Выбрать главу

– Lo que me hace daño es tu acusación de que yo la estoy matando.

– Admitirás que la noche pasada la mataste un poquito.

– Todo lo que dije es que era mejor que se fuese…

– Cito literalmente: «Desearía que te dieses cuenta de que tampoco me ayudas en absoluto…» La dejaste sin razones para seguir viviendo, papá.

El doctor Laffey volvió la espalda a su hija y se terminó lentamente la bebida.

Ethel vio que la mano le temblaba. El hombre desnudo estaba a punto de explotar.

– Vamos -le dijo Ethel-, ahora dime lo que piensas. La verdad. Te desafío.

– ¿A ti? No, gracias. Pero dime tan sólo una cosa: ¿por qué sientes tanta compasión por tu madre y ni una chispa de simpatía por mí? ¿Te has fijado alguna vez en la parte que a mí me corresponde? ¿Crees, por ejemplo, que mi modo de vivir es un modo normal para que un hombre pase sus mejores años? Tu madre ya hace mucho que no siente ningún apetito por la vida. Yo sí. Sólo tengo cincuenta y cuatro años. ¿Te parece que soy viejo? No lo soy. No soy viejo en mi caso.

– Yo nunca he dicho que tú fueses viejo, papá.

– Puedo leerlo en tu rostro, Kitten. ¿Sabes qué es lo que yo más desearía en este mundo, la cosa más simple y sencilla? – Comienza a reír. – Me gustaría enamorarme otra vez. ¿Por qué sonríes tan aviesamente?

– Porque lo que pasa es que sé que tienes una amiguita para la que compras bonitas bagatelas en esa tienda de Saint Tropez.

– Todo eso no era para ella. Era para su hija. Y ella ya no es mi amante. ¿De acuerdo? ¿Quieres saber una de las razones por las que yo estaba ayer tan impaciente? ¿Pensaste que ayer fui mucho peor, verdad Kit ¿Mucho peor que de costumbre?

– Sí, efectivamente.

– Ella vino a verme por la tarde, mi amante, mientras tú ibas al motel a buscar a tus isleños griegos. Vino a mi gabinete en donde no había estado desde que íbamos juntos. Me dijo que yo tenía que conseguir mi divorcio, que debía prometérselo, o habíamos llegado al final. Me dijo que no tenía ninguna intención de seguir entrando y saliendo de los moteles a hurtadillas como hasta ahora.

– ¿Quién es ella?

– La esposa de un buen amigo. ¿Cuál es la diferencia? Tú los conoces. El es nuestro representante en la legislatura de Phoenix, Millard Hoag. Su esposa es Martha Hoag. Recordarás a Martha. Ella y Emma fueron amigas hace algunos años.

– Me acuerdo. ¡Vaya por Dios! Si hubo jamás una pareja entre todos vuestros amigos borrachos que yo pensara que tenía posibilidades de conseguirlo, era la de esos dos… cogiditos de la mano. Ella es una mujer agradable.

Ed se rió.

– Ese tono de sorpresa en tu voz no resulta halagador -dijo-. No importa. Mientras él estaba en Phoenix atendiendo a nuestros asuntos legales, ella y yo pasábamos noches en este motel en las afueras de la ciudad. Pero, y ahí hubo el problema, él solía llamarla a las once desde Phoenix. Era su ritual de buenas noches. De modo que a las diez y treinta y cinco ella debía dejarme para ir a casa a esperar la llamada del marido, y allí me quedaba yo solo con Johnny Carson. Ni tan sólo podíamos salir juntos de allí, pues no podíamos arriesgarnos a que nos vieran juntos, aunque fuese por un instante. Ella se ha cansado de eso… y yo no la culpo. ¿Lo harías tú?

– No, no podría.

– Me dijo que era demasiado mayor, demasiado bonita y demasiado rica para ese tipo de enredos. Y que ya había durado demasiado… ¡cuatro años! Así que me dio su ultimátum. Ella estaba dispuesta a obtener su divorcio. ¿Lo estaba yo también? ¿Qué esperabas que dijera?

– Espero que le dirías que tú también tendrías tu divorcio inmediatamente.

– ¡Esa es mi querida hija!

– ¿Qué le dijiste entonces?

