– Llegas tarde -le dijo Petros cuando Ethel abrió la puerta de la oficina. Vio entonces a Teddy que seguía a su mujer-. Oh, ya veo. Has tenido trabajo.
Entonces se echó a reír. Petros Kalkanis se reía de sus propios chistes, una fuerte explosión repentina que terminaba siemjire con una nota alta. No le preocupaba lo más mínimo que nadie más a su alrededor compartiera su regocijo.
Al ver a Teddy se levantó sosteniéndose sobre sus piernas semejantes a patas de cabra.
– Patrioti! Patrioti! -dijo-. Posseeesch? ¿Hablas griego, eh?
– No demasiado bien. -Teddy decidió mentir. Nada apuraba tanto a Teddy como un griego chauvinista.
– De acuerdo, de acuerdo, inglés. -Se volvió entonces a Ethel. – Un hombre muy guapo -dijo haciendo girar los ojos como un comediante profesional griego. Teddy pensó que era un hombre ridículo.
– Sí, así es -dijo Ethel cortésmente. Y se encaminó a su despacho.
– ¿Por qué la dejas trabajar -le preguntó Petros-. ¿Le has dado permiso?
– Ella no me lo pidió. Esto es América, ¿sabes…? ¿Cómo va?
– No sirve. -Petros se echó a reír. – No sabe escribir a máquina, no sabe taquigrafía. No sirve para nada. -Miró a Ethel que estaba clasificando las facturas que habían llegado aquella mañana.
– ¿Por qué la contrataste, entonces? -preguntó Teddy.
– Los americanos que me ven por primera vez, se asustan; la miran a ella, y se tranquilizan en seguida. -Observó a Teddy durante unos momentos. – Tiene todo el aspecto de un americano -susurró a Ethel como si lo que decía estuviera cargado de un significado especial-. ¡Mira esa nariz! ¡Dios mío!
La nariz de Petros, observó Teddy, era la mitad de su rostro.
– No te preocupes por esa basura -dijo Petros. Con un enérgico movimiento de la mano barrió todo lo que había enfrente de Ethel hasta la papelera.
– ¡Míster Kalkanis!
– No hay dinero para pagar ahora, el próximo mes nos mandarán factura otra vez. Aquí. -Encontró un formulario de contrato.- Míster y mistress Lasky, litera número…
– Doce
– Doce. Sé dónde están los Lasky.
– Todavía no han firmado contrato. Ve y que lo firmen.
– De acuerdo -Ethel miraba a Teddy. Era evidente que deseaba que Teddy se fuese.
– ¿A qué hora he de venir a recogerte? -preguntó Teddy.
– Termino a las seis -dijo ella.
– Si quieres que salga antes -dijo Petros-, la dejo ir más pronto.
– Ven a las seis -dijo Ethel. Y salió de la oficina.
– Siéntate, siéntate -dijo Petros-. ¿Quieres café?
– No, gracias.
Teddy le miraba como aquel que examina la fuerza del enemigo.
– En este momento eres igual que tu padre -dijo Petros.
– ¿Lo conoces?
– En cierta ocasión quería matarme.
– ¿Por qué? ¿Qué le hiciste?
– Estaba furioso, y se acercaba con un garrote, llamándome a mí y a mis amigos basura. Kalymiotico skoopeetbi. -Se echó a reír. – Probablemente cierto, ¿eh? Pero algunos de los otros chicos, quieren discutir el asunto con él. Me enseñaron a respetar la vejez, así que los convenzo.
– ¿Por qué se puso furioso contigo?
– No era preciso motivo. Ya ves cómo soy. Bocazas.
– Pues parece que aquí te defiendes muy bien siendo un bocazas.
– Trabajo el doble que el más duro. Los americanos, ellos no trabajan. Le dije al amo de esto, si no trabajas, yo me haré pronto el amo. No le importa. Por el amor de Dios, siéntate. ¿Quieres algo, café, algo?
– No, gracias, realmente.
– Esta gente de aquí, no aprecian lo que tienen. ¡América! Paradisos! Paradisos! ¿Quieres ver la dársena?
– Tengo que irme.
– ¿Dónde has de ir? No tengo trabajo. Vamos.
– Tengo que… No, no tengo que hacer nada. Tampoco tengo ningún trabajo. Vamos.
