Faltaban quince minutos para las once y ya se sentía cansada. Se alzó lentamente, apoyándose en la cama mientras se acercaba al armario, y se inclinó, medio arrodillándose para coger sus zapatos. Tuvo dificultades para ponérselos, torciendo, tirando y encogiendo, porque eran demasiado estrechos. Noola sólo había calzado zapatillas durante casi una semana, desde el domingo, cuando, sin Costa, había ido a la misa en San Nicolás. Calzados ya, sentía la estrechez de sus zapatos de vestir, probablemente la razón por la que sus tobillos estaban hinchados.
Era mejor que se fuese y dejara de lamentarse. Utilizó el espejo para colocarse su pequeño sombrero púrpura con el adorno frontal de plumas. Parecía que un susto hubiera puesto las plumas de punta. Se guiñó un ojo y canturreó una marcha. En la secundaria, Noola había estado en el coro de Babes in Toyland y uno de sus números March of the Toys había sido un triunfo. Noola lo interpretó ahora, mirándose al espejo. ¡Resultaba tan ridicula!
– Deja ya de ser una niña, por el amor de Dios -se dijo en voz alta-. ¡Llora, niña!
Camino del recibidor pasó ante la puerta abierta de la habitación de Ethel. Allí estaban las transparencias pastel, esperando ser lavadas.
– ¡Oh, qué demonios, esta vez únicamente!
De pie, frente a un fregadero lleno de pompas de jabón, arremangadas las mangas de su vestido más digno, y el sombrero púrpura con sus plumas asustadas empujado hacia atrás de la frente, Noola lavó la ropa interior de su huéspeda.
¿Quién no podría perdonarle el que tirara fuertemente de la banda elástica alrededor de la cintura de las bragas? ¡Ninguna cintura debía ser tan pequeña, ningún abdomen tan liso! ¿Quién podría culparla de sentir cierta satisfacción secreta cuando las puntadas que sostenían el elástico cedieron, primero un poco y después tanto que un buen pedazo quedó suelto del borde de la pieza interior?
Noola era humana.
Un vecino la vio caminando por la carretera -no había acera-, la recogió y la dejó en el kentron, en el parque de arbustos y bancos polvorientos en el centro de la ciudad.
Caminando la corta distancia que había hasta el Banco, pasó por una gran tienda de ultramarinos que ofrecía especialidades de importación, mercancías en latas y en barriles, envasados en aceite y en salmuera, la mayor parte procedente de la madre patria. En la tienda había una muchedumbre en medio de la cual percibió, cuando la gente que les rodeaba iba pasando, las dos cabezas: la de su marido con su negro cabello grueso, y la de su nuera, con su fino cabello dorado-rojizo. Por el ruido podía suponer lo que estaba ocurriendo, podía imaginar la escena: el propietario del lugar pidiendo a Ethel que probara la variedad de sus aceitunas, o el queso feta que sacaba del barrilito de madera con un tenedor, dejando escurrir la salmuera, ofreciéndolo en un pedazo de papel parafinado. ¿O sería una lata de yalanji dolma, las hojas de parra rellenas importadas de Grecia, que habían sido abiertas y ofrecidas a la visitante? El propietario, al parecer, quería tener el honor de preparar unos pequeños paquetes con los manjares favoritos de Ethel si ella le prometía concederle el honor de aceptar esos modestos regalos.
– Debes aceptarlos -Noola oyó que su marido gritaba-. Si no, él, será insultado. ¿Verdad, Manoli? Manoli, dale, no te importa lo que diga, ella demasiado cumplimentera, estilo americano. ¡Dale!
Noola apresuró el paso. Mientras bajaba por la calle oyó la cascada de elogios y los «ohs» y «ahs» de Ethel, las explosiones de risa y los gritos de sorpresa, en homenaje a Ethel.
¿Eran sinceros? ¿Estaba Ethel realmente tan complacida? Al parecer, su nuera era experta en aceptar regalos de tal modo que el donador se sintiera feliz.
Noola decidió realizar sus compras en otra parte de la ciudad.
