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– Pareces acalorado -dijo Ethel-. ¿Quieres que te traiga un trago de agua?

– Sí. Arriba, vivo arriba. Ya puedes subir. No hay nadie.

Mientras Julio trabajaba en otra pieza, Ethel anduvo de puntillas por su alojamiento. Había una cocina pequeña en donde Julio comía, y un dormitorio. La cama estaba por hacer. Ethel la hizo.

Al hacerla recordó que las bragas que aquella mañana se había puesto eran viejas y usadas y se había soltado el elástico.

En el escritorio había la fotografía de una mujer joven, también puertorriqueña, pensó ella, sosteniendo un bebé. Ciela.

– Es una niña muy bonita, ésa de la fotografía -dijo Ethel a Julio cuando le llevó la bebida.

– Sí, una buena niña. Ahora tiene ya cuatro años.

– Tu esposa, ¿tiene la cara bonita? -preguntó Ethel.

– Yo así lo creía. Pero se fue a casa, a la isla. Me dijo: «Cuando ahorres bastantes dólares ven a buscarme; yo estaré allí.» Entretanto he oído decir que está con otro. Las mujeres han de estar con alguien. Así es como son. La verdad es que ella prefiere sus padres a mí. Así, muy bien, quédate con ellos, haz lo que te plazca, sé feliz, como dijiste, con tanta franqueza. ¿Eh? ¡Vigila!

Sumergió en el agua el fragmento de tira de metal trabajada.

Chisporroteó primero y siseó después; después quedó en silencio.

– Muy bien -dijo Ethel.

– ¿Dónde está tu marido?

– En la Marina.

– ¿Te gusta tu marido?

– Ya te lo he dicho. Le quiero. ¿Qué es lo que crees?

– Creo lo que sigo creyendo. ¿Cuándo has de marchar?

– ¿Qué hora es?

– La una. Ahora voy a dejar el trabajo para almorzar.

– Tengo que irme.

– ¿Justo cuando yo paro de trabajar? Espera hasta después del almuerzo. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Me lavo las manos.

Subió la escalera impetuosamente. Los escalones trepidaron mientras él subía.

Ethel sabía que era ahora o nunca.

– Sube -dijo Julio.

Ethel no respondió.

– Vamos, sube, vamos. No dispongo de todo el día…

Costa estaba hablándole.

– Así que, ¿qué has hecho todo el día? -preguntó. La cena consistía en cordero guisado, cubierto de verduras, el inevitable arroz y yogur.

– Me fui al cine.

– Tonterías. -Costa masticaba. – Despilfarro de dinero.

– ¿Qué has visto? -preguntó Noola.

– Frank Sinatra y Cary Grant empujando un cañón por ahí. Creo que se trataba de España.

Ethel no sabía si Noola la había creído. Frente a su marido la mujer llevaba un velo.

Costa comió sin hablar. Ethel observó otra vez sus manos. Eran grandes, pesadas y fuertes como las de Julio.

¿Por qué debería Noola creerla? Ethel había visto esa película hacía algunos meses en San Diego y había observado que se anunciaba en el periódico del día anterior.

¿O fue en el periódico del domingo?

– ¿Qué te pasa Ethel? ¿En qué estás soñando? -Noola ahora estaba juzgándola abiertamente.

– ¿Por qué?

– La manera en que estás mirando, ¿a nada? ¿Qué es lo que piensas?

Ethel confió en que la película la sacaría de apuros. ¿Sabía Noola lo suficiente sobre cine para saber si o no…?

– Estaba pensando en lo agradable que sois los dos -dijo.

– En una familia no son necesarios los cumplidos -dijo Noola-. Además, no somos tan agradables. Nadie lo es.

Ethel alargó la mano por encima de la mesa deslizando suavemente la palma sobre la mano de Costa.

– Me gustan tus manos -dijo-. Me hacen sentir segura.

Costa se encogió de hombros, cogió el hueso de una chuleta y lo mordisqueó.

Tenía que desprenderse de aquel periódico del domingo. Sabía dónde estaba, en el cuarto de estar… sobre la televisión, doblado en la página en donde se anunciaba el programa semanal.

– ¿Cuándo te vas mañana? -preguntó Noola.

– Mi avión sale a las cinco. Costa, a lo mejor podrías llevarme.

