Junto a la piscina se quitó el albornoz y, desnudo, sosteniéndose los testículos, saltó en el trampolín, comprobando la altura que alcanzaba y bajó entonces con toda la fuerza de que fue capaz, golpeando el grueso tablón de madera laminada que crujió y se lamentó. En otros tiempos había llamado así a Ethel para que viniera a nadar con él por la noche. Se lanzó al agua, sin zambullirse de cabeza, sino dejándose caer con un gran estruendo y salpicaduras, y nadó de uno al otro extremo, una y otra vez, soplando agua cada vez que levantaba la boca. Hizo dieciocho recorridos. La luz del dormitorio de Ethel no se encendió.
Era un hombre ridículo. En otra época, a sus diecisiete años, enamorado y rechazado, se había hecho una herida en el dorso de la mano con un tornillo para enseñarlo y avergonzar a una chica infiel. No había ganado nada con ello. El recuerdo lo avergonzaba todavía, aunque también le hacía reír.
Entró y se sirvió medio vaso de whisky, que bebió de un trago. Era el somnífero que necesitaba.
Se despertó más tarde que de costumbre, se duchó y vistió para ir a su gabinete y bajó corriendo la escalera.
Asomó la cabeza a la terraza. El olor había desaparecido, el aire estaba limpio. Había sido su imaginación.
– Buenos días, Carlita -dijo, abriendo el pomelo-. ¿Dónde está miss Ethel?
– Se tomó dos tazas de café y salió hace unos veinte minutos. Dijo que iba a desayunar con mister… perdone, no puedo pronunciarlo, y que entonces los llevaría al aeropuerto. ¡Qué joven más bien parecido! Felicidades, señor.
Manuel tenía el auto a punto, el motor en marcha.
– Doctor Laffey -dijo-, ¿olió usted algo la noche pasada?
– Así me pareció.
– Son los perros de la jauría -dijo Manuel-. Hace pocos días mataron un venado. Hemos encontrado los restos en la barranca, bajo el jardín de los cactus, un cervatillo. Diego lo enterró esta mañana. ¡Esa jauría! Me gustaría colocar las ocho balas de punta dura en el «M-l» que usted me dio y meterlas dentro de ese doberman que los guía hasta convertirlo en picadillo.
Esta conversación alentó al doctor, sin que él supiera el porqué. Decidió ir al aeropuerto en vez de ir a su gabinete. No cedería el terreno con la cabeza mohína.
Estaban ya en la puerta de salida y había sido llamado su vuelo. Teddy lo vio el primero.
– Es muy amable, señor, en venir a despedirnos -le dijo tendiéndole la mano. De la Marina a la Marina.
Costa no se volvió; estaba ocupado con Ethel. Ed le dio una palmada en la espalda.
– Aún no he terminado con usted -dijo. El griego sonrió al oír esas palabras. Pero no respondió. Se llevó a Ethel a un lado y parecía estar dándole los consejos del último momento.
– Es mejor que lo lleves a bordo -Ed dijo a Teddy-. ¡Míster Avaliotis! -gritó.
Ethel no se apresuraba.
– No dejes marchar ese avión, papá -gritó. Dijo entonces a Costa lo agradecida que se sentía-. Haré cualquier cosa para que usted sea feliz -le oyó decir su padre. El generoso vencedor respondió:
– Ahora debes dejar bien las cosas con tu padre, como es adecuado. -Cuando se besaron, Ed observó el modo en que Ethel sujetaba la cabeza del viejo deslizando los dedos por entre el cabello en la base de la nuca de Costa. Los Avaliotis se fueron después.
De pie detrás de Ethel, el doctor contempló el pesado reactor mientras alzaba el vuelo. Podría caerse. Pero no se cayó. Cuando Ethel no se movió, y continuó mirando el avión que se alejaba, el doctor dijo:
– ¿No tienes una cita con el doctor?
– Oh, Dios mío -exclamó Ethel-. ¿A qué hora concertasteis?
– A las nueve.
– Ahora son las nueve.
– ¡Corre! Lo llamaré y le diré que ya vas de camino.
Ed Laffey llegó tarde a su gabinete, miró rápidamente el correo, llamó a su secretaria y le dio instrucciones para cancelar las dos operaciones que tenía programadas para ese día.
– ¿Qué razón debo alegar? -preguntó ella.
