– ¿Qué es lo que hacen con los caballos? Me lo contaste en cierta ocasión.
– Oh, Teddy, sé formal.
– ¿Qué es lo que les hacen? Les atan…
– Un cepillo rígido en la parte posterior de la barriga, así que cuando el garañón… -Ella también se echó a reír.- Se conoce como la coraza del semental. Estarías tan gracioso con una de esas corazas…
– Haría muchas cosas por mi padre, pero tú has dado justo en el límite.
– Teddy, estoy hablando en serio. Así, cuando nos casemos, será mucho más importante.
Teddy la atrajo hacia él y comenzó a besarla.
– Las mujeres controlan esas cosas -dijo él-. Vamos, contrólame.
– ¡Teddy! Cuidado. Se acerca tu padre.
Mistress Laffey y Costa habían salido de la casa. Costa la sujetaba por el codo y ella le miraba directamente a los ojos.
– Creo que mamá está coqueteando con tu papá -dijo Ethel.
– Yo soy feliz como la mayoría de la gente -estaba diciendo Emma-. Amo mi jardín y… mi habitación y… a mi hija. -Vaciló y sonrió valientemente como exigía su tradición.- Y espero no ser una carga demasiado pesada para él, para el doctor Laffey.
– Estoy seguro de que no.
– Hemos pasado épocas maravillosas. El doctor Laffey solía llevarme a Europa cada dos años. Pero últimamente ha estado demasiado ocupado.
– Hombre importante, ¿qué se puede hacer?
– ¿Sabe usted qué es lo que yo echo de menos en el mundo? Un viaje de compras como en los viejos tiempos hacíamos. ¡Oh, las compras que he llegado a hacer! -Comenzó a hablar muy rápidamente y con una animación desacostumbrada. -Los franceses tienen artículos de piel muy suave. En Escocia son las lanas. Si usted ve algo que le gusta en una tienda, cómprelo. Cuando volviera a buscarlo seguramente no lo encontraría. Recuerde, hay una temporada para esas cosas. Y en cuanto al regateo, en Inglaterra es tiempo perdido. Pero al este de París, se ofrece la mitad y hay que mantenerse firme. El doctor Laffey solía admirar mi habilidad para regatear -se echó a reír como una niña traviesa- pero se trata nada más de ofrecer la mitad y mantenerse firme. Acuérdese.
– Es mi esposa quien se encarga de todas las compras en mi familia -dijo Costa.
– ¡Qué bien! Tengo muchas ganas de conocerla. Le enseñaré algunos vestidos muy bonitos que tengo arriba. Muchos de ellos ni me los he puesto. Ni me los pondré probablemente. Aunque no he cambiado de talla.
– Mamá -intervino Ethel-, míster Avaliotis no está interesado en tu talla.
– ¡Chitón! ¡Ethel! -exclamó Costa-. Deja que hable la mujer, por el amor de Dios. Siga, por favor, mistress Laffey, ¿su talla?
– Oh, no tiene importancia. Todavía tengo la seis. Seis de júnior, no de señorita. Ethel, tiene talla de señorita. ¿Ve usted que ella es mucho más desarrollada?
– ¡Mamá! Sería mejor que fuésemos a buscar un lugar en donde poder alojarse, míster Avaliotis -dijo Ethel-. Antes de que los turistas no dejen sitio.
– No se preocupe, Ethel, siempre tienen una habitación para mí. Vaya a donde vaya, querida mistress Laffey, la gente se preocupa por rní. No son ellos, es Dios. Dios se preocupa por mí. Yo le traeré Su bendición. Yo le pediré que le devuelva a usted la fortaleza, ya verá usted con qué rapidez.
Se irguió apoyándose en los dedos de los pies y henchió su pecho de aire.
– Bueno, ¿por qué estamos esperando, muchacho? -le preguntó a Teddy.
– Te estamos esperando a ti -dijo Teddy-. ¿A quién si no?
Costa se echó a reír.
– A veces se pone insolente con su padre, le contesta. Pero así es su país, mistress Laffey. Gracias a Dios, su hija entiende lo que es el respeto, ¿no es verdad, Ethel?
– Algunas veces -dijo Ethel-. Vamonos o necesitaremos de verdad la ayuda de Dios.
Les llevó en el auto a algunos moteles que no complacieron a Costa.
– ¿En dónde hay un río, agua, algo? -preguntó.
