– Nunca tuve una familia. Quiero vivir en una familia.
– Tened hijos. Construye tu propia familia.
– Ahora en la Marina es posible hacer eso. Pero, ¿es lo más conveniente? Cuando tengamos hijos no quiero trabajar.
– No me importa -dijo Noola- que estés o no estés en la Marina. Pero si haces algo que pueda herir a mi hijo, nunca te perdonaré.
– Estoy intentando ser… -Se detuvo.
– ¿Qué? Eso es lo que yo no entiendo. Dime la verdad.
– Lo que él quiere realmente.
– Así lo espero. Es un buen muchacho y no merece ser herido.
– ¿Y quién va a herirle? -exclamó Ethel. Se forzó a hablar más tranquilamente-. Teddy es tan bueno que no me ha pedido que sea lo que él realmente desea… alguien como tú.
– Tú crees que puedes ser eso para él… ¿Lo que él desea?
– ¿La verdad?
– Si la conoces y puedes expresarla.
– No lo sé. Algunos días estoy muy desanimada y quisiera romperlo todo. ¿Te has sentido alguna vez así?
– No.
Costa se levantó de pronto y se fue a la cama. Noola lo siguió. Ethel se había sorprendido al ver que míster y mistress Avaliotis dormían en cuartos separados, como sus propios padres.
Al día siguiente, Noola vino más temprano de la tienda e introdujo a Ethel en la cocina griega. La enseñó a preparar su propio yogur, a rellenar zucchini tiernos con cordero (¡nunca buey!), cómo preparar el arroz para que quedara seco, cada grano separado, cómo preparar sopa de huevo y limón y café turco.
Ethel tomó notas en una libreta y al principio Noola parecía animarla. Pero eso no duró. Estaba cumpliendo únicamente con su deber, pensó Noola, y le resulta un endemoniado esfuerzo.
Noola causó inquietud en Ethel.
Ethel causó inquietud en Noola.
Quedó fascinada con la rolliza barriga de su suegra. La imaginaba desnuda. ¿Llevaría Noola alguna especie de corsé o faja? Esa acumulación de grasa y carne parecía tan bien empaquetada, con una forma tan igual y simétrica… Como las pantorrillas firmes de la danzarina, el antebrazo supermusculoso del profesional del tenis, el caminar de puntillas, como los palomos, del vaquero, o la espalda doblada de la viuda, aquella exageración abdominal era reflejo de algo: de la sumisa ama de casa.
¿Era aquello lo que todos ellos querían que ella fuese?
¿Era aquello lo que ella quería ser?
Al día siguiente, Ethel anunció que aquella noche ella prepararía la cena.
Insistió en hacerlo todo sola: la compra, a pie, la preparación y sazonado de la carne para rellenar los zucchini tiernos, el guisado de los pedazos de cordero en aceite de oliva, cebollas y tomates antes de añadir las judías verdes.
Dejó el arroz para lo último.
Agotada y satisfecha -aunque no dispuesta a repetir la experiencia al día siguiente- pidió a Noola que vigilara el arroz, abrió las ventanas de su habitación y se tendió.
El olor de comida quemada la despertó.
Su temor quedó justificado en la cocina. ¡El arroz!
Buscó a Noola en el porche.
– ¿Pero no te ha llegado el olor a quemado?
– No. ¿Qué ha sucedido?
– Se ha quemado el arroz. Está pegado en el fondo de la cazuela.
– Quizás es que no pusiste mantequilla suficiente.
– Puse la que tú me dijiste. Creía que tú ibas a vigilarlo por mí.
– Mira, Ethel, una cocinera nunca debe dejar al cuidado de los otros lo que ha dejado en el fuego.
– Tú querías que se pegara, ¿no es verdad?
Noola se levantó.
– No te preocupes -dijo-. Voy a preparar más arroz.
– Eso es lo que tú querías.
Noola entró en la casa.
Costa no se impresionó con la comida.
– Enséñale más -dijo a su mujer.
– Inténtalo otra vez mañana -dijo a Ethel. Ethel tampoco tuvo gran opinión de esa comida. -Noola, café -dijo Costa.
– Yo lo prepararé -dijo Ethel. Pero Noola ya había ido.