La brisa arrancaba destellos del agua y el sol era caliente. Una procesión triunfal estaba entrando en la calle del muelle por la ribera del río Anclote. La gente acudía a las ventanas para verla pasar, los comerciantes abandonaban sus puestos de negocio, los jugadores de cartas, manteniendo las manos contra el pecho, acudían a las puertas de los bares, los marineros surgían de las bodegas de sus barcas pesqueras. Hasta los turistas, sin comprender nada, se detenían y observaban.
Costa, llevando la bolsa que le habían dado para transportar sus adquisiciones, caminaba lenta y gravemente al lado de Ethel y no un paso al frente como hacía con Noola. Estaba pendiente de Ethel, protegiéndola, mientras señalaba puntos interesantes y hacía presentaciones. Alrededor y detrás de ellos, iban los curiosos y los ociosos, chicos demasiado jóvenes para trabajar, antiguos residentes demasiado viejos, y también aquellos que tenían trabajo por hacer pero ninguna prisa por hacerlo aquel mismo día. Un hombre negro y viejo que hablaba perfecto griego, se unió a ellos y llevaba los regalos más voluminosos. Los perros protegían los flancos.
Cualquiera que ese día no conoció a Ethel, quedó marcado como un ciudadano de segunda clase.
– Mi hijo, el oficial, su esposa -decía Costa.
Todos escuchaban atentamente cualquier cosa que Ethel pudiera decir, con ese tipo de atención que nadie merece, reían más de lo que ella merecía, y comentaban continuamente y en dos lenguajes la gracia y el ingenio de la chica, y su profundo conocimiento. ¡Qué dulce es, gorgoriteaban, cuánta modestia, cuánta corrección! A juzgar por sus maneras, hubiera podido ser una chica griega. Finalmente fue éste el cumplido que le dedicaron.
Era evidente que había una persona ante la cual Costa deseaba exhibir a Ethel. Estaba de pie frente a su tienda para turistas; era un hombre más alto, y, aun a esa distancia, más descomunal que Costa. Era la figura fascinante del lugar.
– Ethel -dijo Costa-, te presento a Johnny Conatos. Johnny, aquí mi hija…
– Hija política -dijo Ethel-. Me alegro mucho de conocerlo míster…
– Conatos, Johnny Conatos. Hola, jovencita. De modo que tú eres ésa de la que todos hablan. No me extraña. Una chica bella, Costa.
– Mi hijo, Teddy, ¡sabe escogerlas! Ethel, ahora hablas con el auténtico número uno de los buceadores de los viejos tiempos, Tarpon. No yo. ¡Este hombre, aquí, Johnny Conatos! Hombre famoso. Estuvo en una película de Hollywood, allí todos lo conocen, de costa a costa.
– También tú eras uno de los buenos ahí abajo, en el fondo -dijo Johnny.
– ¿Cómo está Virginia, Johnny, chico? -preguntó Costa. Se volvió a Ethel-. Su esposa, mujer buena.
– Hace poco estaba aquí -dijo Johnny-. Ahora ha ido a casa a preparar la comida. ¿Cómo está Noola? -Se volvió a Ethel.- Buena mujer -dijo.
– Así es ciertamente -dijo Ethel.
– En casa preparando comida -dijo Costa.
– ¿Y cómo le va a Teddy en San Diego?
– ¡Bien! ¡Maravilloso! -Costa se volvió a Ethel. – El hijo de Johnny fue al mismo lugar.
– Así es como a Teddy se le ocurrió -dijo Johnny.
– Oh, él tuvo idea por sí mismo, de acuerdo -dijo Costa.
– Solía adorar a mi hijo Michael como a un héroe -prosiguió Johnny-. Todo lo que hacía Michael, Teddy lo repetía. Si Michael llevaba cierto suéter, esperaba una semana y se veía a Teddy llevando el mismo suéter…
– Por el amor de Dios, Johnny. ¡Teddy podía escoger su maldito suéter!
– Solía seguir a mi hijo por aquí como un perro.
– ¡Vamos, Johnny, vamos, vigila lo que dices!
Pasó una oleada de turistas, del Medio Oeste, los hombres cargados con cámaras fotográficas, y las mujeres recién salidas de debajo los secadores de pelo.
– ¡Turistas! -exclamó Costa malhumorado-. Como moscas caen aquí. Kansas City, Kansas City, Madzouri, Johnny, ¿como hombre, cómo puedes vivir aquí, toda la ciudad hecha un infierno, turista, turista, turista?