisos, incluyendo una operación ortopédica que le hubiera proporcionado unos honorarios sustanciosos, y se fue en el auto con Ethel al aeropuerto.
Ethel llevaba una blusa azul celeste, de alta botonadura. A un lado de su cuello se veían todavía unas marcas enrojecidas.
El encuentro fue muy sencillo. Costa se sentó en la parte posterior junto a su hijo. El doctor Laffey conducía, y Ethel iba a su lado. Para mantener una conversación, el doctor describía los puntos importantes del recorrido. Se desvió de su camino para llevarlos por el nuevo centro cívico.
– Mucho dinero ahí -hizo observar Costa.
Le impresionaron más todavía algunas de las casas junto a las que pasaron en su camino hacia la cima de la colina Laffey.
– Yo siempre he dicho a mi hijo -comentó- que es igual de fácil casarse con chica rica que con chica pobre.
– Ha hablado un griego -dijo Teddy.
Cuando llegaron a la casa de Laffey, surgió un problema.
– ¿Qué es esto? -preguntó Costa.
– Nuestra casa -respondió el doctor Laffey-. ¿Es eso lo que usted ha preguntado?
– Muy bonita, muy bonita, pero… -Costa se mostraba reacio por alguna causa. Se encaminó hacia el auto.
– Hay habitaciones preparadas para ustedes -dijo el doctor Laffey – ¿No es así, Ethel?
– Vamos, míster Avaliotis -dijo Ethel.
Costa permaneció en sus trece. Por lo visto, aquello que le contrariaba sólo podía discutirse entre padres, de modo que se acercó al doctor Laffey, indicándole con un gesto al vuelo que debían hablar a un lado.
Los chicos esperaron.
La consulta que no debían oír fue corta. Vieron que el doctor Laffey asentía con la cabeza, y le oyeron decir:
– Naturalmente, si usted lo prefiere así.
El hombre volvió. Costa parecía tranquilo, pero resultaba evidente que el doctor Laffey había tenido una primera impresión de lo que le esperaba.
– Míster Alavotis me ha dicho…
– Avaliotis -dijo Costa-. A-va-li-o-tis. Muy fácil.
El doctor Laffey se dirigió a Teddy.
– Su padre prefiere que os alojéis en un motel -dijo.
– Es lo adecuado -dijo Costa-. Hasta que lleguemos a un acuerdo, ¿lo entiendes? -añadió. Se volvió hacia Ethel-. ¿Lo entiende usted, verdad jovencita? Su padre y yo tenemos muchas cosas que discutir. Y Teddy y yo, el mismo problema.
– No podré buscarles un lugar y llevarlos yo mismo allí -dijo el doctor Laffey.
– Yo les encontraré un lugar -dijo Ethel.
– Desgraciadamente, tengo un gabinete que atender y he de hacer mis rondas en el hospital. Mañana debo operar y…
– No hay necesidad de explicar, doctor Laffey… ¿correcto, Laffey?
– Sí. Ahora debo apresurarme. Ethel tiene su auto y ella…
– No se preocupe, no se preocupe -dijo Costa.
– Pero esta noche -añadió el doctor Laffey- insisto en que todos cenemos aquí. ¿Estará eso bien?
– Adecuado -dijo Costa.
– Bien. Así que ahora me voy corriendo…
– Antes de que se marche, quiero conocer a su esposa. ¿Puede usted molestarse en presentarnos?
– Ethel cuidará de ello.
– Ocupará sólo un minuto -Costa parecía ansioso en que fuese el doctor Laffey quien le presentara a mistress Laffey.
Lo que el doctor hizo. Y se fue después.
Costa se sentó junto a mistress Laffey, le hizo elogios de su bella casa y en lo bien que habían criado a su hija.
– La verdad es -comentó Emma Laffey- que mi colaboración en ambas cosas ha sido muy pequeña.
– Querida señora, no puedo creer eso.
– Creo que quieren estar solos -dijo Ethel, empujando a Teddy por la puerta del jardín-. Ven, quiero que veas nuestras plantaciones de flores.
Cuando salían oyeron que Emma hablaba a Costa de su «debilidad». Era la primera vez en muchos años que alguien estaba dispuesto a escucharla.
Algo preocupaba a Ethel. El periódico de la mañana publicaba un artículo sobre el aumento en la comunidad de casos de enfermedades venéreas. Sentía cierto dolor dentro de ella. Ernie nunca cerraba su puerta.
Reflexionó sobre contar la verdad a Teddy, pero decidió en contra.
– Tengo que admirar a tu padre -dijo-, su modo de hacer las cosas. Por su tradición, ¿sabes? Así que he pensado que quizá no deberíamos…
– ¿No deberíamos qué?
– Hacer el amor otra vez hasta…
– ¿Estás bromeando? ¿Hasta cuándo?
– Hasta que nos casemos. O, por lo menos, hasta que todo esté convenido.
– Mantenme alejado, vamos a ver. -Teddy se echó a reír.
– ¿Qué encuentras tan divertido?