dispuesta, luchadora y llena de espíritu… ¡vaya esposa! No le importaba que hubiera roto el cheque, se dijo. Realmente no quería sentirse obligado hacia el doctor Laffey por los dos mil dólares.
Se le ocurrió sorprenderla en la ducha y demostrarle lo feliz que le hacía.
Empapados, agotados de nuevo, y tan felices como era posible serlo, descansaron en el colchón de agua, haciéndolo rodar como el mar.
– Desearía -dijo Ethel- que aprendieras a disfrutar del amor en una cama. Quiero decir una cama ordinaria, cómoda. Cualquier lugar raro, no hay modo de detenerte. ¿En una ducha? ¡Paf! ¡Bang! En un auto con mi cabeza apretada debajo del volante, en una fiesta haciendo una escapada al piso superior, con preferencia en el cuarto de los niños con un bebé durmiendo en la cuna, en el ropero de un restaurante durante una tormenta, en una clase diez minutos antes de que entren los estudiantes, en el piso de la plataforma de un autobús escolar abandonado, en el retrete de un «Boeing 707» volando sobre Albuquerque… ¡oh no! Ese fue otro. Lo siento.
Teddy se volvió y se puso encima de ella, rodeándole la garganta con las manos.
– ¡Suéltame! – gritó ella-. Me estás estrangulando prematuramente. Espera a que haga algo malo.
– ¡Zorra!
– No puedo evitarlo. ¡Eres tan rudo! No puedo evitar el provocarte. ¡Y eres tan infantil!
– En qué quedamos, ¿cómo soy?
– Ambas cosas. Y por eso te amo. Te amo. Te amo de verdad. Y nunca, nunca, amé a otro. Y nunca lo haré.
– Habíame más y te soltaré.
– Tú eres el único, el más importante, ¡tú!
– Sigue.
– Lo más divertido es que estoy diciendo la verdad. Únicamente que no entiendo cómo es que en una cama normal, corriente…
– Esta no es una cama normal y corriente. Esto es una asquerosa vejiga vieja que ha soportado las mil prostitutas del puerto.
– Pero es divertido. -Ethel se soltó y dio la vuelta.- ¿Por qué no puedes…?
– No puedo agarrarte bien. Y tengo que perseguirte por esa mar retozona.
– Eso es lo que yo quiero. Que me persigas. ¡Persigúeme!
– Y cuando te cojo, no hay fondo sólido contra el que apoyarse.
– ¡Cuando encuentras algo contra lo que empujar, terminas demasiado pronto!
Teddy la cogió otra vez, pero ella se le escapó de entre las manos y Teddy se quedó rodando de un lado al otro, exagerando y riéndose.
– Siento odio por esta vieja barriga pendulante -dijo-. Cuando nos vayamos de aquí voy a clavar mi navajita suiza de acero inoxidable en su flaccido costado y lo dejaré escurrirse hasta la muerte. ¡Oh, Dios, Dios mío!
– ¿Qué sucede, mi vida? -Tengo tanto sueño.
– Ven aquí. Deja que mamaíta te sostenga.
Teddy se acercó a Ethel. Ella le aprisionó la cadera entre las piernas y apoyó la cabeza en el rincón suave entre su cuello y el hombro.
– Teddy, ¿no podríamos quedarnos aquí? -dijo-. En vez de una luna de miel, que realmente no deseo. ¿Teddy, no podríamos?
– Estar aquí cuesta cuarenta dólares por día -dijo Teddy- que multiplicado por treinta días suma mucho más de lo que ambos ganamos en un mes en la Marina. Mira, tú tienes una semana antes de que empiecen tus clases. Busquemos un sitio, quieres, que nos cueste como máximo doce dólares. Esto nos dejará algún dinero para comer después de pagado el alquiler. Ahora tú dispones de tiempo para buscar un apartamento. Porque, una vez hayas comenzado tus estudios, no lo tendrás. ¿De acuerdo?
– Soy tu obediente esposa griega.
Cuando Teddy llegó a casa tarde al día siguiente -terminó la luna de miel de un día y medio; él había vuelto a sus estudios- Teddy encontró a Ethel esperándolo en su auto.
– Hemos cambiado de casa -le gritó ella por el hueco de la ventanilla de su auto cuando él se acercó en su propio coche.
