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Sobre un fogón de carbón humeaba una gran cazuela negra; Ethel percibía el olor del aceite de oliva hirviendo. El timonel tuerto arrojó un par de puñados de harina en un cuenco. Se empolvaron los pescados y se echaron en el sabroso aceite caliente. Los hombres comieron el pescado, cabeza y todo. La cabeza del pescado, explicó Costa, es buena para el cerebro humano.

Bebieron el vino todos de la misma botella.

Después del almuerzo, Ethel se quedó dormida en la cubierta anterior. Cuando despertó estaban pasando por debajo de un gran puente, con suficiente arco para permitir el paso de los trasatlánticos.

Ethel volvió la cabeza, y allí estaba Costa, sonriéndole. Pero sus ojos eran severos.

– ¿En dónde estamos? -preguntó ella.

– Bahía de Tampa -respondió él. Dijo entonces lo que había estado pensando -. La mayor parte de cosas que hemos de hacer en la vida no deseamos hacerlas.

Ethel miró a su alrededor. Estaban acercándose. A algo.

– He de hablar contigo -dijo Ethel-. Tú puedes ayudarme.

Costa asintió con la cabeza, esperó.

– Finjamos haber tenido un accidente -dijo Ethel, intentando suavizar las cosas-. Pasaremos juntos la tarde, iremos a ese restaurante español, aquel de Ybor City, con sus bellas lamparillas ligeras, adonde solías ir a buscar chicas cuando eras joven…

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Ted.

– ¿Cómo sabe él lo que yo hacía antes de que naciera él?

– ¿Y qué dices sobre mi proposición?

– Teddy está esperándote.

A pesar de ello, Ethel observó que la idea no le disgustaba.

– Lo llamaré -dijo presurosa-. Cada noche está en casa, estudiando. Tú hablas con él, así sabrá que es legítimo. No tenemos por qué explicarlo todo, ¿verdad?

– A tu esposo, tú debes explicarlo todo.

Ethel hizo acopio de fuerzas y comenzó de nuevo.

– No quiero regresar -dijo-. Quiero quedarme aquí contigo.

– Tienes que estar donde tu esposo está, ¿de qué estás hablando?

Pasó de la raya, pero no le importó.

– Tengo miedo de que algo malo va a suceder.

– Confía en Teddy, díselo, siempre puedes confiar en Teddy.

Ethel podía ver que el viejo estaba asombrado y confundido; no comprendía nada.

– Vuelve -le dijo-. Descubre lo que él quiere. Hazlo.

Ethel estaba a punto de contárselo todo.

– Yo no soy fuerte, ¿sabes? Yo no soy una chica fuerte.

– Estarás perfectamente cuando tengas hijos.

– ¿Lo crees de verdad?

– Cuando tengas hijos, la vida, ¿sabes?, es simple.

– Yo vine al mundo sin un manual de instrucciones -dijo Ethel-. Siempre estoy pensando que hay algo que debería estar haciendo y no lo hago.

– Nadie sabe lo que ha de hacer. Pero, para mujer, es más fácil. Se supone continuará familia. Crear nuevos pequeños mejores que los viejos, pequeños más listos, más fuertes. Cuando eso se ha hecho, uno muere feliz.

– ¿Crees que yo puedo enseñar a los chicos cómo han de ser cuando yo no lo sé ni para mí?

Ethel vio que, por primera vez, Costa estaba asustado.

– Dímelo -le dijo ella-, dime la verdad.

– Cuando miras la cara de un niño, sabrás lo que has de decir. Todo será claro entonces, porque tu propósito en la vida será claro. Para esto has venido a la tierra.

– ¿Sólo eso?

– Sólo eso. ¿Qué pasa con tu padre… no te ha enseñado nada?

– Tú me enseñas. A él no le creo. Te creo a ti.

– De otro modo vas cada día como el tiempo… aquí, allí, cada día diferente. Se cree en una sola cosa sencilla, el resto es fácil. Estás aquí para continuar mi familia. En la iglesia tú dijiste de acuerdo, tomo ese encargo. Eso es muy importante para mí. Yo conozco mi familia, quiénes fueron, los nombres, los lugares, las casas, los trabajos que hicieron durante centenares de años. Cuando uno se casa en mi familia, eso es lo que se espera de uno. ¡Eso! ¡Nada más! ¡No juegues con eso! ¡No hagas tonterías por ahí! Oh, créeme, no quiero enfadarme contigo.