– Deja que lo haga ella -dijo Costa-. Mañana prueba otra vez -repitió.
«¿Una orden o una sugerencia?», pensó Ethel.
– Mañana me voy a Tampa -dijo.
No se le había ocurrido hasta que lo hubo dicho.
– ¿Para qué? -quiso saber Costa.
– Para comprarme un vestido bonito para regresar.
– ¿Qué pasa con ese vestido?
– Quiero tener un aspecto maravilloso.
– ¿Qué diferencia en cómo tengas aspecto? El estará contento de verte.
– ¿Lo crees así?
– Seguro. ¿Qué te pasa a ti?
Ethel ahora dudaba de todo. Sabía lo que estaba aproximándose: uno de sus días malos; ya había estado ahí antes. Problemas.
– Ve a Clearwater -ordenó Costa-. Tampa mala ciudad. Muchas tiendas bonitas en Clearwater. Allí donde ella compró vestido para tu boda. ¿No te gusta ese vestido? ¿Eh? ¡Clearwater!
– Muy bien -dijo Ethel.
«Me iré a cualquier maldito lugar que a mí me guste», se dijo a sí misma.
Al día siguiente Costa se fue apresuradamente a «Las 3 Bes», murmurando algo sobre el cebo vivo que tenía que ser repuesto.
– Noola no entiende eso -dijo malhumorado.
Se había terminado la luna de miel. Noola debió de haber informado a Costa que Ethel había abandonado a su hijo sin ninguna explicación o excusa.
Inesperadamente, Aleko el Levendis apareció.
– Costa quiere que te acompañe hasta el autobús de Clearwater – dijo.
¿Escolta o guardia?, estuvo pensando Ethel.
10
El autobús estaba lleno. Ethel encontró un asiento junto a la última ventanilla. Un hombre joven que leía un libro, estaba en el asiento del pasillo.
Ethel notó alivio al estar sola, sentirse libre, estar consigo misma; se sintió liberada del confinamiento.
El movimiento del autobús estimuló su cuerpo. Abrió la ventana para recibir la brisa y dejó reposar su cabeza en la parte superior del respaldo. Estiró las piernas y dejó que el autobús la meciera.
Se dio cuenta de que el muchacho junto a ella «accidentalmente» apretaba su rodilla contra la de ella. Pero no movió la suya. Pretendiendo mirar la carretera del otro lado, examinó a su vecino con el rabillo del ojo.
Tenía la nariz larga y los ojos bastante juntos. Por debajo del labio superior veía los extremos de sus dientes superiores frontales. Estaba dejándose el bigote. Ethel esperó que él la mirara.
Pero él no lo hizo. Prefería ser culpable.
Ethel sabía por qué ella apretaba su rodilla contra la de él. Se sentía perversa. Quería saber hasta dónde llegaría él. Ese muchacho era patético, ¡mendigar las migajas de aquel modo! ¿Qué mujer respondería a aquello?
¡La rodilla del muchacho estaba temblando!
Si ese chico tenía tan poca confianza en sí mismo, lo que ella estaba haciendo destruiría lo poco que él tenía. Era mejor que se detuviera inmediatamente.
Ethel se levantó. El autobús había llegado al cruce en donde la carretera de Tampa se desvía a Clearwater.
Hasta aquel momento, Ethel había tenido intención de ir a Clearwater.
– Perdóneme -dijo.
– Seguro -dijo el joven. Se aclaró la garganta. Dijo otra vez-: Seguro -y sonrió sin mirarla.
Ethel cruzó la carretera hacia donde el tráfico se dirigía a Tampa. Pensó compasivamente en el muchacho del autobús. ¡Cuan solitario debía de sentirse ahora! Pensó si habría tenido una erección. Ethel sabía que el movimiento de un autobús podía causar eso a un hombre joven.
La había afectado.
El día era caluroso, y se preveía más calor.
Decidió hacer autostop hasta Tampa.
¿Por qué se sentía de esa manera? Aquel muchacho no tenía ningún atractivo, no podía ser por él. Lo que había sucedido estaba enteramente dentro de su propio cuerpo, dentro de Ethel.
– Dios. -Respiró hondo. – ¡Oh, Dios!