– Papá, por amor de Dios, esto es el desierto. Aquí el agua está a trescientos metros por debajo del suelo.
– Hay un motel en Palm Canyon -dijo Ethel-. Aunque está algo lejos. Allí hay una especie de arroyo.
– Especie de ¡otra vez! -dijo Costa. Y al verlo, comentó-: ¿A esto le llama usted un río?
– En la primavera baja lleno -dijo Ethel.
Había un motel prefabricado. Costa hizo una mueca.
– Creo que es mejor que tomemos habitación aquí, míster Avaliotis -dijo Ethel-, si es que queda alguna.
Firmaron el registro y Ethel se disculpó entonces para que los dos hombres pudieran afeitarse y lavarse.
– Tengo un problema -Costa dijo a Ethel-. No hay auto.
– Vendré a recogerlos a las seis y les traeré otra vez después de la cena -dijo Ethel.
– No, ahora. Pocos minutos. Debo encontrar una tienda.
– Yo tengo lo necesario para afeitarse, papá. ¿Qué es lo que necesitas?
– Quiero comprar algo para la querida mamá -dijo Costa a Ethel.
– Realmente, no hay ninguna necesidad, míster Avaliotis…
– No puedo ir a cenar sin llevar un regalo a su madre.
El viejo compró en una tienda una caja de un kilo de bombones «Whitman's».
– No hay más problemas -dijo.
Aquella noche la cena transcurrió muy bien, en todos sus detalles, desde Costa entregando su regalo a mistress Laffey, hasta los cocteles, los cumplidos sobre la casa y el terreno, en todo, hasta que Costa le dijo al doctor Laffey lo que pretendía.
– Nosotros somos católicos -dijo el doctor Laffey con los labios apretados-. Ethel va a casarse en nuestra iglesia.
– Esto no es posible -respondió Costa.
– Cualquier cosa es posible, míster Avaliotis. -El doctor Laffey había estado practicando la pronunciación del nombre con Ethel.
– Quizá para usted. Pero todo no es posible para mí. Tenemos familia y ésa es nuestra costumbre. Nosotros no cambiamos al venir a este país. Nuestros muchachos se casan con chicas griegas y nuestras señoritas griegas se casan con muchachos griegos. Yo no soy hombre anticuado. Entiendo que el mundo está cambiando. Pero esta cosa nosotros no la cambiamos.
– Tampoco nosotros -respondió el doctor Laffey, más brevemente, pero con igual decisión.
– Así… -Costa dejó sin terminar la frase haciendo un gesto mostrando las palmas de las manos hacia fuera-. Usted tiene su derecho, yo tengo mi derecho. Veremos lo que sucede.
Siguió esa clase de silencio tan temido por cualquier anfitrión.
– En el desierto tenemos flores bellas -dijo mistress Laffey-. Flores del desierto.
– Ya lo sabe, Emma -dijo el doctor.
Nadie habló.
– Cuando de pronto todos callan en la conversación, como ahora -dijo Costa- mi gente en el viejo país dice: «¡Ha nacido una niña!»
Nadie le entendió.
Costa se volvió hacia mistress Laffey.
– Una cena muy agradable, mistress Laffey -dijo-. ¿Cómo puede encontrar pescado como ése aquí, tan fresco?
– Desgraciadamente yo no tuve nada que ver con la cena -dijo mistress Laffey. Y miró al doctor.
– La trucha de montaña – el doctor dijo a Teddy, especialmente a Teddy- la traen en avión desde Denver.
– ¿Has oído eso, papá? -preguntó Teddy-. Las truchas las traen en avión desde Denver.
– Muy bien, muy bien -dijo Costa.
– Y ahora, ¿por qué, ustedes dos, caballeros -dijo Teddy- no comienzan a entenderse?
– Por mí, de acuerdo -dijo Costa.
Pero el doctor Laffey no volvió a dirigirse aquella noche a Costa, excepto como parte integrante del grupo. Aproximadamente a las diez menos cuarto miró su reloj y se levantó.
– Deberéis disculparme -dijo-. Por la mañana he de operar.
Ethel no lo disculpó por eso, como tampoco lo disculpaba por un centenar de cosas más.
– Naturalmente -respondió Costa-. No queremos ser problema para ustedes. Operar muy importante. Muchacho, llama taxi.
– Los llevaré a casa -dijo Ethel.