¿Qué necesitaba? ¿Qué buscaba? Algo que ella misma no lograba comprender.
Sabía que si Noola la viera ahora con el pulgar alzado, pidiendo a cualquiera y a todos que la recogieran, Noola no sentiría ninguna compasión. El hecho simple era que Ethel no gustaba a Noola pero sí a Costa. Bueno, siempre había gustado más a los hombres que a las mujeres. Noola sólo era capaz de pensar en su hijito Teddy. Una manera segura de arruinar a un hijo.
Bueno, ella también sería así, si alguna vez tuviera un hijo.
Noola le había preguntado lo que Costa no se había atrevido… o no supo cómo hacerlo: ¿usaba algún contraceptivo?
– Tomo la pildora -respondió ella.
Noola había sacudido la cabeza.
– No quiero tener un bebé en la Marina -explicó Ethel por tercera vez. ¿Por qué no podía Noola comprender eso?
– ¿Cuándo, entonces? -había respondido. -Cuando la deje.
– Eso puede significar mucho tiempo.
– Lo hemos discutido -había dicho Ethel-, y Teddy está de acuerdo.
– Teddy está de acuerdo, pero Costa se está impacientando.
Eso rompió el hielo y ambas se echaron a reír.
Después, Noola la acompañó a la puerta de la habitación y allí remachó el argumento.
– Quizá sería mejor si tú estuvieras fuera de la Marina, como dices. Pero ahora él está allí. Y tú deberías estar en el mismo lugar. Es muy peligroso que los casados vivan aparte.
En fin, qué demonios podía responder Ethel a eso, excepto lo que hizo:
– Buenas noches -dejando que Noola cerrara la puerta detrás de ella.
Un auto se detuvo junto a Ethel. Era una camioneta de transporte. Eso ofrecía seguridad, pensó Ethel.
El conductor era un hombre alrededor de los treinta, un latino, pero no mexicano como los que ella había visto alrededor de Tucson, sino puertorriqueño, o quizá cubano, algo parecido.
Parecía haberla recogido para regañarla.
– ¿Qué es lo que demonios estás haciendo pidiendo que te lleven de esta manera? ¿No sabes que puedes tener problemas pidiendo que te lleven? ¿Qué es lo que te pasa?
– ¡Oh!
– ¿Oh, qué? ¿Qué significa «oh»?
– Lo que quiero decir es que tú no pareces ese tipo de persona.
– ¿Y cómo lo sabes? No lo soy, pero, ¿cómo demonios lo sabes tú?
– Mirándote. Puedo adivinarlo.
– ¿Estás tratando de decirme que cuando me viste acercándome por la carretera con el sol en mi parabrisas podías adivinar qué clase de persona era yo? ¿Qué crees tú, que soy idiota?
– Claro que no pienso eso.
– ¿Y tú qué eres, de todos modos… una especie de vagabunda?
– Déjame bajar aquí, por favor.
– Aquí no puedo parar. Te dejaré en el próximo semáforo; allí hay una parada de autobús. ¿Vas a Tampa?
– Creo que sí.
– ¡Tú lo crees! ¡Jesucristo! ¿Para qué vas a Tampa? Es una ciudad muy mala.
– De compras.
– ¿Para qué?
– Un vestido nuevo. Vaya, eres muy curioso.
– Bueno, pues tomas un autobús, ¡oyes!
– Sabes, no todas las que recoges son vagabundas.
– Tengo mis propias ideas.
– Bueno, pues están equivocadas. Yo soy una mujer casada.
– ¿Y quién no lo está? ¿Y qué tiene que ver eso?
– Mucho.
– A gastar el dinero del marido, ¿eh?
– Es mi propio dinero. Yo lo he ganado.
– ¿Sí? ¿Cómo? De acuerdo, de acuerdo. Tú lo ganaste, y no importa cómo. ¿Y qué va a pensar tu marido de lo que haces? ¿Va a gustarle?
– No lo sé.
– ¿Sabe él que estás haciendo esto?
– Hoy lo he hecho por casualidad. Mi marido confía en mí.
– No es una cuestión de confianza. Soy yo, el tipo que te recoge. ¿Y qué? ¿Confías en mí?
– Ahora sí.
– Bueno, esta vez has acertado, pero…
– La gente generalmente no te molesta, a menos que tú les des pie.
– ¿Qué es lo que pasa contigo… no lees los periódicos?
– No estoy interesada en política.
