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Acogida dentro del círculo oscuro de sombra, pasaba el calor de cada día leyendo biografías femeninas. Pasó de Anne Lindbergh y Eleanor Roosevelt a las chicas de la cuadra de prostitutas de Iceberg Slim. Se interesaba especialmente por las respuestas de estas mujeres a su mala suerte y los motivos por los que algunas de ellas lograban triunfar.

Sola en medio del calor, leía hasta quedar amodorrada, comía entonces lentamente, sorbiendo el dulce té y contemplando las olas de la mar gruesa y las aves que sobrevolaban encima, dormía y se despertaba fresca y dispuesta. Entonces hacía lo que hubiera hecho la mujer embarazada de un soldado en misión a ultramar: escribía una larga carta a su marido, llena de amenidades, un catalogo de trivialidades, idas y vueltas, hechos y pensamientos, detallados minuciosamente a la hora y escritos con tanta escrupulosidad que no era posible que Teddy se quejara: no cuenta lo que hizo entre las cuatro y las cinco del jueves, ¿qué estaría luciendo entonces? Todas las horas tenían su explicación… no porque Teddy lo hubiera solicitado, sino porque eso era lo que ella deseaba hacer.

Habiendo pasado ya todo el día, cerraba el sobre con la lengua, y después un beso en cruz y se paraba en la oficina de correos para enviarlo a California. Cumplido su deber, daba una ojeada al perímetro del kentron de Tarpon Springs, el parque de arbustos de verde polvoriento por detrás de un círculo de bandos, para comprobar si el viejo estaba todavía sentado con sus camaradas -Costa terminaba el día igual como empezaba- y si él estaba allí esperándola, como solía estar, lo llevaba a casa.

Esta era su costumbre. Lentamente se iba ganando a Teddy; hasta estaba haciendo camino con Noola; y en cuanto a Costa, ¿qué quedaba por ganar? El había sido suyo desde el principio.

Durante un mes, Ethel nunca faltó a la hora de cenar. Hasta llegó a ofrecerse para ayudar durante el día en «Las 3 Bes». Pero la temporada de turismo ya estaba terminando; esos pájaros de estación estaban desapareciendo. Noola le dio las gracias, pero declaró firmemente que no se necesitaba la ayuda de Ethel, no entonces; otra vez sería.

Algunas veces, en medio de la noche, Noola creyó oír sollozos a través de las paredes. Pero no estaba segura. Cada mañana Ethel aparecía más radiante, de modo que Noola no dijo nada a su marido.

Delicadamente, Ethel trató de comunicar algo de todo esto a Teddy, pero rompió la carta. No podía explicar el porqué sentía que esa vida pasiva, tranquila, la estaba llevando de nuevo a una zona peligrosa.

Pero sí sabía que ese nuevo tipo de peligro la atraía. El peligro siempre la había atraído.

Confiaba únicamente en que Teddy creyese una cosa: que ahora no recurriría, como lo habría hecho poco tiempo atrás, a otro hombre.

– Soy fiel -firmaba en sus cartas diarias.

Pero Ethel tenía una vida secreta, que no era fiel. Porque por ejemplo, a pesar de las cosas terribles que le había hecho, se acordaba a menudo de Julio con cierto respeto. No tenía ni la más mínima idea del porqué de ese respeto, y no se sentía satisfecha de sí misma por ello. Pero era evidente. Hasta se sentía de algún modo extraño algo unida a ese hombre. Es cierto que no deseaba verlo de nuevo, nunca más; era demasiado peligroso, demasiado loco. Pero, ¿cómo podía ella evitar el sentir respeto por un hombre que cargaba con tanto dolor? Y en cuanto a su modo de defenderse de su angustia… aún con asombro, Ethel lo defendía consigo misma. ¿Qué podía hacer el hombre con su angustia? ¿Disimularla? ¿Guardar silencio como Teddy? ¿Pretender que todo iba bien? ¿Parecer un hombre feliz? ¿Ser civilizado? El hecho simple era que sus redaños no estaban protegidos.

Ethel, a menudo, se sentía más cerca de ese hombre que de su marido.

