Выбрать главу

– Está pensando en su marido en California -dijo Costa.

– Ni tan siquiera tengo una sola razón para llorar -dijo la soprano.

– ¿Por qué no os casáis vosotros dos? -suplicó Ethel-. Quiero que os caséis.

– Vamos, Costa, vamonos -dijo Aleko, mirando su reloj.

– Entras, te santiguas, y ahora quieres irte -se lamentó la mujer.

El Levendis hizo salir a Costa.

– Ha arruinado mi vida -la amiga cincuentona dijo a Ethel cuando ellos se marcharon-. Dile que se case conmigo. A lo mejor a ti te escucha.

Ethel la abrazó y le dijo que haría todo cuanto pudiera.

– ¿Cómo he podido arruinar su vida? -preguntó Aleko mientras regresaba a la carretera de Tarpon-. Ya estaba arruinada no sé cuántas veces cuando nos conocimos.

– Pero tú le diste esperanzas -dijo Costa.

– Es verdad, le he hecho ese contrafavor.

– Le contaste mentiras, maldito idiota.

– Pero la verdad es lo que ella ha dicho: su vida está arruinada, mi vida está arruinada. Dime, ¿hay alguien cuya vida no esté arruinada?

– Mi hijo -respondió Costa-. Su vida no lo está.

Cuando llegaron a casa, Noola ya tenía preparada la cena.

Aleko besó la mano de Ethel cuando se separaron.

– Deja esas tonterías -dijo Noola-. Ve a casa, Levendis. Tu mujer te está esperando.

Teddy llamó aquella noche.

En su conversación no hubo nada dramático.

– Tu madre va a enseñarme a cocinar -dijo Ethel.

– ¿Cuándo volverás? -le preguntó Teddy.

– Ya te avisaré – respondió Ethel-. Me gusta estar aquí. Es tan tranquilo… y quiero mucho a tus padres. Gracias por tus padres.

– ¿Me amas? -preguntó Teddy.

– Oh, sí, sí -dijo Ethel-. Créeme. Espera: tu padre quiere hablar contigo.

– Hola, chico, Teddy -dijo Costa. Escuchó entonces, sonriendo y moviendo la cabeza hacia.Ethel-. No te preocupes, no te preocupes ahí -dijo Costa-. Cuidamos bien de ello, aquí está tu madre.

Noola habló en griego en un susurro.

– Tu hijo parece preocupado -le dijo a Costa cuando colgó el teléfono. No miró a Ethel.

Ethel se ofreció, como la noche anterior, a ayudar a lavar los platos. Esta vez, cuando Noola rehusó, lo hizo como una repulsa. Noola evitó sus ojos.

Frente al aparato de televisión había dos butacones con un tapizado grueso. Aquélla en que Costa acomodó a Ethel tenía los muelles rotos, lo que hacía parecer mucho más altas sus bandas almohadillas. El butacón de Costa era igualmente profundo, pero él lo llenó con su corpulencia.

Los disparos -en la televisión había una película del Oeste- no mantuvieron despierto a Costa. Ethel ya conocía su hábito ahora: tres cervezas acompañando a una pesada comida, y su primera hora de sueño hundido en su butacón.

Cuando Ethel vio que Costa se había dormido se dirigió a la cocina; había notado la hostilidad en el trato de Nooía y deseaba repararla. Apoyada en el marco de la puerta, contemplando a Noola que fregaba los cacharros, Ethel intentó trabar conversación.

– Creo que ya he conocido hoy a todos los de aquí -dijo-. Ha sido como pasear con un dios. Aquí, tu esposo es el amo.

– Puede producir esa impresión.

– ¿Cuál es su secreto? Siempre está seguro de sí mismo.

– Deja las dudas para nosotras.

– ¿Estás enfadada con él esta noche?

– Oh, no, no.

– Ya sé que algunas veces dice alguna tontería, pero… me gustaría realmente descubrir su secreto. ¿Cómo es que él está tan seguro de que tiene razón? ¿Tan seguro de todo? Mi padre es un liombre brillante y se comporta como si estuviera absolutamente seguro de todo, pero cuando se le conoce de verdad, no lo está. Al principio se burló de Costa, pero finalmente…

– Terminado -dijo Noola. Desconectó una luz y puso la mano en el otro interruptor esperando que Ethel saliera de la cocina.

