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– La ensalada griega, con ajo y anchoas, etcétera, quizá demasiado fuerte para querida mamá -dijo-. Buscaré algo por si acaso.

En la tienda del carnicero se hizo amigo rápidamente del propietario, explicando que deseaba tres chuletas tiernas de corderito. Rechazando lo que el carnicero le ofreció en principio, aceptó la invitación para entrar en la cámara de congelación y escoger él mismo las porciones que prefiriera. Observó cuidadosamente cómo el carnicero recortaba toda la grasa y las envolvía en un papel parafinado marrón y se despidió del vendedor estrechándole la mano.

Camino de casa se detuvieron en el almacén de bebidas alcohólicas, en donde no encontraron ni «Mavrodaphne» ni «Hymettus», los vinos que él deseaba, pero sí el italiano «Soave Bolla», que compró exhibiendo una gran dosis de tolerancia.

En la casa de los Laffey, disponiendo todavía de una hora y media de tiempo antes del momento adecuado para comenzar a preparar la ensalada, Costa acompañó a mistress Laffey hasta las dos butacas iguales de mimbre blanco junto a la piscina, desde donde podían contemplar a sus hijos mientras se bañaban.

– Piernas demasiado delgadas -se dijo Costa mientras evaluaba a Ethel en su bikini. No podía comprender la pasión de su hijo por esa mujer. Pero había rogado a Dios que le diera paciencia y comprensión y la gracia había sido concedida. Estaba procediendo correctamente, proporcionando a los Laffey, en particular al cabeza de familia, todas las oportunidades. Perfectamente tranquilo, se durmió con el sol en su rostro.

Roncaba. Mistress Laffey sonrió y se alejó hacia su dormitorio con aire acondicionado.

La llegada del doctor despertó a Costa. El cirujano salió a su terraza trayendo un martini doble de vodka, y muy erguido, se sentó junto al griego y comenzó a fanfarronear con voz bien modulada. Mostró a Costa, utilizando la pesada mano del viejo como modelo, la operación que había realizado aquella tarde. Un cliente acomodado había perdido el pulgar en un accidente en su taller casero. El doctor Laffey, con todo éxito, había desviado el índice de tal modo que pudiera utilizarse como un dedo pulgar.

Cuando terminó su descripción del trabajo hecho con el cuchillo y la aguja, mencionó que por este trabajo -que le había llevado tres horas y media- se le pagarían unos honorarios de cuatro mil quinientos dólares.

– Soy el único hombre -dijo- entre Los Angeles y San Luis capaz de llevar a cabo esta operación con éxito.

– ¡Muy agradable! ¡Muy agradable! -comentó Costa.

Aquella tarde, el doctor Laffey estaba lleno de confianza y energía. Había tomado la misma decisión que Costa: hoy debía decidirse. El vodka fortalecía su ánimo. Ofreció a Costa igual fortalecimiento por el mismo medio. Pero Costa le dijo que no quería beber hasta que hubiera arreglado sus diferencias.

– Cuando bebo -añadió -, mi corazón se reblandece.

Había llegado el momento de que Costa comenzara su tarea. Fue a la cocina y pidió a Manuel y Carlita que salieran. Carlita suplicó que la dejara observarlo, pero Costa respondió:

– No es bueno demasiada gente en la cocina. -Pero quiso la ayuda de Ethel.- Tienes que aprender exactamente a hacer esto -dijo-. A Teddy le gusta mucho.

Cualquier chef que se precie, se limita a planear y medir, combinación y condimento. El trabajo de rutina -cortar, pelar, lavar- está a cargo de los pinches. Ethel trabajó siguiendo las intrucciones de Costa cortando rodajas del pepino «no eructable», partiendo los tomates en ocho porciones, arrancando las hojas de la lechuga y lavándolas una por una para asegurarse de que no habían puntos oscuros. Costa le permitió tomar nota de cada ingrediente, de las cantidades y de los puntos a vigilar cuando los compraba. No tuvo secretos para Ethel.

Cuando llegó el padre Corrigan, el doctor Laffey lo llevó a la cocina. Las manos de Costa estaban grasientas con el aceite de Itea, así que no pudo ofrecerlas. Mientras Costa se las lavaba, el padre Corrigan y el doctor Laffey hablaron de golf, juego al que ambos eran aficionados. Entonces el doctor Laffey se volvió hacia su hija.

