Permaneció despierta largo rato, escuchando los sonidos del cuerpo de Teddy. Y recordó a Julio, de pie, de puntillas delante del lavabo enjabonándose.
¿Por qué esos dos hombres tan diferentes seguían el mismo ritual después de haber hecho el amor? ¿Por qué tenían tanta prisa en quedar «limpios»?
En fin, ella también había oído que las chicas hablaban sobre «lavarse después»…
Todos los esfuerzos de Ethel se concentraban ahora en ser una esposa. Decidió dedicarse al mobiliario sin barnizar. Cuando Teddy regresara del trabajo, decidió ella, entraría en un ambiente tan diferente como fuese posible del ambiente en el Centro de Entrenamiento Naval.
Compró revistas del hogar: Woman's Day, Ladies' Home Journal, Good Housekeeping y hasta House and Garden. En una de ellas encontró un esquema de una sala de estar económicamente amueblada, donde todo era bajo, las sillas poco más que apoyos para la espalda, y un lado completamente ocupado por un diván bajo, un colchón cubierto con un tejido oriental. Para darle ambiente en la pared había mantas indias (ella las sustituiría con los estampados batik que había visto en el escaparate de una tienda local de hippies), y las lámparas colgaban del techo hasta casi medio metro del suelo. La poca luz que se admitía del exterior se filtraba a través de unas persianas de junquillo.
En una de las películas favoritas de Ethel vistas en televisión, Marruecos, con Marlene Dietrich y Gary Cooper, todas las aberturas de ventana estaban cubiertas con mamparas rayadas y la luz caía sobre las caras marcando líneas. Marruecos se convirtió en su inspiración.
La cena tenía que servirse en una mesa que no se alzaba más de treinta centímetros sobre el suelo; el jefe de la casa podía tenderse entre platos como un rey oriental.
Representaba correr un gran riesgo -Teddy podía no estar absolutamente de acuerdo con todo eso-, pero Ethel decidió llevarlo a cabo. Planeaba una sorpresa explosiva.
Pieza por pieza, acumuló los materiales que necesitaba en el cuarto de trastos en el sótano del bloque. Compró una pequeña sierra para acortar las patas de las mesas y las sillas, y algunos dedales de goma para colocar en los extremos. Finalmente un juego de bombillas de color; no era admisible la luz blanca.
Llegó el día. Ethel dijo que no se sentía bien, y que no iría a clase.
Cuando Teddy llegó a casa aquella noche, entró en un…
– Un serrallo, por el amor de Dios -dijo riendo nerviosamente.
Dijo a Ethel que le gustaba y que la cena, langosta al curry, era formidable y que era agradable tenderse en el suelo, con la cabeza encima de una almohada entre plato y plato, incluso entre bocado y bocado. Ambos podían tenderse en el mismo lado de la mesa y la cena podía interrumpirse para los juegos personales.
Todo bajó fácilmente con la ayuda del «Soave Bolla», que recordó a Teddy lo que ella esperaba que le hiciera recordar, su boda.
Pero al cabo de pocos días, Ethel se dio cuenta qde que Teddy de nuevo estudiaba en el alojamiento de su antiguo compañero de cuarto en la base. Y cuando le preguntó la razón, él respondió:
– Este lugar, ¿no es más apropiado para el amor?
– Yo estudio perfectamente aquí.
– Bueno, estupendo.
– Estoy contenta de que el lugar te parezca bien para algo.
– Por la noche, es un lugar formidable -dijo él.
Teddy no podía razonablemente poner objeciones, pues Ethel, que estudiaba allí (él no sabía cuándo ni podía entender cómo), progresaba en sus estudios. Aquello para lo que él necesitaba días, ella lo dominaba en unas horas y más tarde lo repetía ante su instructor. Al principio, el hombre pensó que ella no podía saber realmente de lo que estaba hablando, su tono era demasiado «femenino». Pero cuando le pidió que le explicara las lecciones, ella lo hizo a la perfección.
La Pascua brindó a ambos unos días de vacaciones. Volaron a Florida.
– No vas a creer esto, papá -dijo Teddy a Costa- pero sus notas son mejores de lo que eran las mías.
