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Ethel le escribió transcurrido un mes para informarle de que no estaba embarazada.

Esto es todo lo que dijo. Nada más.

Una carta de su padre todavía le preocupó más.

– No sabes apreciar lo que tienes -había escrito Costa con sus difíciles jeroglíficos-. Cada día ella va a la playa, se sienta sola, lee libros. Te dañas los ojos, le digo yo. Entonces ella viene a casa, ayuda a Noola a prepararme la cena. Créeme, la vida de hogar es lo mejor para una mujer. Quisiera que la vieras ahora, qué bella, piel morena, cabello dorado, como un ángel. En seguida, entonces, tendré nieto, estoy seguro. Le digo que debe ir contigo, en seguida. «Lo que quieras tú», me dijo. ¡Fantástica chica! ¡Milagro!

Teddy no deseaba que ella viniera otra vez al Oeste. La noche anterior, en la cama, había decidido, sin influencia de Dolores, cuya cabeza Teddy tenía en su hombro, separarse de Ethel.

Se encontraba en un dilema.

Lo que Teddy no quería era ofender a su padre. Ethel se había ganado totalmente a Costa, de modo que resultaba fuera de toda duda para Teddy, un muchacho griego tan bueno, que no podía abandonarla ahora.

Otro dilema. Dolores le había traído la noticia de que Teddy había pasado sus exámenes y que, naturalmente, sería admitido en la Universidad de Jacksonville.

– Pero, ¿por qué ir a Jacksonville? -preguntó ella-. Aquí mismo hay una Universidad que ofrece los mismos cursos. Puedo conseguir que mi jefe arregle el asunto. Serás un oficial con destino antes de que te enteres; déjalo en mis manos.

Cuando Dolores le dijo esto, Teddy sintió que su poder se acrecentaba. Primero le dio las gracias, y después la poseyó.

Dolores, decidió Teddy la noche antes de volar hacia el Este, era el tipo de chica con quien debería haberse casado.

– ¿Dónde está Ethel? – preguntó a Costa, que fue a recibirlo al aeropuerto. Teddy, esperando que Ethel habría ido a buscarlo, se sintió más bien aliviado al no verla.

– Te lo diré en seguida -dijo el viejo con voz de conspirador mientras miraba a su alrededor para que nadie lo oyese.

Tan pronto como estuvieron en el auto, Aleko Aliadis al volante, Costa le dijo a su hijo, con un susurro ronco, lo que le preocupaba.

– Debes ordenarle en seguida que pare -dijo. Entonces vociferó-: Eh, tú, Levendis, ocúpate de tus asuntos ahí. Cierra tus oídos.

– ¿Cómo voy a poder cerrar los oídos y conducir el auto?

Costa susurró las noticias. Ethel había aceptado un empleo como secretaria en las oficinas de una empresa naval que servía los nuevos grandes condominios entre Bradenton y Sarasota.

– Pero, ¿cómo puede trabajar Ethel de secretaria? -susurró Teddy-. No sabe escribir a máquina.

– Estoy aprendiendo -dijo Ethel- y también taquigrafía.

Estaban hablando antes de la cena. No había ninguna crisis en cuanto a ella se refería. Era una cosa natural y que, además, aportaba una ayuda. Por un lado, haría crecer sus ahorros; y en cuanto a trastornar la vida de Costa, Ethel había preparado casi toda la cena. Cuando llegaron a casa, ella estaba en la cocina.

A pesar de ello, Costa andaba preocupado. Ethel lo tranquilizó con algunos besos. Ayudó ciertamente el hecho de que a él le gustase la cena, un kebab de cordero a trozos sobre puré de berenjenas, con arroz de acompañamiento.

Más tarde, mientras las mujeres lavaban los platos, Teddy supo exactamente lo que preocupaba a su padre.

– Parece como si tú no pudieras mantener a tu mujer -dijo-. ¡Vergüenza!

– Oh, papá, vamos. Ella no puede pasarse la vida tendida en la playa leyendo libros. Además, el dinero nos vendrá bien.

– Todos hablando -dijo Costa-. Todavía no. Pronto.

Teddy presintió que su padre se sentía desilusionado con él. ¿Debería haberse mostrado más autoritario? ¿Debería haber obligado a Ethel a dejar el trabajo? ¿Podría haberlo hecho?