– Costa no conduce. ¿No lo sabías?

– Encontré a ese maldito Levendis -dijo Costa sin interrumpir su ingestión de comida.

¿Habría notado Noola su vestido nuevo?, pensó Ethel. Encontró uno muy parecido de forma y color al que Julio había destrozado. Los ojos de Noola no se habían detenido en él. Probablemente no se había dado cuenta.

– ¿En qué estás pensando ahora? ¿Soñando otra vez?

Noola sonreía… ¿afectuosamente?

Ethel no se había dado cuenta del largo rato que había transcurrido en silencio.

– En aquella ciudad hay gente terrible -dijo Ethel.

– Clearwater es una ciudad muy bonita -dijo Noola.

– Muchos griegos allí. -Costa seguía comiendo.

– Estoy hablando de Tampa.

– Te dije que no fueses a Tampa. – Costa cesó de masticar y la miró severamente. – ¿No te dije yo eso?

– Bueno, pues fui. Pero cuando vi la gente de esa ciudad, ¡Dios mío! Tú tenías razón.

– Claro que tengo razón.

– ¿En dónde compraste tu vestido nuevo? -preguntó Noola.

– He olvidado el nombre de la tienda. Justo en medio de la ciudad. Hay una etiqueta en la espalda, si realmente quieres saber dónde.

– No has traído el otro vestido, el que llevabas.

– Lo tiré. Ya estaba cansada y fastidiada de ese vestido. A propósito, ¿quién es san Judas?

Costa partió un pedazo grueso de corteza de pan y comenzó a rebañar la salsa de su plato.

– ¿Quién sabe? -dijo -. Alguna especie de santo romano.

– ¡Oh, san Judas! -había dicho Julio-. ¡Oh, Dios! ¡Madre de

Dios!

– ¿Quién es san Judas? -le había preguntado Ethel-. A los otros dos ya los conozco.

Julio estaba tendido de espaldas y ella apoyada en un codo, mirándolo. Ethel sabía que su expresión expresaba cierta burla porque estaba pensando: ¿cómo es que he venido a enredarme con este hombre?

– San Judas es el santo de lo imposible. Y eso eres tú… ¡imposible!

Ethel, durante la cena, sonrió. Recordó que aquello la había complacido.

– Siempre pensé que era imposible que yo consiguiera una chica como tú -había dicho Julio.

– Yo creo que es el santo de las causas perdidas -dijo Noola.

Mi nueva chica tan bella. -Julio le sonrió. Ya se mostraba posesivo, observó Ethel.

– ¿Por qué has preguntado eso? -dijo Noola.

– ¿Qué cosa?

– ¿Por qué has preguntado sobre san Judas, así, de repente?

– Lo he visto en muchos sitios de Tampa, en los escaparates… retratos y estatuillas y vasos altos de cera de colores, como cirios. Una lamparilla para san Judas. Todos le necesitamos.

– De acuerdo, ¡terminado! -anunció Costa alejando de sí el plato.

– ¿Has terminado? -le preguntó Noola a Ethel. Ethel le entregó su plato.

– No has comido mucho -dijo Noola. Iba a recoger lo que Ethel había dejado en su plato poniéndolo en el suyo para poder apilarlos-. ¿Seguro que has comido suficiente, Ethel?

– Sí -dijo Ethel-. Ya he terminado.

– Yo no he terminado -había dicho Julio -. No te levantes.

– ¿Qué hora es?

– ¿Y qué importa eso? ¿Sabes una cosa? Tienes el coño color naranja. Ya he visto muchos, pero nunca vi uno como el tuyo… de dentro, quiero decir. Y tienes tan poco pelo ahí, como una niña, casi como mi Cíela. Y también es naranja dentro. Nuestras mujeres tienen el pelo tan espeso ahí, tan negro y grueso.

Noola se levantó de la mesa, llevando los platos a la cocina. Ethel recordó que fue entonces cuando ella se había levantado para marcharse.

– No te vayas -le había dicho Julio. Esta vez se parecía más a una orden.

– Tengo que irme.

– Tú no tienes por qué hacer nada.

Intentó atraerla nuevamente a la cama.

– No lo hagas, por favor. Duele.

Julio la soltó profiriendo excusas; todavía no se mostraba malévolo.