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Antes de cenar, Costa tomó un par de tragos, y con el plato principal se tomó un doble, y en lugar de tarta de lima pidió coñac que comparó desfavorablemente con el «Metaxa». Pero lo mantuvo excitado y pronto comenzó a envanecerse.

– En aquellos días -dijo a Ethel que había permanecido silenciosa durante toda la cena- eran griegos contra conks. ¿Adivináis quién ganó?

– Los griegos naturalmente -dijo Teddy a Ethel.

– Exacto -dijo Costa-. ¿Qué sucede jovencita? No dice palabra.

– Ella es así algunas veces, papá.

Costa cogió la mejilla de Ethel entre los nudillos de sus dedos índice y del medio, y la zarandeó.

– Una chica condenadamente bonita -dijo -, sobre todo después de un par de tragos.

Ethel retiró su mejilla.

– Tiene dolor de cabeza, papá -dijo Teddy.

– No importa, no importa, no es nada. ¿Qué estaba diciendo? Ah, los conks… a lo mejor los conocéis por crackers. La gente de allí, en Key West, al sur de Florida. Enfadados porque nosotros trabajábamos en sus aguas, conseguíamos más esponjas que ellos. Ellos son vlax. ¿Sabe usted lo que significa vlax, jovencita?

– ¿Cómo podría ella saber eso, papá?

– Patanes. Estúpidos. Como asnos.

– Papá, los de la mesa de al lado están escuchando.

– Muy bien, hablaré bajito -murmuró-. Pues, una noche en Port Everglade… Ethel, ¿me oye bien?

– Oh, sí.

– Teddy era un bebé todavía, tres años. Nunca ha oído esta historia.

– La he oído diez veces, papá.

– Pues la escuchas diez veces más -dijo Costa-. Y estáte quieto cuando habla tu padre. También el maldito camarero melenudo que traiga aquí otro infame coñac.

Teddy buscó al camarero.

– Nosotros sentados, Ethel, ¡escucha!, en ese bar conk. Yo siempre encuentro un bar enemigo en donde beber. Y sus mujeres. Hice mis esclavas de esas perras cracker. Ellas esperan que llegue mi bote, y que yo… ya sabe. No te preocupes, Teddy, no digo nada malsonante. Teddy es un buen muchacho, señorita. Es lo que me preocupa. A veces demasiado bueno. La gente lo engaña. ¿Qué cree usted?

Ethel desvió su mirada.

– Teddy, tu padre quiere otro coñac -dijo.

Costa terminó el que tenía.

– Escuchad, pues -dijo-. Estábamos en ese bar conk y yo estaba cantando; ahora he perdido la voz, y muchas otras cosas. Usted es una chica moderna, y además enfermera, así que puedo contarle que en aquellos tiempos yo podía grabar mi nombre en un bloque de hielo a cinco metros de distancia orinando encima. Ahora, como una vaca, perdóneme, querida niña.

Ethel sonrió. Entonces, como si hubiera entendido justamente en aquel momento lo que había contado Costa, rió un largo rato con vehemencia, como un niño.

Animado, Costa inició ruidosamente una canción griega.

– ¿Qué le ha parecido Ethel? -preguntó al terminarla.

La pareja de media edad de la mesa de al lado se levantó y abandonó el lugar.

– ¡Papá! -le indicó Teddy.

– No será demasiado atrevida, creo. ¿No es así, Ethel?

– Bueno, no entiendo las palabras, de modo que…

– Mal traducido -explicó Teddy- dice: «Yo soy un tipo formidable y mi fuerza probaré. Tomaré un trago más de lo que debiera. No me importa lo que diga mi mujer.»

– Es mejor en griego -dijo Costa.

– También la he oído cantar mucho mejor -respondió Teddy.

– No seas insolente frente a tu padre, chico -dijo Costa. Le habían traído ya su coñac y agarró al camarero por el brazo, reteniéndolo-. Tome un trago, jovencita. Vamos. Le doy permiso.

– Papá, le duele la cabeza.

– Deja que ella hable, Teddy, por el amor de Dios. De repente, no habla.

Ethel sonrió débilmente.

– Papá, cuando se tiene dolor de cabeza, duele si se habla. Además estás…

– Hablo suficientemente por todos, ¿verdad?

– Así es. Deja que el camarero se vaya, papá. Estás sujetándolo.

