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Teddy se fijó en la hora exacta. Había estado esperándola todo el día y habían estado juntos exactamente una hora y cincuenta y cuatro minutos.

Al cuarto día, cuando Teddy fue a buscarla, había dos hombres vestidos con traje de calle y hablando con Ethel en un rincón de la oficina de Petros.

Petros estaba observándolo desde su escritorio.

– ¿Qué pasa? -murmuró Teddy.

Petros juntó los labios, los avanzó y se encogió de hombros.

Teddy no podía oír de lo que hablaban. Vio que Ethel asentía con la cabeza, una y otra vez.

– Soy su esposo -dijo Teddy, acercándose-. Suboficial de Tercera Clase… -se tocó la manga- Ted Avaliotis.

– Lo sentimos. -El más alto de los dos hombres mostró un carnet para identificarse.- Tenemos orden de llevarnos a su esposa.

– ¿Llevarla dónde?

– A Orlando. A los investigadores navales de la base de allí.

La reacción de Teddy fue de alivio; Ethel iba a ser controlada. Le habían quitado el problema de las manos.

Ethel le sonrió.

– No te preocupes por esto -le dijo-. Estaba esperándolo. Eh, patrón, ¿por qué no damos un poco de café a estos hombres?

– Claro -dijo Petros-. ¿Café? ¿Algo? Tengo un buen whisky.

– No, gracias -dijo el hombre alto, y entonces, volviéndose a Ethel-. No me gusta darle prisa mistress Avaliotis… ¿es así como usted lo pronuncia?

– Hemos estado en pie toda la noche -dijo el otro hombre. Parecía malhumorado.

– ¿Por qué demonios entonces tanta prisa ahora? -preguntó Petros.

– Peetie, esto no es asunto tuyo -dijo Ethel-, así que calle.

– Unos minutos, por el amor de Dios. Todos que tomen un café.

El hombre alto dio las gracias cortésmente a Petros y la pareja salió de la oficina indicando a Ethel que los siguiera.

– Esperad un minuto -gritó Teddy. Los hombres se detuvieron. Teddy tomó a Ethel de la mano y la llevó hasta los agentes -. Quiero que digáis a mi esposa que yo no os he dado su dirección.

– No tienen por qué hacer eso -dijo Ethel.

– Conseguimos la dirección del modo acostumbrado -dijo el agente alto-, estaba en nuestra lista de arrestos de ayer por la mañana.

– Voy a buscar el bolso -dijo Ethel. Y corrió a la oficina de Petros.

Teddy vio que ella no le había creído e iba a entrar tras su esposa cuando oyó hablar a Petros.

– ¿Vas a regresar? ¿A Florida?

– i tengo suerte.

– Aquí trabajo esperando -aseguró Petros.

– No tienes por qué hacer eso -respondió Ethel.

– Yo no tengo por qué hacer nada -dijo Petros-. Aquí trabajo esperando.

Entonces Ethel salió. Se cogió del brazo de Teddy y, caminando muy cerca de él, le susurró:

– No te preocupes. No te culpo.

– Pero yo no lo hice -le dijo Teddy-. Realmente, no fui yo.

– Muy bien -dijo ella-. Tú no lo hiciste. Pero, quiero decir… ¿de qué otro modo podrías dirigir una dársena?

– Por favor, ¿podemos ponernos en marcha? -gritó el agente alto. Estaba de pie, apoyado en un árbol, fumando un cigarrillo bajo su sombra. El otro hombre, menos preocupado en causar buena impresión, estaba apoyado en la capota de su auto; parecía dormitar; tirado en la parte posterior, dormido, había un hombre con esposas.

– Me gustaría despedirme de mis suegros -dijo Ethel.

El agente alto miró el reloj.

– ¿Dónde viven? -preguntó.

– En Mangrove Still, a unos tres kilómetros al norte de Tarpon Springs -dijo Ethel.

– Sé dónde está -dijo el agente indiferente, entrando y colocándose al volante-. Está algo lejos de nuestro camino. Pero, ¿qué importa? Vayamos, ¿eh? ¿Qué dice usted, señorita?

– ¿Vendrá usted a Orlando con nosotros? -le preguntó el agente alto a Teddy.

– No puede -respondió Ethel-. Tiene que estar de vuelta en San Diego por la mañana.

– Mañana entro de servicio -dijo Teddy-. Pero también quiero despedirme de mi familia. Podéis seguirme hasta allí.