– Que si tuviera que operar hoy, el cuchillo me resbalaría. Ahora llame al club de tenis, quiero hablar con el profesor.
Ese fue todo su trabajo en la oficina. Volvió a casa, se cambió y se puso un pantalón corto y alpargatas, miró si Ethel estaba en su cuarto, y la buscó después por la casa y los alrededores. Finalmente llamó a Manuel.
– Diego me ha dicho que ha salido a caballo -informó Manuel-. Se llevó The Bitch. La yegua que usted suele montar, señor. Diego está muy enfadado, se lo aseguro.
– Dígale que deje inmediatamente lo que esté haciendo y que suba aquí. Volveré dentro de diez minutos.
Montó en su «Mercedes». Siempre llevaba unos prismáticos y una pistola en la guantera. Cuando llegó al mirador de la segunda colina se subió encima del auto y barrió el área con los primáticos. No había rastro de Ethel.
Cuando regresó, Diego estaba esperándolo.
– ¡Te dije que nadie debía montar nunca ese animal excepto yo, Diego!
– ¿Ha tratado usted alguna vez de detener a esa muchacha?
Diego era un hombre bajo y delgado, parecido a un antiguo jockey, y quizá lo había sido; nadie sabía nada de su pasado. A sus cincuenta y seis años tenía la cara surcada de profundas arrugas.
– ¿Dónde está ella ahora?
– Se fue por ese camino hacia alguna parte. Llevando unos viejos pantalones míos. Se ha puesto mis malditos pantalones sucios. Yo le he dicho: «Su padre se va a enfadar mucho conmigo si usted se lleva ese caballo.» No quiero repetirle lo que me respondió. Algo que significa que me preocupe de mis propios problemas. Incluyéndolo a usted, señor.
– ¿Se portó bien la yegua?
– Yo le dije: «No le gusta que la monte nadie, esa Bitch, excepto su papá.» Le dije «no use espuelas». Pero ella encontró un viejo par de sus botas en el establo, y también las espuelas. Yo le dije: «No le toque los costados con eso. Y no la apriete en la boca.» Y lo primero que hace cuando monta es tirar de la cabeza de la yegua, y esa condenada Bitch nota las pierias de miss Kitten que no aprietan como las suyas y yo le grito: «No apriete las espuelas en sus costados.» Bueno, no tengo que decirle lo que ha sucedido. La yegua la echa al suelo en un minuto. ¿Y qué hace la chica? La monta otra vez y salen al galope. ¿Qué demonios podía hacer yo?
– Detenerla. Lo mismo que hubieras hecho si hubiese sido tu hija.
– ¿Quiere decir detenerla por la fuerza?
El doctor Laffey pensó si debía salir a caballo para buscar a Ethel. Ella podía necesitar ayuda. Pero sabía también que en el estado de ánimo actual de Ethel, su acto podía ser interpretado como interferencia, y no preocupación, y ella se molestaría todavía más.
En el club, pidió al profesor que se quedaran a un extremo de la pista. Durante media hora estuvo lanzando voleos altos y se sintió mejor.
Ethel no había regresado todavía cuando él llegó a casa.
Ed llamó a su amigo, el ginecólogo.
– Tomé una muestra, Edward. Absolutamente negativo.
– Debe de haberse sentido aliviada.
– No sabría decirlo. Puede ser que me haya metido en tu jurisdicción, Edward. Le he dicho: «El castigo real por infidelidad es esa ansiedad que has tenido que sufrir. Y ahora dime con franqueza, ¿crees que valía la pena?»
– ¿Y…?
– Textuaclass="underline" «¡Valía la pena, ya lo creo!»
– Oh, Julián, lo dijo por resentimiento. Va a casarse. ¿Te lo ha dicho? Con otro.
– Me lo dijo, Edward, he conocido a esa chica desde que era una niña y jugaba en el suelo. Recuerdo cómo solía sentarse en tu regazo y cómo te miraba. Dios y su ángel. Y cómo miraba a todos los demás, como si quisieran robarte de ella. ¿Qué sucedió con todo eso? ¿Qué le sucedió a ella? ¿Es Ethel la misma persona? Antes de que sea demasiado tarde, Edward, deberíais tener una conversación honesta, de corazón a corazón. Todavía hay normas de conducta, ¿no es así? ¡Maldita sea…!