Ethel volvió al butacón que Costa le había designado. Noola se dirigió a la mesita entre los dos butacones, y se inclinó hacia el estante inferior cogiendo una costilla de costura.

– Adivino que estoy en tu butacón -dijo Ethel.

– Quédate ahí. -Noola se encaminó al sofá, sentándose bajo la fotografía oficial de la graduación de su hijo. Colocó un huevo de madera dentro de la media blanca de hilo grueso que iba a zurcir. No dijo palabra.

Ethel tuvo tiempo de examinar la habitación. A cada lado del sofá en donde estaba sentada Noola había dos muñequitas pintadas. En la pared, detrás de Costa, que dormía, había una gran fotografía retocada en colores de Teddy en el día de su graduación, con sus padres de pie a cada lado, orgullosamente erguidos. En la mesita, entre el padre dormido y ella misma, había dos grandes álbumes de fotografías: la carrera atlética de Teddy en la secundaria. Detrás de ellos una Biblia oprimida entre los colmillos de unos exuberantes elefantes de hierro.

Las ventanas estaban cerradas; Ethel había notado que las persianas permanecían cerradas durante el día y la noche.

Intentó de nuevo promover una conversación.

– Estoy agotada -dijo.

– Has caminado mucho hoy. Y ayer.

– No ha sido el caminar.

– ¿Ah, no? ¿Y qué, entonces?

– Todos esos elogios, una tensión. No soy tan encantadora como toda la gente cree que soy.

– Nadie lo es.

– He estado fingiendo. Todo el día.

– ¿Por qué lo haces?

– Me han criado de esa manera. Mi madre. Esa es otra de las razones por las que admiro tanto a Costa. Siempre se muestra tal como es.

– La próxima vez sé tú misma.

– Entonces no voy a gustarles.

– Probablemente no.

Ethel esperó, pero Noola no añadió nada más.

«Seguro -pensó Ethel- que está muy enfadada conmigo.»

Ethel observó también, con todo lo demás, que el aire estaba enrarecido. ¡No era de extrañar! Ni una ventana abierta. Hubiera querido salir. El día no había terminado todavía. ¿O sí? ¿Ahora? ¿A las nueve? Pero, ¿adonde iría? ¿Y cómo explicaría su impulso a esa mujer, ahí sentada, tan hermética y silenciosa?

¿Y por qué demonios sentía la necesidad de excusarse por todo ello?

– Deseaba tanto que me aceptaras bien, Noola -dijo.

– Nunca me apresuro -dijo Noola. Sin añadir nada.

Ethel se sintió atrapada entre el grueso tapizado de los costados de su butacón, invadida por las imágenes de la televisión. ¿Cómo escapar? Olvidando.

«Bueno, maldita sea, di algo -pensó Ethel-. Vaya carácter -pensó-. Cuando se irrita, lo disimula.»

– Bueno, ¿y Teddy? ¿Qué dijo Teddy? -Ethel lo intentó una vez más.

– Está bien. -Noola miró a su marido dormido.

– ¿Está preocupado? -persistió Ethel.

– Bueno, eso sería natural, ¿no crees? -dijo Noola-. Dice que te fuiste sin decírselo. ¿Por qué?

«Cristo, no puedo explicarle el porqué», pensó Ethel.

Costa roncaba ligeramente. Ethel se volvió para mirar aquel corpulento hombre dormido, observando el movimiento de su pecho al respirar.

– ¿Por qué no estás con él? ¿Por qué estás aquí? -preguntó Noola.

No había alzado la mirada del huevo de madera sobre el que estaba zurciendo el grueso calcetín blanco de su marido.

– Para conoceros mejor -dijo Ethel.

Noola miró entonces a la joven y le dijo:

– Mis hombres, son como niños, no saben nada. Pero yo fui a la escuela en Asteria, Queens, y yo sé que ninguna mujer deja a un hombre, aunque sea un solo día, sin una razón mejor que ésa.

«Un lenguaje directo -pensó Ethel-. Muy bien.»

– No quiero estar en la Marina -dijo.

– ¿Qué es lo que quieres?

– Quiero ser como tú.

Noola se echó a reír.

– ¿No me crees?

– Te creeré cuando te crea.

– ¿Qué significa eso?

– Tú estás hecha de un material diferente al mío. No sé cómo o por qué, pero sé que eres diferente. No te comprendo.