– Le dije adiós. ¿Puedes imaginarme, por muy sinvergüenza que sea, diciéndole a tu madre, a tu mujer crucificada, que voy a abandonarla? ¿Ahora? Sería mejor que la degollara. Moriría; no dentro de un año, que parece ser tu plazo, sino dentro de una semana. Y yo sería el asesino a los ojos de todos. Incluyendo los tuyos.

– Los míos no.

– Hace tan sólo dos minutos lo has dicho.

– Lo que siento es que no hubieras roto hace mucho tiempo, cuando ella hubiera podido… -Ethel se detuvo.

– ¿Hubiera podido qué? ¡Responde! No puedes. Ese momento no existió. Y no sientas lástima por mí. Porque, ya que esta noche estamos diciendo ía verdad, yo no lo siento. No siento lástima de mí. He estado con Martha Hoag cuatro años y… ¿estamos diciendo la verdad, no es así…? y me gustaría, lo creas o no, me gustaría una mujer más joven.

– Martha es más joven que…

– Únicamente seis años. Y también, en muchos aspectos, mucho más vieja. Está ajustándose en todo. Por otra parte, yo no soy todavía un hombre viejo. Hablo científicamente, gráficos y exámenes. Presión sanguínea uno quince sobre setenta, todos los órganos internos en perfecto estado, la piel de un muchacho. ¿Tienes alguna idea, mi querida y presuntuosa hija, de cuánta energía acumulada tiene tu padre? Soy el mejor jugador de tenis del club por encima de los treinta. No puedo vencer a los jovencitos, pero a todos los otros… Juego tres partidas de singles y no soplo. Lo que ahora me gustaría es una muchacha, no una viuda madura, alguien de tu edad, Kit, y no una mujer menopáusica. Perdóname querida Martha. De acuerdo, ríete, te desafío.

– No estoy riendo.

Ed se había acercado al bar y se servía otro vaso.

– Sé lo que estás pensando -dijo Ed, vuelto de espaldas-. Pero estás equivocada. Vosotros los jóvenes sois tan mandones, tan mecánicos. Podría hacerlo cada noche si tuviera la chica adecuada que me deseara. Esto es todo lo que se necesitaría, alguien que yo quisiera que me deseara.

– Papá, espero que la encuentres.

– Y créeme, si no doy con esa cosa auténtica, buscaré y pagaré bien a la chica que lo finja. Le pagaré siguiendo una escala de valores: cuanto más alto sea el nivel de su comedia, tanto más será el dinero que yo le dé. Después de todo, esa técnica, el convencer a alguna persona que se está viendo todos los días de que es tan deseable como lo fue al principio, eso es el matrimonio en esencia, ¿no crees? ¿Para una mujer? Martha ha estado haciendo ese papel con Millard desde… por lo menos durante nuestros cuatro años. Cada vez que él regresaba a casa, de vuelta de Phoenix, ella preparaba su escena. «¿Cómo te fue la pasada noche?», solía preguntarle yo. «Muy convincente, creo», me respondía ella. Entonces me contaba, porque yo sentía curiosidad, cómo se las arreglaba para reafirmar a su marido de que ella era todavía apasionada y él todavía era deseable. Pero sucedió algo singular. Esas mismas técnicas, los trucos del negocio del matrimonio, comenzaron a surgir en nuestra relación. Yo estaba preparado para ellas; de hecho, las estaba esperando. Así que cuando vino esa tarde con su ultimátum, no pude evitar el pensar: Martha, cariño mío, este papelito hubieras debido hacerlo hace tres años, cuando la cosa era auténtica. En aquella época yo me hubiera precipitado a ver un abogado para el divorcio. Y dejar que sucediera lo que debiera suceder a tu madre. Pero, pasar de un ritual establecido a otro, ¡no! Voy a decirte que si encuentro a alguien que logre reavivar mi vida, voy a dedicársela enteramente, renunciaré a mi profesión, cerraré mi gabinete, arrancaré mi placa, y borraré mi nombre del listín telefónico. Tengo algunas rentas, bonos libres de impuestos; no soy escandalosamente rico, pero tengo todo el dinero que pueda menester en mi vida. No trabajaría ni un día más de mi vida. Viajaría y leería, volvería a la escuela, exploraría las regiones de la Tierra y las razas humanas, iría al África y a la China, aprendería a tocar el piano y me consideraría a mí mismo con asombro, otra vez… pero aquí estoy, víctima de una perdonavidas.

– ¿Madre?