Los propietarios de las embarcaciones respetaban a Petros; Teddy se dio cuenta. Se encaraba con todos como un igual, bromista, vocinglero, sin pedir favores, normalmente con un desprecio burlón.
– Este de aquí gran propietario -dijo Petros, presentando a Teddy a uno de los dos hombres que jugaban al gin rummy en la cubierta de popa de un gran yate-. Pronto me hará su pequeño socio, ¿verdad, míster Roth?
– Dentro de un año vas a ser mi amo, bastardo -le dijo Roth sin levantar los ojos de su juego, que no le satisfacía.
– Mira. -Petros señaló la proa. Dos mujeres, de la misma edad que los hombres, pero de aspecto considerablemente más juvenil por el acicalamiento de sus cuerpos, estaban siendo atendidas por un hombre pequeño, moreno, pulcramente vestido de blanco, que les servía algo líquido. – ¡La esposa americana que no sirve para nada! -Se volvió hacia Roth. – ¡Eh, míster Roth! -gritó-. ¿Por qué no manda su esposa a trabajar? Ahí arriba se está convirtiendo en una perezosa.
– Ya es demasiado tarde para sacar ningún provecho de ella -respondió Roth.
– ¡Eh, Peetie! – Mistress Roth se inclinó hacia atrás sosteniendo la parte frontal del sujetador de su biquini. – Escógeme unos cuantos pámpanos para esta noche, ¿quieres Peetie?
– Vete tú a hacer tus compras, por amor de Dios -dijo Petros-. Yo no tengo tiempo para… Bueno, de acuerdo, por última vez, como favor especial.
Cuando se alejaron fuera del alcance de sus oídos, Petros dijo:
– Me gusta todo lo de este país, pero las mujeres no me gustan.
– ¿Qué les pasa a las mujeres?
– No saben cuál es su lugar. Inútiles, no sirven para nada. ¡Esta mujer, por favor pámpano. Peetie! Scala! ¿sabes lo que quiere decir eso?
– Mierda.
– Mierda, sí. Ese pobre bastardo, Roth, llega después de una mala semana de Bolsa, el pobre hombre no ha tenido tiempo de sacarse la chaqueta y ella le dice: «Cariño, ¿quieres prepararme un Manhattan?» Y después: «Prepara una para Peetie, ¿quieres, Sy, cariño? Ven, Peetie, ven con nosotros.» ¡No, que eres una zorra! Pero no digo eso, no quiero herir los sentimientos de él. Además él es mi dinero. Cuando él se va a Nueva York, ella me hace una señal, quiere mi nikolaki. -Hizo un gesto señalándose con la palma de la mano.- Y yo le digo: «Espera todo lo que te queda de vida, zorra.» Y añado: «Si fueses mi mujer, te zurraría hasta arrancarte toda esa grasa del trasero.» «Oh, Peetie, Peetie -me dice ella-, me gusta eso. ¿Cuándo vas a enseñarme tu bote, Peetie?» «Nunca, zorra. Mi bote sólo es para griegos, no se permiten mujeres.» Mira. -Señaló. – Ahí está.
Era una vieja embarcación esponjera, de curva amplia y bellas líneas, meciéndose en el agua. Petros la había hecho arreglar para que le sirviera de alojamiento.
– Aquí abajo no se permite ninguna mujer -dijo mostrándole algunas fotografías en las paredes de la cabina-. Ese es mi padre; y allí, mi madre. Aquí hay toda la familia Kalkanis, algunos muertos ahora. Yo en América. Ellos, Kalymnos.
Petros detenía a Teddy frente a cada una de las fotografías, explicándole con auténtica devoción quiénes eran aquellas personas que formaban parte de su vida.
Teddy estaba impresionado; a su pesar, ese hombre le gustaba.
– Mis hermanas -señaló Petros-. Dos casadas, okey, una todavía no. Próximo año mando ajuar, y mi problema termina ahí.
– ¿Entonces te casarás tú?
– Pero no con americana, créeme. Estas mujeres de aquí, desgracia, vergüenza. Hola, les dices. Y media hora después te cuentan que sus maridos no saben cómo follar.
Teddy se aventuró.
– Sin embargo, mi mujer… ¿qué dices de ella?
– Te diré la verdad, igual que todas. Quiero decir, mimada. Pero estoy intentando enseñarle cómo ha de ser, ¿de acuerdo?
– ¿Por qué la contrataste? La verdad.