– Muy bien, señor camarero, vayase. -El camarero se alejó.- Cabello largo, Ethel, ¿lo vio usted? No me gusta el camarero de cabello largo; tampoco la mujer camarero. No es bueno. Cuando se inclinan, quién sabe qué clase de microbios, etcétera, etcétera, caen sobre la comida. Me gusta el camarero negro. Cabello corto, ¿verdad? Sí. A ver qué contaba. Los conks, quemaron nuestros botes. Aquella noche nosotros fuimos a la limai, playa en griego, jovencita, y quemamos ocho de los suyos, uno encima del otro. Entonces, rápido, salimos al mar. Había una fuerte tempestad y esos malditos conk… -Costa no podía continuar de tanto reír.- Sus botes no servían, no avanzaban ni en un pie de agua; no bajaban a coger la esponja, está claro. Tenían una pértiga larga con un gancho en el extremo. No tienen coraje para bajar. Se quedan cerca de la costa y nosotros trabajamos mar adentro, en mar agitado, en cualquier tiempo. No pueden seguirnos. ¿Por qué estoy contando todo esto? ¿Se acordará, miss Ethel? ¿Una chica bonita? ¿Eh? ¿Cuál es la diferencia? Me acuerdo de aquel viaje que cogimos una gran pesca de esponja. Cuando volvimos a Tarpon Spring, un viaje de tres días hasta allí, la gente viene al puerto, se asombra con tanta esponja que traemos, como cuentas en cada cabo que podemos atar al bote. ¡Y el olor! La esponja es como usted y como yo: cuando muere, huele mal. Mi tripulación sacaba las tripas de esas esponjas, bum, bum, bum, en cubierta. Pero yo no. El buceador número uno saca las esponjas, pero la limpieza, eso es para la tripulación. Yo me meto en mi auto… en esos días tenía un bonito auto, «Oldsmobile Ochenta y Ocho». Voy a casa de mi amiga; irlandesa, pero muy simpática. Ella me espera. «¿Cómo sabía que yo había regresado?», le pregunté. «Te he olido – me respondió -. ¡Nadie apesta toda la ciudad como tú, Avaliotis! Vamos, primero toma un baño.»

– ¿Qué hicisteis entonces, papá, tú y tu amiga irlandesa?

– De esas cosas no se habla frente a una jovencita. Pero sí te diré algo, chico: cuando llegó el momento del matrimonio, fui a procurarme una chica griega adecuada. Encontré a tu madre en el distrito de Astoria, en Nueva York.

– Pero, papá, tú has dicho que todo esto sucedió con la chica irlandesa cuando yo tenía tres años.

– Error -dijo Costa. Y de pronto pareció formidable-. Cuando me casé con tu madre, muchacho, no hubo más negocios sucios con otra mujer. Jovencita, llevo treinta años de casado. Nunca he tocado otra mujer.

Costa miraba a Ethel fijamente a los ojos, como desafiándola.

– Le creo -dijo ella-. Ahora, ¿puedo hacerle una pregunta?

– Lo que quiera, jovencita.

– ¿No se hubiera sentido usted más feliz si Teddy se hubiera casado con una chica de su propia gente?

– ¿Usted me pregunta eso a mí?

– Es una pregunta natural.

Ethel miró a Teddy. El le tomó la mano.

– Sí -respondió Costa-, sería más feliz.

– Bueno, pues yo no -replicó Teddy-. ¿Qué te parece eso, papá?

– No pude evitarlo -dijo Costa-. Ella me ha hecho la pregunta.

– Gracias por decir eso -dijo Ethel a Costa-. Tengo dolor de cabeza de verdad. Me gustaría ir a casa.

Acompañaron al viejo hasta la posada y Costa subió a su habitación y rezó.

– Veo que ella no bebe -dijo a Aquél que él esperaba estuviera escuchándolo-. Quizá porque yo estoy vigilando, ¿verdad? No es una chica limpia, ella misma lo ha dicho. Pero encontrar una tilica norteamericana limpia… ¿viviré lo suficiente para encontrarla? Lo que veo es esto: Teddy la ama. Cuando ella habla, que no es mucho, él sonríe como un hombre embobado. No obstante, creo que ella es más lista de lo que parece. Pero ahora ya no entiendo a las mujeres jóvenes. Ese es mi problema. No me queda mucho tiempo para vivir, y Teddy tiene veintitrés años, así que si ahora digo no, es cosa de meditarlo muy cuidadosamente, ¿verdad?