Esto, naturalmente, no intentó explicárselo a Teddy.

Teddy respondía brevemente a sus cartas, no disponía de tanto tiempo como ella, o no escuchaba bien lo que ella le contaba. Sus exámenes habían sido duros, decía; esperaba haberlos pasado bien. Su futuro («el de ellos», escribió él) consiguiera o no ingresar en la Universidad de Jacksonville y convertirse en un oficial, dependía de los resultados.

En una carta le decía, con cierto tono de formalidad, que lo habían estado interrogando acerca de ella y de dónde estaba.

– Les he dicho la verdad -dijo, como si ello justificara el asunto. No le decía lo que ellos, las autoridades, iban a hacer en cuanto a su deserción-. Has estado ausente más de treinta días ya -escribió- y esto es lo que ahora se llama, deserción… un asunto muy serio, es mejor que te prevenga.

A Ethel le importaba un comino lo que ellos hicieran. No lo dijo a Teddy de este modo.

Sus relaciones se enfriaron. En cada carta diaria.

Pero se acercaba el momento, Ethel lo sabía, en que tendrían que encararse nuevamente intentando empezar de nuevo. Ella no le daba prisa a él, y él no la presionó tampoco. Ethel tenía grandes sospechas de que a Teddy le gustaba estar solo tanto como a ella. Así se lo había insinuado él. Ella sabía que él estaba convencido de que sus estudios iban mejor si ella no estaba cerca. Ella misma lo había comprobado. Pero ahora lo sabía también por su propio sentir cuando se despertaba por la mañana, sola en la vieja casa, y disponía de todo un precioso día de silencio ininterrumpido frente a ella.

Ahora Ethel se daba cuenta de cuánta fuerza vital absorbe de una persona una relación permanente.

Este era el hecho: ahora podían estar juntos sólo porque no estaban corporalmente juntos. Esta indiferencia placentera, esta separación amistosa pero total, hubiera podido convertirse en su relación permanente a no ser por el apremio de Costa.

Un día Costa preguntó a Ethel cuándo pensaban, ella y Teddy, comenzar a afrontar su responsabilidad familiar. Ella esquivó la respuesta, diciéndole que escribiría a Teddy y ya verían lo que él sugeriría.

Teddy respondió que como fuese que no tenía ninguna vacación en su agenda, dependía enteramente de ella; ella debería ir a visitarlo. Pero no la presionaba.

Siendo un asunto familiar, Ethel lo discutió con Costa. Su juicio fue:

– No importa lo que él diga, ¡quiero que vayas allí ahora! Me estoy haciendo viejo aguardando aquí.

Como cabeza del clan, su palabra era ley. Ethel tenía que estar de acuerdo. Pero, habiéndose aferrado a la vida solitaria que había encontrado, no quiso fijar una fecha de partida, diciendo que no estaba lista todavía para ir.

– ¿Por qué no? -preguntó Costa.

– En primer lugar, he de comprarme un vestido nuevo.

Costa ordenó a Noola que fuese con Ethel inmediatamente, esta vez a Clearwater, a comprar el condenado vestido.

Arriba y abajo de la calle comercial, buscaron durante dos horas entre montones de vestidos. Compraron finalmente un vestido de un tono delicadamente rosado.

– Resultas tan bonita con ese vestido -dijo Noola-. Me siento orgullosa de que seas mi hija.

Ethel se ruborizó. Fue la primera cosa agradable que Noola le había dicho.

– Mira quién se ruboriza… ¡Como una niña!

– Lo sé -dijo Ethel-. Aún me sucede eso. Es tan embarazoso…

– Es señal de algo bueno -dijo Noola-. Tu corazón debe estar limpio, ¿qué crees tú?

De regreso a Tarpon Springs, Ethel reveló a Noola que estaba haciendo cálculos con el calendario. Cuando llegaron a una luz roja sacó un pequeño calendario de su bolso y le enseñó las fechas que había marcado con un círculo, sus días fértiles.

– ¿Ves? No hay prisa -dijo-. Sólo hay esos tres o cuatro días. Entonces Ethel le preguntó a Noola lo que había estado pensando tantas veces.