Antes de entrar en el auto, Ethel rodeó la cintura de Teddy con sus brazos, lo atrajo hacia ella y le besó en los labios.

Cuando llegaron a Mangrove Still, a Teddy le había dado fuerte. Su esposa creía que él era un mentiroso y él estaba otra vez furioso con su padre por haber animado a Ethel a la rebeldía. Era a causa de ese viejo bobo que Ethel había abandonado la Marina de la forma que lo hizo.

Ethel, por otra parte, estaba muy animada. Corrió hacia la casa para dar la noticia a Costa. No tenía ninguna duda del lado en que estarían sus simpatías. Costa salió de la casa como un toro del redil. Vio primeramente a Teddy.

– ¿Por qué la molestan? -exigió conocer.

– Por tu culpa – dijo Teddy-. Tú la animaste a desertar. Yo te avisé y la avisé también a ella. Bueno, pues ahora ha sucedido; así que a ver cómo lo arreglas, vamos.

Esta descarga de ira no hizo mella en Costa. Se encaminó furioso hacia el auto de los agentes y exigió saber:

– ¿Por qué molestáis a esa mujer?

– ¿Quién es usted? -preguntó el agente que conducía. -Salga de ahí, hágame favor -ordenó Costa-. Explicaré algo a usted. Asuntos familiares. Vamos, amigo mío, no quiero enfadarme aquí.

El agente alto se reunió con Costa.

En el porche, Ethel y Teddy estuvieron esperando mientras procedía una consulta intensa. Costa parecía estar ganando un tanto para Ethel.

Noola les trajo café.

Teddy habló a Ethel.

– Te avisé -le dijo.

– No te preocupes por mí -respondió ella-. Yo ya sabía en lo que me estaba metiendo. No puedo imaginar que me hagan nada que pueda molestarme. ¡En! ¡Fíjate cómo se defiende tu padre!

– El te metió en esto; deja que sea él quien te saque del apuro. Y te lo repetiré otra vez: yo no les di tu dirección. A lo mejor debiera haberlo hecho, pero no lo hice.

– Muy bien -dijo ella. Eso es todo lo que dijo; no dijo todavía que lo creía.

Teddy ahora estaba todavía más enfadado y se alejó del porche para acercarse hasta donde Costa se hallaba hablando con el agente alto. Este hombre se volvió y miró a Ethel.

– ¿Quiere usted decir que vayamos con cuidado en los baches, es eso lo que quiere usted decir, señor?

– Lo que quiero decir, en su condición, ¿por qué la molestan en su condición?

– Señor, no podemos hacer otra cosa. Usted puede darse cuenta.

– Yo no me doy cuenta de nada. Les hago responsables -Costa ya no hablaba bajo-. Si algo sucede, el Gobierno paga. No olvide eso, muchacho.

– Okey, el Gobierno paga -imitó el hombre detrás del volante.

Costa se dirigió a él como un rayo.

– ¡Usted, no sea fresco conmigo, usted! -advirtió.

– ¡Charlie! -El agente alto hizo un gesto como «déjalo correr».

Amansada la oposición, Costa se alejó, rodillas rígidas, y cogió a Teddy del brazo llevándolo fuera del alcance de todos.

– Son bárbaros -dijo.

– Es por tu culpa -respondió su hijo-. Ellos se limitan a cumplir con su trabajo, pero eres tú quien la animó a desaparecer de esa manera. La halagaste y la mimaste y le hiciste creer que cualquier maldita idea que ella pudiera tener estaba bien. Yo he terminado por no saber ni lo que hace ni lo que quiere. Está descontrolada. No te lo he dicho todavía, pero ha alquilado un apartamento en Bradenton, ¡su propio apartamento! ¡Lo alquiló sin consultarme! ¿Por qué? Está trabajando con ese cabrito griego, Kalkanis; aceptó el empleo sin preguntarme. ¿Por qué? Cada vez que vuelvo la espalda ya se ha metido en algún disparate, normalmente contando con tu aprobación. ¿Qué es lo que tratas de hacer, papá, quieres que nos separemos? ¡Eh! ¡Papá, que estoy hablando contigo!

Jamás anteriormente en su vida Teddy había hablado a su padre de semejante manera.

Costa estaba asombrado.

– De acuerdo, hijo mío -dijo lentamente, sacudiendo la cabeza-. Deja este asunto en mis manos. Su vida, etcétera, etcétera. Arreglaré todo modo adecuado. No te preocupes. -Entró rápidamente en la casa.