Ethel miró la plácida agua grisácea.

– ¿Entiendes lo que yo digo?

– Sí.

– ¿Crees?

– Sí, creo.

– Dame tu palabra de que crees, y, porque crees, eso es lo que vas a hacer.

– Haré todo lo que pueda.

– ¡Nada todo lo que pueda! Hasta ahora no basta. Has de crecer, ser mayor, más fuerte, en mi familia, mayor, más fuerte.

– Todo el tiempo estoy asustada. ¿Por qué estoy asustada? ¿De qué?

– De ti misma.

– Eso es cierto.

– Y porque estás sola. Te has casado en iglesia, de acuerdo, pero todavía no en tu corazón. Has de volver atrás y casarte en tu corazón. No necesitas al maldito cura para eso. Ahora yo quiero tu palabra.

– ¿Qué palabra?

– Que vas a hacerlo.

– Lo intentaré.

– Deja esas palabras americanas: «Lo intentaré… en cierto modo…» Eso no es claro en nuestro país. Oigamos: Lo haré. Lo prometo. Voy a hacerlo.

– De acuerdo.

– No, de acuerdo, quedar bien nada más. Quiero las palabras, las mismas palabras mías.

Habían llegado al interior de la bahía. Se había alzado un viento ligero y el agua se movía sin llegar a oleaje.

– Lo haré -dijo Ethel.

Lo besó. Eso zanjó la cuestión.

Cuando entraron en el muelle, ella se acercó a Costa y le dijo:

– Te quiero.

– Yo no deseo que me quieras a mí -le respondió él-. Yo quiero que obedezcas a mi hijo.

12

Ethel observó que Teddy había adelgazado. Mientras conducía lentamente, las luces de la calle iluminaban su cara y hacían visibles sus ojeras.

Mientras Ethel daba vueltas a sus pensamientos, observaba las manos de Teddy sobre el volante. No eran como las de Costa, eran como las de Noola. No eran de marinero, sino de oficial. Le acarició con una mano mientras le hablaba de sus lecciones de cocina y de la reacción de Costa a la comida única que ella había preparado.

Al llegar a su cruce, Teddy dio la vuelta alejándose del viejo lugar que habitaban.

– ¿Adonde vamos? -preguntó ella.

– A casa.

– ¿Y dónde está nuestra casa?

– Ya lo verás.

No insistió y siguió contándole sobre los platos griegos que le prepararía, sobre cada técnica culinaria que había aprendido.

Mientras hablaba, ella se imaginaba las manos de Teddy sobre las suyas, las suyas sobre las de él. Esta fantasía tenía lugar en un lugar suave, oscuro, en donde las luces estaban amortiguadas y los ruidos eran apagados.

– Tengo escrito todo lo que tu madre me enseñó. Te enseñaré mi libreta.

Ella le demostraría cuánto lo amaba. ¿Lo amaba? Podría. Todavía les quedaba una oportunidad.

– Todo comienza con el aceite de oliva -dijo Ethel-. ¡Todos los platos!

Deslizaría sus manos lentamente por encima del pecho de Teddy y hasta donde se le notaban las costillas. Seguiría hacia abajo por encima de su barriga ligeramente curvada, hacia arriba, y hacia abajo hasta el pelo púbico que brotaba de la pálida piel aceitunada. Sería muy gentil con su miembro, lo acariciaría ligeramente. Dejaría que sus dedos se deslizaran bajo su saquito, para palpar gentilmente sus piedras preciosas.

¿Sonreía Teddy? ¿Había adivinado quizá lo que ella estaba pensando?

– Y si no son cebollas, son ajos. Adoro el ajo ahora.

Y cuando se alzara su pene ella lo dejaría caer de nuevo. Le enseñaría a no precipitarse. Una chica de Tucson le había contado que era como entrenar a un perro a esperar su comida. Tenías que entrenar a tu marido a no tragar. Llámese incitación, llámese técnica: ella lo incitaría, cambiaría su técnica.

– ¡Yogur! Ahora ya podré preparar el nuestro -se oyó que estaba diciendo-. Es mejor que eso que se come la chica de la tele. Ya verás.