– ¿Adonde?
– Sígueme.
– ¿Cuánto nos va a costar? -fue la primera pregunta que Teddy hizo sobre su nuevo domicilio.
Estaba de pie en la ventana, en el primer piso, mirando al otro lado una colmena idéntica de dormitorios enfrente de la que ellos estaban. Abajo había la piscina de la comunidad, utilizada en aquel momento, al parecer, por todos los ocupantes de los moteles gemelos.
– Dieciocho cincuenta al día -dijo Ethel-. ¿Qué te parece?
– Mejor -respondió él.
– Ahora mira.
Teddy se volvió y vio a los pies de Ethel, con la abertura ampliamente abierta, el bolso que la tarde anterior estaba lleno de botellas, frascos y tubos. Ethel le dio la vuelta al revés. Estaba totalmente vacío.
– Y he dado de baja mi cuenta de crédito en el almacén. ¿De acuerdo?
– No tenías por qué hacer eso -le dijo él-. Por el amor de Dios, yo estaba bromeando. Lo siento.
Pero le dio un beso de agradecimiento.
Y se sintieron muy felices.
El hecho de que Ethel sintiera odio por ese lugar no significó nada para ella.
El primer día en la vida de una pareja de recién casados que termina sin el cumplimiento de un acto de amor, es un día incompleto, causa de extrañeza y especulación privada por ambas partes.
Habían transcurrido dos semanas y cinco días. Ambos disfrutaban de ese sentido de seguridad que proporciona el encerrarse en una rutina. Ajenos a la sujeción de tener que escoger, cada mañana se informaban con una rápida mirada a la hoja mimeografiada, de adonde tenían que ir, primero, después y más tarde; lo que debían hacer allí cuando llegaran, y en el caso de Ethel, las lecciones que debía aprender.
El sábado en que terminaba su tercera semana de entrenamiento, Ethel decidió meterse en la cocina. En el reducido espacio de la cocina, dos quemadores y un fregadero en el rincón, sólo cabía una persona. Preparar allí una cena con carne resultaba una proeza acrobática. Habían estado comiendo abajo, en el bar del motel, y un par de veces se arreglaron en la habitación con comidas preparadas para excursión. Ethel sabía que Teddy opinaba que ese sistema era caro, pero no diría nada al respecto porque, como ella, era demasiado feliz para arriesgarse a turbar el equilibrio privado entre los dos.
Aquella mañana Ethel sólo había tenido una clase. Siguió después una larga formación de marcha en todas direcciones por las soleadas plazas de la base en sus «azules», con pausas para recibir instrucciones, corrección, y, ocasionalmente, reprimendas, formuladas despectivamente por un robusto jefe instructor. Para escapar de su atención crítica, Ethel se las arregló para confundirse en medio de la aglomeración de chicas. Tan pronto como la marcha terminó, corrió a casa, se duchó, ordenó las cosas y procedió a sus compras. Por teléfono.
Tan pronto como Teddy llegó, Ethel corrió hacia él con un vaso de cerveza fría que ofreció con un beso y la información de que se quedarían a comer en casa.
– Carne -le dijo-. No te acerques a la cocina.
También tenía espinacas congeladas y cebollas fritas a la francesa congeladas. Había leído cuidadosamente las instrucciones e igualmente había sacado del flamante libro de cocina La alegría, de cocinar las instrucciones para preparar un filete antes de ponerlo al fuego.
Teddy murmuraba algo desde el otro cuarto.
– Me he encontrado con uno de tus instructores. Me ha dicho que lo estás haciendo muy bien.
– Sólo es cuestión de memorizar -respondió Ethel-. Listas. Siempre he tenido una memoria rápida.
– Comprensión y apreciación de las funciones básicas de la democracia, ¿verdad? Sistemas y tradiciones de la Marina, ¿eh? La cosa se pondrá mucho más difícil, ya verás.
– Lo sé.
Teddy fue a la cocina y se colocó detrás de ella.
– ¿Y qué hay de tus notas de condición física?
– Dijo que yo estaba a la cabeza de los pesados. Es su modo de entender una broma.
Teddy le alzó la falda, ajustó su mano a la parte inferior del vientre de Ethel y la atrajo hacia él.