– ¿Y quién habla de política? ¿Es que no lees lo que está sucediendo? Todos se están volviendo locos en este país. Aquí, ¡lee!
Le dio el periódico sobre el que él estaba sentado. Ethel lo cogió pero no lo miró.
– ¿Puedo preguntarte de dónde eres?
– Santurce.
– ¿San…?
– ¿Eres tan estúpida que no sabes en dónde está Santurce?
– Soy bastante tonta en cuanto a geografía, sí.
– ¿Qué eres?
– Enfermera.
– ¡Enfermera! ¡Dios mío! ¿Ves lo que yo quiero decir, lo que está sucediendo? ¡Una enfermera! Haciendo autostop. ¡Jesús!
– No he tenido ocasión de viajar mucho.
– ¿Has oído hablar de Puerto Rico?
– Naturalmente que he oído cosas de Puerto Rico. No soy tan tonta.
– Cualquiera, quiero decir una chica sola, que espera en una esquina… Si yo fuese tu marido, ¿sabes lo que haría contigo?
– Bueno, es mejor que lo dejemos correr.
– Te llevaría a casa ahora mismo y te daría una paliza.
– ¿Estás casado?
– Claro que estoy casado. Pero mi esposa, también se volvió loca. Todo el mundo se vuelve loco. Especialmente las mujeres. ¡Zorras!
– No me hables de ese modo; no tienes ningún derecho.
– Tengo derecho sobre cualquier persona que hace autostop en la carretera.
– ¿Qué le sucedió a tu mujer?
– No quiero hablar de ella. Se fue a casa. Quiere a su papi más de lo que me quiere a mí.
– Bueno, es bonito amar a los padres, pero no más que al marido.
– Para cambiar, tienes razón.
– ¿Por eso te dejó realmente?
– Bueno, ¿por qué otra cosa crees tú?
– No lo sé. Te lo he preguntado.
– No le gusta estar aquí. Nunca pudo hacer amigos, dice ella, no tiene con quién hablar, dice ella. Yo le dije que no puedo ganarme la vida en Santurce. Aquí a lo mejor puedo hacer algún ahorrillo.
– Tú pareces ser… esta camioneta es bonita.
– Me defiendo muy bien, no te preocupes. Excepto hoy. Hoy es un fracaso. Huevos de ganso, ¡cero!
– Lo siento.
– Quisiera matar a todos hoy.
– ¿Por eso has sido tan malicioso conmigo?
– Sólo he tratado de hacerte entender lo peligroso que es lo que estás haciendo. Por tu propio bien.
– Oh, claro. Bueno, gracias.
– Me has encontrado en un mal día.
– Ya puedo verlo. ¿Qué ha sucedido?
– No te importa. Mira atrás.
Ethel se volvió en su asiento y miró a través de la ventanilla de la cabina. Se volvió después y miró al hombre. Miró sus manos en el volante. Eran fuertes y pesadas. Corno las manos de Costa.
– De acuerdo.
– ¿De acuerdo qué? -Ya he mirado.
– ¿Has visto esas barras de ventana?
– ¿Es eso lo que son?
– Eres estúpida. Aun siendo mujer. ¿Qué es lo que te parecieron?
– Barras de ventana, ¿no?
– Claro. Ese es mi negocio. Mira.
Alargó la mano hacia un gancho sobre el parabrisas y cogió una factura que dio a Ethel para que la leyera.
Ethel leyó en voz alta.
– «Julio Ramírez»…
– Dilo bien, Ju-li-o, por el amor de Dios. Dilo bien.
– Julio Ramírez. Herrajes. Trabajos por encargo. -Sigue. Lee el resto.
– Rejas para porches, barras para ventanas, parrillas, por encargo, barandas de balcones, escaleras… -Esa es mi especialidad. -¡Noventa y nueve dólares! ¿Es eso por…? -¿Te parece un montón de dinero?
– No lo sé.
– Tal como lo has dicho, pensé que quizá…
– No, no…
– Es muy barato por el trabajo que hago. Mira eso de ahí.
– Veo que ahí hay mucho trabajo.
– Tengo muchos encargos, y eso es la prueba. Tengo encargos p.ira seis meses. Ahora estoy haciendo una escalera muy bonita, curvada, como si pudieras subir al cielo con ella. Pero la mayor parte de mi trabajo son barras de ventana. ¿Sabes?, en ese país, ahora, hay muchos criminales. Como en Puerto Rico. Ahora la gente está haciendo lo que es necesario… poner barras a todo lo que esté a ras del suelo.