– En el viejo país -Teddy le dijo a Ethel mientras se desnudaban- si una mujer trabaja, eso significa que su marido no trae lo suficiente a casa para poner plato en la mesa, así que es un insulto público para él. Además, el único trabajo que una mujer podría obtener ahí sería servil, como ayudante en la cocina o lavandera o cuidando niños.

– Pero a ti no te importa, ¿verdad? -preguntó Ethel.

– Me preocupa lo que vayan a hacer en la base cuando lo descubran. Han enviado ya tu nombre para que te arresten.

– ¿A quién han enviado mi nombre?

– A todos. A la patrulla de costa de Orlando, al norte de aquí. A las fuerzas estatales. Hasta a la Policía local.

– ¿Y cómo lo sabes tú?

– Conozco a la secretaria del oficial jefe de la base. Además, allí son un poco al viejo estilo también. Piensan que yo debería haber dicho: «¡No puedes hacer eso!» Y que, si yo lo hubiese hecho, tú hubieras obedecido.

– Ya me dijiste que no lo hiciera.

– Y tú hiciste lo que te vino en gana. Eso es asunto de ustedes, les dije yo.

– ¿Realmente les dijiste eso?

– Tuve que hacerlo. Les dije que yo no te controlaba.

– ¿Les dijiste en dónde estaba yo?

– Tuve que hacerlo. Lo siento. Pero… tuve que hacerlo.

– Ya he encontrado solución para eso. Me he cambiado. Ahora tengo mi propio alojamiento.

– ¡Que tú tienes qué! ¿Dónde?

– Cerca de la dársena. En donde ellos nunca podrán encontrarme.

– ¿En dónde está eso en donde nunca te van a encontrar?

– Voy a llevarte allí, Teddy, pero no te diré la dirección ni el nombre de la calle. Así no podrás decir lo que no sabes. Mira, no puedo conducir cada día treinta kilómetros hasta mi trabajo, ¿no crees? Especialmente cruzando el tráfico de Saint Pete y regresar por la noche. Me agotaría.

– ¿Y qué dijo mi padre?

– No he tenido valor para decírselo. Todavía no me he cambiado. He estado esperando que tú vinieras para ayudarme… con el traslado, y especialmente con él.

Teddy pensó qué era más importante para éclass="underline" ¿que la Marina creyera que podían confiar en él o que Ethel creyese que podía confiar en él?

Al día siguiente, después que Costa y Noola se habían ido a «Las 3 Bes», Teddy y Ethel llenaron el auto de Ethel con sus pertenencias y fueron al apartamento. Ethel ya había hecho alguna decoración, conservando las cortinas del inquilino anterior. Estaba comenzando a parecer hogareño.

Pero no era su casa, de Teddy. Sino de ella. El no tenía lugar en esa casa. Ethel debió de adivinar los sentimientos de Teddy, porque dijo:

– Tengo algunas fotografías de todos nosotros, a las que he mandado poner marco. Este lugar parecerá más el hogar cuando las cuelgue.

Se dirigieron entonces a la dársena.

– Puedes disponer todo el día del auto -le informó Ethel- si vienes a recogerme al salir del trabajo.

Teddy asintió, pero le incomodó el favor. Ella lo había obligado a depender de ella para poder desplazarse.

Nuevamente Ethel debió de intuir cómo se sentía Teddy, porque preguntó:

– ¿Estás ofendido conmigo? ¿Por algo? Mira, todo esto no podría discutirlo contigo. Tenía que venir rápidamente al apartamento. Pensé que tú podrías enfadarte.

– Podrías habérmelo dicho por teléfono. Antes de hacerlo. Yo lo hubiese comprendido.

Su pensamiento se fue con Dolores. Teddy la oía cantando sus alabanzas.

– Si no quieres estar aquí todo el día mientras yo estoy en mi trabajo, puedes llevarte el auto -dijo Ethel-. Yo me quedaré esta noche. Ven a buscarme mañana por la noche. Esto te dará oportunidad de contárselo todo a Costa.

– Vendré a buscarte esta noche.

Aquel lugar era enorme, con mucho movimiento y en expansión.

– ¿Quién es el propietario de este lugar? -le preguntó Teddy.

– Un bastardo y una compañía -respondió Ethel-. Mi jefe particular, el gerente, es un muchacho griego. Su nombre es Petros no sé qué más. ¿Muchacho? Bueno, actúa como un muchacho salido de uno de esos comics de monstruos.