– Ethel, estoy pensando si tú y yo podríamos charlar un poco antes de la cena -le dijo. Ella iba a protestar, pero ante una mirada de Costa, a quien ella había comenzado a obedecer sin discutir, la hizo acceder.

El sacerdote y el griego quedaron solos.

Costa le dio algunas aceitunas y un poco de queso para apaciguar sus nervios. Le contó entonces la historia de su vida.

– En mis diez primeros años -explicó Costa- no vi a mi padre. Esperamos en Kalymnos, pequeña isla de allí, para traernos a Florida, mi madre, mi hermano, mi hermana, yo. Un día no envía mensaje, viene él mismo. Con dinero en el bolsillo. «Haz la maleta -le dice a mamá-. Nos vamos.» Así, repentinamente. -Hizo castañetear los dedos.- Vendemos la casa, por nada, los dracmas no compran nada, envolvemos el retrato del abuelo, el icono sagrado, virgen, san Nicolás, etcétera, etcétera, y venimos a Florida.

»Yo era muchachito entonces. Pero mi hermano era fuerte, y aprende rápidamente a pescar esponjas. Después, me enseña. Entonces algo terrible sucede. Muere mi hermano. Aquel día no se vigiló la hélice y la hélice cortó el conducto de aire. Mi hermano en el fondo con pesos de plomo en los pies. Acabado. Así que mi padre dice, ven, ocupa su lugar. Yo empiezo a ir abajo. Diez brazas. Más. Pronto traigo mucha abundancia, un día doscientas setenta y cuatro piezas.

– Esto es mucho -dijo el padre Corrigan-, ¿no es verdad?

– Sí, es mucho, mucho. Cuando se suben doscientas, hay que ver, cómo uno se siente después. Me inclino contra la corriente, abajo hay una fuerte corriente, ¿entiende?, se lo enseñaré, vea, así, así mismo, nunca me detengo, las recojo, las recojo, las recojo…

– Debe de ser un trabajo duro -comentó el sacerdote.

– Esto es lo que estoy diciéndole. Pero está bien. Yo entiendo en seguida América. Se trabaja duro aquí, se gana la vida. En Grecia, se trabaja duro, se trabaja mucho, y también se muere pobre. Aquí yo tengo mi propia casa, tengo mucho tiempo, encuentro una esposa agradable, una chica griega, del distrito de Astoria, en Queens. Ella me da un hijo. Y se acabó. ¿Quién sabe por qué? Preguntemos a Dios. ¿Ha visto usted a mi chico?

– ¡Un buen chico!

– ¡Y tanto! Mi padre me crió de cierta manera, yo crío a este chico lo mismo. Teddy. Nombre real Theophilactos, significa «sigue a Dios», ¿entiende usted?

– Parece un muchacho temeroso de Dios…

– El no teme a nadie. ¡Oficial, de la Marina de Estados Unidos! ¡Tercera clase!

– El doctor Laffey me ha dicho que usted suele ir a la iglesia griega ortodoxa; me ha dicho que es muy devoto.

– Yo soy un hombre religioso, no voy a la iglesia. Ahora tenemos sacerdote nuevo, ¡es como una mujer! ¡También tienen mujeres en los comités! ¡También hay bingo! ¡Bingo, por el amor de Dios! Yo le digo a este sacerdote, el próximo domingo toma dinero de la iglesia, ve a las carreras de galgos, juega, ¡es lo mismo! Muchos sacerdotes, ¿sabe usted?, jugadores. Demasiado ricos, demasiado gordos, perdone, nada personal, veo que usted come mucho.

El padre Corrigan dejó el queso en la mesa.

– Quiero hablarle de los Laffey -dijo.

– He hablado con ellos tres días -dijo Costa-. Hombre inteligente, mucho dinero, esposa distinguida, demasiado enferma, hija que ama a mi hijo, ya lo veo, hasta aquí todo bien.

– Quisiera hablarle a usted de la fe de los Laffey -dijo el sacerdote.

– ¿Por qué no? Pero antes usted ha de comprender algunas cosas de mi fe. ¿De acuerdo?

– Naturalmente.

– ¡Primera cosa! La simiente la lleva el padre, ¿no tengo razón?

– ¿Qué? ¡Oh! Sí. Sí.

– Sí. También el padre pone simiente en el cuerpo de la mujer, aquí, ¿no es verdad? -Costa ilustró con un gesto.- Allí encuentra hogar y crece nueve meses. Todo eso ya lo sabe usted.