– Tienes razón -respondió Costa-. No lo creo.
Estaban cenando; Ethel, observó Teddy, estaba familiarizada con su cocina y sus rituales. Ayudó a Noola a servir la comida, y especialmente mantuvo lleno el plato de Costa. Teddy se sintió satisfecho al ver las buenas relaciones de su esposa con su padre.
– ¿Sientes algo mágico? -le preguntó cuando se fueron a la cama-. Porque un par de días antes de que viniéramos a casa mi padre consultó a ese viejo de Tampa en quien tanto confía y ese excéntrico santurrón vino aquí con un niño pequeño y, mientras el cura recitaba las plegarias del caso, el chico estuvo revolcándose en nuestro colchón, este colchón sobre el que estamos ahora. ¿Sientes alguna magia?
– ¿Es que Costa no sabe que tomo la pildora?
– Ellos no tenían pildoras en la isla de Kalymnos.
El día siguiente era domingo, día en que Costa solía visitar la tumba de su padre. Anunció a Teddy que iba a llevarse a Ethel; parte de su enseñanza en las doctrinas familiares.
Fueron caminando hasta Tarpon Springs. En la Pascua, las vallas de las casas de la comunidad griega estaban recién pintadas de blanco. Dieron la vuelta hasta detrás de un almacén de licores y hallaron una vieja carretera inclinada descendiendo por entre viejos robles de los que el musgo negro de Florida colgaba como mortajas desgarradas. Más allá de los árboles, Ethel vio un pequeño estanque, y un cementerio al lado. Algunas de las tumbas tenían lámparas colocadas al extremo de pértigas, «luces eternas» alimentadas por gas propano. No había nadie.
Costa fue directamente a su objetivo. En la lápida, protegido detrás de un vidrio, había una fotografía del padre de Costa, y debajo algunas ofrendas: un tiesto con narcisos y otro tiesto menor con violetas africanas.
Costa se sentó al pie de la lápida e indicó a su nuera un lugar a su lado. Se volvió entonces hacia el retrato.
Ethel estudió la imagen; era todavía más feroz y más obstinada de lo que ella había esperado, los ojos permanentemente semicerrados de mirar al mar, riguroso y brillante.
– Un tipo duro -dijo Costa.
– Tiene tu mismo aspecto, papá -dijo Ethel.
– Era mejor hombre que yo. Algunas veces me cuesta decidir. ¿El? Nunca. Lo sabía todo. Quiero decir, lo que debía saber. No leía libros, etcétera, no se preocupaba por todo eso.
– ¿Murió aquí?
– Murió en la cama donde tú duermes ahora. Cuando murió di la habitación al chico Teddy. También mi padre tenía ese nombre, pero nada de Teddy con él. ¡Theophilactos! Capitán Theo en el bote.
– Parece mucho del viejo mundo -dijo Ethel-. ¿Comprendes lo que quiero decir?
– No.
– Igual que tú te sientas a la mesa: «¡Noola, la sopa! ¡Noola, la carne! ¡Noola, mi café!» Ella está allí para servirte.
– Mi padre, peor. Cuando sentados a la mesa con él, nadie habla. ¡Míralo!
Ethel miró a Costa en su lugar. Impulsivamente lo abrazó.
– ¿Por qué haces eso? -preguntó él.
– Porque te quiero, papá, y quiero que sepas que haré cualquier cosa para que seas feliz.
– Una manera.
– La sé.
– También hablo por ese hombre. -Indicó la fotografía y la lápida.
– Lo sé.
– Noola me ha dicho que pones algo ahí dentro -dijo.
– Tomo la pildora.
– ¿Pildora?
– Eso es. Pero el día que salga de la Marina, no lo haré más -dijo Ethel.
– ¿Prometes?
– No tengo espera. Ya le dije a Teddy…
– Ahora te digo secreto. Noola furiosa contigo. Ella cree que tú haces daño al chico. Ya sabes cómo ella es. Noola es una leona, ya lo ves.
– Me gustaría que me quisiera.
– No esperes eso de las madres. ¡Mucho menos de mujer griega! Ahora, escúchame.